La intercomunal del Valle [Cuento] – Juan Carlos Méndez Guédez

La intercomunal del Valle [Cuento]

Autor: Juan Carlos Méndez Guédez

 

Y subir el volumen, Aureliano.

Y escribir esta historia seis mil doscientos treinta años después, una mañana de domingo mientras escuchas los trombones guapea Willy Colón y al otro lado de la casa ella duerme, ella ronca como una ballena varada.

¿Pero en la Intercomunal?

¿Vivía en la propia avenida o más arriba? Seguro bailabas divino, rico, sabroso cómo bailaban ustedes por allí.

Y Gabriela ojitos que brillan, hoyuelos, labios gruesos, ese cuello largo donde él imaginaba sus besos lentos, sus dientes, la punta de su lengua escribiendo un mensaje punzante. Y él sí, supiera que sí, bastante, rico muy rico, a ver si un día se animaba y lo acompañaba a una fiesta. Y Gabriela bella, Gabriela ricalindamamidivina,  pero ¿no era peligroso, Aureliano?  Y él que no, no tanto, además irías con él, si en la Intercomunal entras con él no había problema, te cuido, te cuido, Gabriela, pero tendrías que pegarte rico, no soltarte, ir muy pegadita, pegadita, mami.

Y ahora escribo siguiendo la tersura del cuello de Gabriela, aunque no está mal la vida, aquí estoy, en esta Bélgica que no es un país sino dos trozos  que se ignoran y yo en medio, siendo yo, que escribo y sueño y bailo a Gabriela, mamita rica, con mi empresa de importación de cervezas que no está mal, Gabriela, nada mal, casado con Berniss y una empresa que me permite mañanas de domingo para escribir esos folios que guardo sin esperanza ni tristeza en el fondo de gavetas para que Berniss no las descubra, para que nadie me pregunte qué es esto, ¿Entonces todavía escribes? ¿Entonces por eso los domingos te despiertas tan temprano, Aurelio?

Porque Aurelio escribía en los cuadernos mientras el profesor de química se quedaba ronco explicando las valencias. Y un día Gabriela le preguntó qué hacía tan concentrado, por qué arrugaba las cejas, por qué apretaba la mandíbula y él le mostró un par de páginas y ella: ojitos que brillan, hoyuelo, labios gruesos, y ella qué imágenes, qué palabras, y entonces hablaron un rato cerca de la cantina ¿Pero en la propia Intercomunal? ¿Vives en la Intercomunal? Y esos ojitos que decían sin decir uy qué miedo, quién lo diría, qué susto chico, ella nunca había ido, jamás se había asomado por allí, porque desde su apartamento miraba el puente que dividía Santa Mónica de la Intercomunal, pero jamás había subido, jamás había seguido de largo porque su mamá, porque su papá, porque su abuela, ni se te ocurra muchacha, ni se te ocurra asomarte nunca por esos lados que allí matan violan, que allí matan violan atracan, que allí matan violan atracan acuchillan disparan queman.

Pero Gabriela sólo le dijo a Aurelio que la gente de la Intercomunal bailaba muy bien, que había coincidido en fiestas con ellos, que parecían tener pies de mercurio, de fuego, de humo, de furioso oleaje. Y a él le encantó escucharlo, le encantó el modo  que ella tenía de decirlo, de nombrarlo, porque el amor entra primero por los oídos y cuando ella hablaba Aurelio quedaba mudo, aturdido, feliz al oírte Gabriela sirena, sirena Gabriela.

En los recesos comenzaron a estar juntos; a la salida se besaban entre los árboles; en las calles se tocaban al llegar a esquinas solitarias y una tarde ella lo llamó y le dijo que la visitara en su casa. Aurelio tomó un porpuesto. Se bajó cerca del paseo Los Próceres, luego comenzó a subir. Vio a los muchachos de la zona, fumando, riendo, bebiendo refrescos frente a las panaderías. Los pendejitos de Santa Mónica, los güevoncitos, los parguitos, los mojoncitos de Santa Mónica, los cagaítos de Santa Mónica, los que no ponían un pie en la Intercomunal porque podían despeinarlos, pendejitos güevoncitos parguitos mojoncitos cagaítos. Llegó furioso al apartamento de Gabriela. Ella abrió la puerta: el cabello suelto, un vestido pequeño, azul, y Aurelio quiso entregarle un chocolate que le había comprado pero Gabriela lo pegó de una pared, lo beso, lo mordió, lo lamió, y luego se quitó el vestido, se quitó el sostén y la tanguita, mis padres están en la playa, papi.

