Daños colaterales – Sergio Dahbar

Por: Sergio Dahbar

Las tragedias que conmueven a la sociedad tienen demasiados actores de reparto y dejan la tierra arrasada con daños colaterales. La desaparición de un niño se convierte en una bomba expansiva: desparrama perturbación donde había alegría. Y abre un enorme signo de interrogación sobre la maldad de los seres humanos.

El secuestro y asesinato del bebé Charles Lindbergh la noche del 23 de febrero de 1932 es uno de ellos. Mucha gente no volvió a ser la misma después de ese episodio. Hubo un némesis, el inmigrante Bruno Richard Haupmann, carpintero, que en un juicio no muy santo fue condenado a la silla eléctrica.

Otra desaparición inexplicable dejó aparecer la garra del mal en el siglo veintiuno: el caso Madeleine McCann, niña de cuatro años que fue secuestrada el 3 de mayo de 2007, en Praia de Luz, en el Algarve portugués, zona turística frecuentada por británicos.

Hubo varios némesis en este caso: un joven anglo portugués de 25 años en ese momento, Robert Murat, que fue considerado sospechoso; y el detective portugués que coordinó la búsqueda de Madeleine, Gonçalo Amaral.

Este policía de narcóticos, que parece escapado de una novela policial, perdió una carrera a la que le había dedicado 26 años. Todo por apasionarse con un suceso que fue envolviéndolo en un remolino de pistas imposibles y acusaciones desesperadas.

Un año después de la desaparición de Madeleine, publicó Maddie, la verdad de la mentira, donde acusaba a los padres, ambos médicos, de estar involucrados en su asesinato, desaparición y ocultamiento de evidencias.

El Tribunal de Justicia de Lisboa condenó en 2014 a Gonçalo Amaral  a pagar 500 mil euros a los padres de Madeleine, por daños causados. Prohibieron además la reedición del libro, el DVD y el cobro de derechos de autor. Había vendido 175.000 ejemplares.

¿Qué ha ocurrido ahora? El Tribunal Supremo decidió la cuestión a favor del policía y en contra de la familia McCann. Ante el conflicto de derechos –alegan- entre el honor y la libertad de expresión, “el criterio de ponderación de intereses, actuando según el principio de proporcionalidad y la especificidad del caso, apunta en el sentido de estar la libertad de expresión del reo (Gonçalo Amaral) necesitada de mayor protección”.

Establecen que el ejercicio de libertad de expresión del policía fue el correcto. “Está dentro de los límites admisibles de una sociedad democrática y abierta, lo que excluye la ilicitud de una eventual lesión del honor de los McCann”. Todo un precedente.

Robert Murat también fue indemnizado. Ocurrió en 2008. Recibió 715.000 euros de los periódicos sensacionalistas que lo acosaron diez años atrás, cargando sus culpas como si hubiera sido un asesino.

No fueron solo los medios los que agredieron a Murat: las autoridades se llevaron su computadora, libros y papeles. Levantaron la grama del jardín, registraron su sótano con sensores especiales y se burlaron de que tuviera un solo ojo.

En los años ochenta documentos desclasificados de la CIA reconocieron que las pruebas que existían contra el carpintero Bruno Richard Haupmann, en el caso Lindbergh, eran tan frágiles como la suerte de los seres humanos. Pero ya era tarde para devolverle lo que le habían quitado.

Murat y Amaral fueron dos daños colaterales que arrojó la desaparición de Madeleine McCann, caso que ya reúne 30.000 páginas en su expediente y que ha sido globalizado como ningún otro antes.

En su órbita giran estafadores, buscadores de fortuna, estrellas del futbol, escritores, millonarios. Hoy Madeleine ya debe tener 14 años y quizás la única forma de reconocerla sea por el derrame del iris en el ojo derecho, que se ha convertido en el logo de su búsqueda.

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