Dublin al sur – Sergio Dahbar

Por: Sergio Dahbar

Ocurren cosas curiosas con los mitos. Pienso por ejemplo en elsegiodahbar-reducido Ulises, de James Joyce. Exactamente en la semana que que se inaugura en Caracas el Festival de la Lectura de Chacao 2015. Los libros y los ciudadanos están de fiesta, lo que siempre resulta una excelente idea para recordar la curiosa mutación de un clásico que sigue vivo.

Pocos libros en la historia han sido más incomprendidos que el Ulises. Y sin embargo casi todo el mundo conoce su leyenda de libro difícil, extenso, prohibido en una época… De todas maneras ha instituido en muchos rincones del planeta la celebración de un día (Bloomsday) en la vida del personaje, Leopoldo Bloom.

Para mí uno de los más curiosos homenajes se lo rindió un escritor argentino ya desaparecido, Isodoro Blaisten (1933/2004), en un cuento divertido e inmortal, “Dublin al sur’’.

Mucho antes que se hicieran famosos los concursos millonarios de preguntas, Blaisten recrea la historia de Esteban Dedalus, empleado bancario de un banco albanés en Buenos Aires, que ha leído todo sobre Joyce y el Ulises.

Dedalus va a hacer realidad su sueño: abandonar a su esposa fastidiosa, escapar a Irlanda, comprar un castillo, leer el Ulises frente al fuego, tener dos perros irlandeses para que laman sus botas, emborracharse una vez por mes en la taberna del pueblo, caerse a trompadas como hacía Hemingway cuando bebía con Joyce, y cumplir su programa anual de una adolescente por noche.

Más allá de la broma de Blaisten, que merece ser leída para entender cómo se puede jugar con la literatura desde la literatura, y de qué manera las mitos crean raíces entre seres humanos que sueñan con castillos en Irlanda, Ulises es una marca registrada cultural.

Sus páginas son revisitadas como quien se acerca a un museo: para descubrir cómo es la tradición que nos antecede. T.S. Eliot terminó de leerlo y aceptó: “Ninguno de nosotros puede escapar a su influencia’’. ¿Por qué? Porque acabó con el agotamiento de la novela decimonónica, liberó el lenguaje de las normas narrativas que lo asfixiaban y dejó que la sintaxis se nutriera de experiencias notables para ese momento, 1922.

Pero lo que siempre nos fascina son los malentendidos. En una subasta, realizada en Nueva York, se pusieron a la venta primeras ediciones dedicadas por Joyce a amigos que lo ayudaron cuando escribió su obra. La mayoría de los ejemplares no tenían las hojas cortadas (los libros en 1922 venían con hojas unidas y había que usar un cuchillo o un cortapapel para poder leer).

Uno de los ejemplares fue un obsequio de James Joyce a Eleanor Beach (madre de Sylvia, la dueña de Shakespeare and Company, librería parisina que editó por primera vez el libro): este ejemplar no está abierto después de la página 117. No lo leyó la madre de quien estaba revolucionando la literatura.

El ejemplar de Edith Rockefeller, que fue mecenas de Joyce, llega con las hojas cortadas a la página 381. El Baron Ambrogio Ralli (ex alumno y fan de Joyce) y Douglas Orbinson (primo de Beach que buscó fondos para Joyce): ni siquiera abrieron sus libros.

Como escribió Carlos María Domínguez en La casa de papel, “los libros cambian el destino de las personas’’. Hay gente que se hizo profesor de literatura  después de leer a Salgari. Otros quedaron parapléjicos consultando un tomo de la Enciclopedia Británica que se les vino encima.

Alejandro Dumas por ejemplo trastornó la vida de muchas de sus lectoras, que hubieran podido salvarse del suicidio si en esa época hubieran existido manuales para aprender a cocinar. Joyce alteró el curso de la literatura en el siglo veinte, muy pesar de los lectores.

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