Cuando dos horas después Aurelio bajó del edificio y tropezó con los muchachos de la zona y los vio reír, comer, fumar frente a las panaderías alzó la mano para saludarlos aunque no los conocía. Le pareció que el mundo era un buen lugar, un lugar divino, Gabriela, qué rico era el mundo y esa tarde y hasta la aglomeración en el porpuesto y el olor a aceite quemado y el cielo y lo que me decías hace un ratico, no dejes que me de frío, báilame encima, báilame encima, Aurelio.

Pero bailar lo que se llama bailar jamás lo habían hecho.

Cuando ella lo invitó a una fiesta en su casa y él lo comentó con Aquiles y Julio, sus dos altos panas resoplaron: qué mala pata, te jodiste chamo, te jodiste. Porque Aurelio, baile lo que en verdad se llama baile apenas poco, muy poco.  Baile con Maelo, Celia Cruz, Héctor Lavoe, Willy Colón, poco, poquísimo. Claro que le encantaba. Aurelio era el que colocaba los discos en las fiestas de la Intercomunal, era el que seleccionaba las mejores mezclas, el que repetía los coros con más gracia, el que se sabía de memoria trozos enteros de El libro de la salsa de César Miguel Rondón, y cuando alguna amiga se apiadaba, Aurelio, echemos un pie para que no te vayas en blanco, él respiraba como quien se lanza a un mar lleno de tiburones y poniendo cara de que se la estaba pasando muy bien, de que el ritmo latía en sus venas, se lanzaba a la pista con su único paso: uno dos uno dos uno dos. Pie derecho a la derecha, pie izquierdo a la izquierda, y así hasta el infinito. Sin perder el ritmo, que yo jamás perdía el paso pero eso no era difícil porque usaba el paso que utilizaban los abuelos, los alemanes que visitaban Caracas y querían sentirse latinos, los futbolistas lesionados de la selección venezolana que acababan de perder seis a cero contra Brasil.

Lo cierto es que Aurelio bailaba con el rostro. Nadie lo superaba. Eso lo admitían Julio y Aquiles. Si uno sólo se fijaba en el rostro mira qué sabrosura familia, mira qué sabrosura mi gente, Aurelio era el mejor bailarín del mundo. Pero en cuanto se contemplaban sus hombros, sus caderas, sus piernas, sus pies, la decepción era mortal. Es que no se entiende, chamo, ¿cómo es posible que alguien de la Intercomunal no sepa echar coñazos y no sepa bailar salsa? Tú no existes, Aurelio, tú eres un holograma, chamo. Y era verdad. Ni sabía pelear ni podía acercarse al virtuosismo de sus vecinos que sacaban chispas del suelo cada vez que bailaban (Rubén Blades al fondo), que chispeaban suelos de baile cada vez que salseaban (Ismael Miranda al fondo). Sólo miras, miras, Aurelio, sólo el traguito de ron seco y anís, o el jaloncito tímido a un pito, mientras la fiesta cruje y la Intercomunal se estremece en viernes con quince fiestas en los superbloques, luz, sonido, trombón, trompetazo, timbales que se derraman hacia la avenida, que saltan hacia el cerro. Porque las fiestas de la Intercomunal él las controlaba. Si al llegar lo saludaban tres o cuatro personas, poeta, ¿tú por aquí? y no aparecía nadie con cara de llevar un yerro, pues todo bien y música hasta al amanecer, pero cuando veía un grupito que se cruzaba miradas retadoras con otro grupito, Aurelio daba un paseo silencioso hasta la puerta y adiós. Ni de vaina. Si los tiros sonaban en la avenida pues a agacharse todos y después que siga la rumba, pero con pistolas en un apartamento era la hora de volver a casa y moverse con Sánchez Peláez, con Rilke, con Montejo, con Apollinaire y para quien ya me olvidó recuerda que te espero de todas maneras rosa aunque no nos volveremos a ver sobre la tierra.

Pero esta fiesta sería distinta. La fiesta en el apartamento de Gabriela, allá en Santa Mónica, con sus hermanas, con sus primas, con otros amigos del liceo. Muy distinta. Y Julio que dice: “no te servirá la táctica de bailar con el rostro”. Y Aquiles que dice: “es verdad, mucha gente te estará viendo”. Y Julio: “Yo la vi bailar hace unos meses, Gabriela baila muy bien, un poco sifrinita de colegio de monjas que mueve las caderas más de lo que hace falta, pero baila muy bien”. Y Aquiles: “Yo bailé con ella hace unas semanas en una fiesta. Y sí. Baila muy bien”. Y Julio: “Además lleva días diciéndole a las amigas que tú vas a la fiesta, que verán al rey de la salsa brava”. Y Aquiles: “Jodido, pana, estás jodido”.

