Una historia de amor: El se desvistió el alma de prejuicios. Ella le enseñó a no despreciar…

Por: Soledad Morillo Belloso

Ni cuando nació y le palmearon las nalguitas lloró. Vino al mundo con encanto por la vida. Dicen que conocerla era dejarse embriagar de alegría. La hermosa bebé se convirtió en símbolo de felicidad en la caraqueñísima parroquia de La Pastora. Y desde chiquitica regaló una voz de ruiseñor.
Se llamaba Lucía. Su padre, marchante de zapatos, le decía «Caramelo». Aquella tarde de diciembre de 1956, en medio de la difícil situación política que vivía Venezuela, la niña de seis años jugaba con muñecas en el postigo de la casa de la abuela mientras la madre entregaba en la Iglesia de Santa Rosalía de Palermo los dulces para los monaguillos en la misa de gallo de Navidad.
Nadie supo cómo ni cuándo comenzó a formarse la borrasca. El cielo empezó a encapotarse y la tarde se hizo noche. La electricidad se cortó justo cuando la abuela escuchó el estruendo. Todo voló en mil pedazos. El corazón se le paró en seco. Segundos le tomó llegar desde el patio hasta el postigo. Cuando vio las muñecas tiradas en el suelo, desvió la mirada a la acera. Entonces la vio. El cuerpecito en el suelo, bañado en sangre.
El carro en el que viajaba un acérrimo opositor al régimen fue detectado por agentes de la SN apostados en la esquina de la casa. Los esbirros le dispararon. Cuando una bala impactó en el tanque de gasolina del destartalado Ford, explotó. Calcinados quedaron tres hombres, dos de ellos inocentes paseantes que nunca supieron que ese día se escribiría su certificado de defunción.
Llegó al Hospital Vargas con vida. Los médicos declararon que su única opción estaba en una cirugía de emergencia para evitar que se desangrara internamente. Tenía graves quemaduras. No sabían si aguantaría la operación.
A las cuatro horas, el médico dio el parte. La niña había tolerado el procedimiento. Estaba inconsciente. Necesitaban mantenerla sedada. «Hemos hecho todo lo posible. Ahora es cuestión de Dios», dijo antes de volver a los pabellones.
Padre, madre y abuela se turnaban en el hospital. En La Pastora se armaron círculos de rezos. Además, preparaban comida, les limpiaban la casa, regaban las matas y cada día en la puerta había flores y se apilaban estampitas religiosas. Una figura de la Divina Pastora fue colocada en el postigo.
De las quemaduras Lucía sanó. Las cicatrices eran perceptibles pero no desfigurantes. Estuvo dos meses hospitalizada. Pero la familia cayó en shock cuando supo que Lucía había quedado ciega.
Vida plena
Los especialistas explicaron que llevaría una vida plena si no se la trataba con lástima, si se le ofrecían las herramientas para conducirse en la oscuridad, si no se le excluía o diferenciaba. Así hicieron. La niña aprendió el Braille, en poco tiempo asistía a escuela normal. Valida de sus manos y de un bastón, caminaba por todas partes. Un tío le obsequió un perro guía entrenado en los menesteres, Turrón, que se convirtió en el más leal compañero.
Es cierto aquello de «Dios aprieta pero no ahorca». Ni coloca sobre nuestros hombros más peso del que podamos soportar. A los 16, Lucía era la voz más prometedora del conservatorio de Caracas. Dejaba mudos a los profesores y en los conciertos la audiencia la aplaudía a rabiar. En la prensa se decía que sólo el cielo sería su límite.
En plena democracia en 1963 -que no libre de turbulencias- Lucía recibió una beca para estudiar en Lucca, cuna del gran Puccini. Acompañada por su prima Ernestina y por Papelón, hijo de Turrón, llegó a la ciudad amurallada en mayo del 63. No podía verla, pero la miraba con los ojos del alma, que son con los que los seres humanos vemos la verdad. Su hospedaje había sido arreglado en la pensión de una familia vinculada al mundo del bel canto. Nomás entró a la habitación, sintió el aroma de las flores de lavanda. Recorrió el recinto y con su mano fue palpando los muebles de pulida madera, la cama con lencería de lino; llegó a una ventana; una suave brisa primaveral le dio la bienvenida. Así la recibía la Toscana.
