El rey de la selva

Por: Jean Maninat

   Es lamentable que la frivolidad  que acompaña algunos aspectos de la “vida privada” de  la realeza,  acabe tiñendo la figura histórica de alguien tan querido y respetado como el rey Juan Carlos.

Pero pareciera que hay un cierto comportamiento infantil, díscolo, que desde siglos escolta la pompa y circunstancia que supone “reinar” sobre un pueblo.

  Por eso la pregunta que emerge frente al dramatismo antimonárquico es: ¿nos divertiríamos tanto si las familias reales no existieran?

   Las monarquías, nos dicen, son el hogar de las virtudes que supuestamente acompañan a quienes, por derecho histórico, les corresponde  representar el alma de una nación, sin pasar por el enojoso trámite de las urnas electorales.

Se pueden eligir reinas de belleza; pero sería un despropósito mayor realizar un elección para ser monarca. ¡Para rey, vota por papito mi rey! Leerían las pancartas partidarias. Los encartados electorales en digamos… Hola, anunciarían el número de colinas esquiadas, las horas ecuestres acumuladas, las competencias de vela ganadas… y claro está, la  cantidad de trofeos de caza que cuelgan en las paredes de cada candidato a monarca.

¡Papito mi rey donde pone el ojo pone la bala! Fíjense ya tiene en su haber: tres mil perdices, doce búfalos de agua mansa, tres rinocerontes con el cuerno previamente serruchado, un león de circo ciego con las moscas que lo fastidiaban incluidas, y ¡no faltaba más! Un Dumbo amaestrado para morir acribillado entre varios cazadores.

No es que uno se oponga a los deportes extremos, sobre todo si lo cultivan gentes audaces que, sin haber obtenido la licencia de conducir automóviles, los entrenan para pilotar helicópteros y aviones de caza. ¿Han visto ustedes alguna vez un pie de foto que rece: El príncipe Ludwig de Baviera toma sus primeras clases de conducir en la prestigiosa autoescuela Le volant d’or?  ¿Dónde aprenden a manejar?

La envidia, qué duda cabe, alimenta las sandeces que escriben mis huellas dactilares plebeyas. Pero, créanme, no se envidia los años de buenas escuelas a los que suelen someter los monarcas a sus vástagos para prepararlos para el trono. No… la dentera la produce el  número de profesores de tenis, entrenadores personales, salvavidas y guardaespaldas, que logran burlar las estrictas leyes de la sangre y terminan aparejados con una belleza real a costa del erario público. ¿Se han fijado que ninguno de los ganadores del loto de la realeza  mantiene su oficio anterior?

Pero no todo es derroche. Sus sacrificios han habido.

Habrá que convenir que existió un cuasi monarca que abdicó su derecho al trono  por el amor de una plebeya, divorciada y para colmo nacida en territorio liberado yanqui. Eduardo VIII dejó para la posteridad, su sacrificio, una simpatía especial por los nazis y un gusto refinado por el vestir.

Pero ninguno tan sacrificado como aquel hijo de aristócratas ingleses abandonado en la selva para ser criado entre gorilas y fieras salvajes. Nadie más noble y abnegado; sin más posesiones que un taparrabo, un cuchillo y una mona chillona, fue el primer ecologista, y el primer defensor de los derechos de los animales. Su grito desviaba las caravanas de hombres blancos ávidos de marfil y alertaba a los paquidermos de la presencia enemiga.

Tarzán rey de la selva. Ese si era un monarca políticamente correcto.

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2 comentarios

  1. Tenía tiempo que no pasaba tan buen rato leyendo, felicitaciones por tan bien elaborado artículo.
    Triste y lamentable ocaso del principal protagonista de la transición española a la democracia. ¡Que viva el Rey! y que me perdonen, aunque no olviden, los elefantes.

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