Se pusieron a practicar todas las tardes. Primero lo intentaba Aquiles. Luego Julio. Relájate. Relájate. No eres un robot. Suelta los hombros. Suelta las caderas. Quema el suelo con los zapatos. Búscale al ritmo su gracia, su esquinita, búscale al ritmo el agujero, el roto, el quiebre por donde puedas meterte, por donde puedas inventar algo. A veces los ayudaba la hermana de Aurelio, a veces Julio daba instrucciones y Aquiles hacía de muchacha, o al revés, pero siempre terminaban sudorosos, frustrados, fumando en la ventana y frente a ellos se desplegaba la avenida, oscura a trozos, con el cielo apretado entre los superbloques y el resplandor sepia de esas calles transversales donde asomaba el color rojizo, azul eléctrico de los ranchos.

Berniss nunca conoció esa avenida. Miró fotos; escuchó muchas veces hablar de ella, pero nunca llegó a verla.

Una Berniss que ahora él contempla dormir en las noches y que le despierta una oscura perplejidad,  una compasión sorprendida; ¿quién es esta anciana gorda que duerme a mi lado? ¿Quién es este calvo tripudo que la acompaña y me mira en el reflejo de las ventanas cuando me levanto a fumar?

La conoció veinte años atrás en un bar latino de Bruselas cuando él estaba concluyendo su posgrado. Cada vez que él salía a bailar ella le tomaba fotos y abría la boca llena de admiración. Se acercó a saludarla. Bebieron juntos una cerveza de frambuesa. La invitó a echar un pie con el gran Lavoe. Colocó su mano  en la espalda de ella, puso su rostro de bailarín virtuoso y apretó con dulzura, con rotundidad, ven aquí mi catira divina, vente mami que te llevo y te conduzco. La vio derretirse entre sus brazos cuando él le explicó la diferencia entre una salsa y un merengue. “Eres fuego”, le dijo ella en un español vacilante que aprendió cuando hizo el Erasmus en Zaragoza. Meses después se casaron. Los padres de ella les prestaron el dinero para montar una exportadora de cervezas. “Eres fuego”, le dijo durante cinco años cada vez que él tarareaba a Héctor Lavoe y daba sus pasos uno dos uno dos en mitad de la cocina.

Después del quinto año, cuando ella regresó de un viaje a Puerto Rico donde la invitaron a varias fiestas, nunca más volvió a decirle nada.

Lo intenté, Gabriela, hasta el último momento lo intenté. Julio y Aquiles no se dieron por vencidos. Hay un pasito, hermano, hace un rato diste un pasito, un pasito con gracia, hay que perseguir ese pasito, busca ese pasito dentro de ti, sácalo, Aurelio, sácalo. Y así estuvimos un buen rato hasta que debí admitir que ese paso un poco insólito, un poco divertido, sólo había sido un traspié, perdí el equilibrio, mis panas,  casi me caigo, el tobillo se me dobló un poco, no hubo gracia ninguna, sólo era yo a punto de caer, de derrumbarme.

Así que me pegué una ducha. Al salir dije que no iría a la fiesta, que ni de vaina, y puse la mano en el teléfono para llamarte, Gabriela. Pero no lo hice. Tratarías de convencerme, nadie era capaz de vencer tus palabras, tus frases. No había puerta ni muralla que no derrumbase tu voz.

Estuve un rato en la ventana mirando la Intercomunal: basura en las esquinas, aceras rotas, árboles fragantes, nudosos, de un verde vibrante. Luego pensé: “La avenida esta noche parece moverse, pasa por la estación de bomberos y Longaray, pasa por la Iglesia y la plaza, llega a la Bandera, y allí cruza el puente y al seguir de largo sube varias calles y al fin encuentra los edificios con cuidados jardines, y la ventana de Gabriela, donde esta noche ocurrirá Gabriela y la fiesta,  Gabriela y su cuello y la fiesta, Gabriela y su cuello y la fiesta y ese lugar donde yo debería estar bailando y Gabriela”.