En 1965, Lucía fue invitada a cantar en un festival de arias en las plazas de Lucca para conmemorar el aniversario del nacimiento de Puccini. Nunca había podido actuar en una ópera pues su condición de invidente le dificultaba el movimiento en el escenario, pero su cuidada voz le permitía lucirse en piezas líricas sólo reservadas a divas. Su coloratura era admirada por cantantes y maestros.
Le fascinaba Puccini. Había preparado las mejores arias femeninas de Tosca y Madame Butterfly y la excelsa Sí, mi chiamano Mimi de La Bohéme. No quería decepcionar al público. Aquella noche había celosos guardianes de la tradición operática. El escepticismo cundía a pesar de la buena crítica que precedía a la presentación de Lucía.
El restaurador
Hijo de venezolana y colombiano, nieto de italianos, Juan Carlos era restaurador y estaba en Lucca trabajando en la recuperación de la fachada del Palazzo Pfanner, magnífica pieza arquitectónica de 1660 cuya construcción fue ordenada por Moriconi, patricio de los mercaderes de Lucca.
Juan Carlos se sentó en una de las sillas colocadas en la Piazza Napoleone. Era una noche fresca de verano. Lo peor que podría pasar sería escuchar los desafinados de una cantante con vanas aspiraciones a diva. Amargado como era desde haber quedado cojo en un arrollamiento por la criminal impericia de un borracho en Bogotá, era hombre de malas pulgas y pocos amigos. Vivir en Lucca le había permitido zafarse de la manía colombiana de celebrar todo, de las reuniones familiares cargadas de cuentos repetidos, del empalagamiento de las tías.
La escuchó y pensó que alguien cantaba y ella doblaba. Con la arrogancia de quien siente que ha detectado una trampa y sueña con destaparla, soportó el concierto. Se retiró nada más presintió el final. Caminó entre las callejuelas masticando paradoja. Excelente concierto, maravillosa voz, imperdonable farsa.
Al día siguiente no se hablaba sino de la ragazza. La prensa aplaudía el concierto. En el trabajo indagó dónde estudiaba. Le dijeron que cada tarde paseaba por los jardines del conservatorio. Se prometió ir a emplazarla. En la tarde la vio, sentada. No entonaba piezas de la lírica, canturreaba un bambuco.
Cuando se le acercó con ánimo retador, sintió pena de sí mismo. No sabía que era ciega. Huyó de la escena con el alma sumida en vergüenza. Todo el verano la fisgoneó a distancia. Se fue enamorando de a poquito. Un día se armó de valor y la abordó.
«Canta usted muy hermoso», le dijo. «Ah, colombiano. Vienes todos los días. A la misma hora. Y me espías», respondió ella. «Al fin te atreviste a hablarme. ¿Tendrás el coraje para invitarme un café?».
En La Pastora
Se enamoraron sin espacio a la duda. El se desvistió el alma de prejuicios. Ella le enseñó a no despreciar. Casaron en el otoño, en una capilla en Viareggio. En Navidad fueron a Venezuela. Ella cantó en La Pastora. El país había que recorrerlo. Por una semana deambularon por pueblos. Un día se detuvieron en una plaza aragüeña para beber guarapo de caña. Entonces, él vio la fachada de una casona abandonada. Aquella era un joya. Estaba en venta. Entraron. En el patio, flores perfumaban el aire. La recuperación de la casona para llevarla a su esplendor original les tomó dos años. Y entonces se convirtió en el lugar para los meses del invierno europeo.
Y Lucía, en la humilde iglesia del pueblo, cantó sus mejores piezas.
@solmorillob

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