Tu cuello, Gabriela, que hoy me amanece en este domingo, Bruselas, kilómetros de años después. Porque juro que lo intenté bastante, como nunca, pero no había manera. Así que me  puse con Julio y Aquiles a fumar sin descanso y cuando se acabaron los cigarrillos encendimos la tele y justo a esa hora estaban en plena repentización Celia Cruz, Oscar de León y Cheo Feliciano. Una delicia, Gabriela. Tres magos: voz, inteligencia, ritmo, gracia en cada frase que improvisaban.

Fuimos a la cocina. Nos servimos un buen trago de ron seco en tres vasos que alguna vez fueron envases de mermelada.

El teléfono de casa sonó cuatro veces, le dije a mi madre y a mi hermana que no contestasen.

Un poco más tarde, cuando Julio se asomó a la ventana señaló hacia la avenida. A muy poca velocidad, te contemplamos avanzar en el carro de tu mamá. Los ojos muy abiertos, la melena preciosa, alborotada, tu cuello largo y dulce iluminado por la luz vacilante de las farolas. Nunca habías estado en mi casa, así que pasabas con suma lentitud intentando adivinar en cuál de aquellos superbloques, en cuál de aquellos ranchos de ladrillos rojos podría vivir yo.

Tienes que bajar, chamo, baja ya, no le hagas eso, dijo Aquiles. Baja, baja, insistió Julio, le puede pasar algo.

Corrí por las escaleras. Tenía que hablar contigo. Decirte que regresaras a tu fiesta, que no corrieses peligro en una avenida donde en un rato los muchachos rudos de la zona empezarían a dispararse, que te fueras ya mismo. Cuando llegué a la Intercomunal comprendí que no podía aparecer sin explicación ninguna. Comencé a cojear. Eso. Eso era. Aurelio cojo, muy cojo, Aurelio lesionado de gravedad, quizás no pierda el pie, quizás no sea necesario reconstruir el tobillo, mami, pero debo estar de reposo muchos días. No quise preocuparte. Regresa a tu casa. Luego hablamos.

Vi tu carro a unos metros. Si me apuraba, si daba una carrera feroz podía alcanzarte, pero yo era una inmensa cojera. Yo cojeaba. Yo era la mejor cojera que nunca pudo presenciar la ciudad de Santiago de León de Caracas. Cojeaba tanto y tan bien que nunca pude alcanzarte y sólo vi cómo acelerabas indignada, cómo dabas la vuelta y regresabas a Santa Mónica.

Nunca más quisiste hablarme. Me dijeron que esa noche sobre tu cuello se quedó a vivir Armando o Pedro o Norberto o alguno de los compañeros del liceo que no estaban cojos y así vino luego una esquina oscura, y después un paseo a la playa donde quizás bailaste, donde tal vez te desnudaste para que Armando o Pedro o Norberto te quitaran el frío y la rabia.

Estuve cojeando el resto del liceo. Julio y Aquiles me pedían que lo dejase, que me olvidase del tema. Pero hasta el día de la graduación, cuando en el club de sub oficiales fui a buscar el título de bachiller, caminé vacilante frente a todos mis compañeros, como si estuviese marcando con mis zapatos el ritmo de un punto y coma.

Estuve cojeando toda la noche. Hasta en sueños. Porque tampoco fui a la fiesta en el Hotel Tamanaco donde dicen que Oscar de León tocó mejor que nunca.

Sólo al llegar a la universidad olvidé los dolores en el pie.

 

Aurelio escribe en domingo.

Berniss se levanta.

Berniss hace gárgaras en el baño.

Aurelio guarda sus papeles en el fondo más oscuro y remoto de la gaveta. Camina hasta la cocina y se sirve una taza de té. Piensa en un envío de cervezas que debe preparar para unos clientes en Nueva York.

Berniss lo saluda. Después murmura en flamenco y luego en vacilante español. “Algunos fines de semana caminas muy extraño, Aurelio, caminas como si estuvieses cojo. Deberías ir al médico”. Y él le responde entre dientes que ya irá, que cualquiera de estos días irá para que lo examinen, que no tiene nada especial, sólo sucede que pasó fumando la noche entera. “Un hombre que creció en la Intercomunal no necesita médicos ni pastillitas”, murmura. Y aquella mujer desteñida y redonda como una O gigante lo contempla. Luego resopla. “Puta Intercomunal”, dice.

Aurelio la mira, piensa que Berniss suena como un trombón desafinado.

Luego cuando ella se da la vuelta, Aurelio se acerca a una ventana, pone su rostro de ritmo, de sabor, de noche. Da sus pasos, uno dos uno dos uno dos. La calle parece desierta. Los árboles se mecen por el viento. Es domingo. Aurelio baila.

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