Un encuentro en Quito – Alberto Barrera Tyszka

Por: Alberto Barrera Tyszka

Hoy es la cita. Y el presidente Maduro lo promociona como si fuera un esperado match de boxeo: Nos veremos “caraVk8PW2VL_400x400 a cara”, dice. Después de tanto tiempo y de tantos ensayos, todavía no le sale, nunca logra una actuación más o menos creíble. Mira a cámara, tuerce los ojos y puja, pero nada. Nadie puede creer que mañana en Quito, Maduro se le ponga cerquita a Juan Manuel Santos y lo enfrente y lo desafíe y le repita lo que tanto ha vociferado en los medios locales: que el presidente de Colombia es cómplice de un intento de asesinato en su contra, por ejemplo. Que Santos es un payaso, que es un cobarde, que es un mentiroso. Que es un saboteador, que está al servicio del imperio y de los enemigos del pueblo. Luce difícil imaginarse a Maduro en ese plan. Lo suyo es el combate a larga distancia. De lejitos. Es más probable que en Quito se ponga más bien en modo melcocha. Que repita que todo lo que hace su gobierno es por amor. Incluso cuando golpea y reprime: eso también es amor. Quien te hace llorar es quien te quiere.

Precisamente, lo que más le cuesta imitar a Maduro es ese salto vertiginoso entre la agresividad y la ternura que Hugo Chávez realizaba con fabulosa naturalidad. Chávez pasaba de dragón a Bambi, o de Bambi a dragón, con agilidad y sencillez, como si nada. Maduro siempre se queda a la mitad. Y produce un injerto raro, un venadito grande que dice palabrotas y echa vaho por la nariz. Es un coctel increíble. Ordena que tumben casas y expulsen a ciudadanos colombianos del país y luego aparece en una tarima hablando de cariño y bailando una cumbia. Ahora vuelve a afirmar que la reunión de mañana será entre “el presidente Juan Manuel Santos y este obrero que está aquí”. ¿Hasta cuándo Maduro seguirá repitiendo que es o que fue un obrero? Casi es como si repitiera que de niño fue un tirolés que cantaba con falsete cerca de Viena. ¿Un obrero que tocaba bajo en una banda de rock y viajaba a Cuba? Es una falla de origen. Maduro no logra ni siquiera reinventar bien su pasado. Ha plagiado tanto y tan mal que ya su identidad es cada vez más inverosímil.

Pero no todo es delirio. Esta semana, el presidente al menos nos regaló una obviedad. A estas alturas, cualquier lugar común resulta un monumento a la sensatez. “No será una reunión fácil –aseguró–. Será una reunión compleja porque los problemas son complejos”. Está bien. Por ahí podría comenzar la reunión. Por la complejidad de un país en crisis que pretende resolver sus problemas buscando un enemigo externo. Podrían comenzar a debatir las distorsiones económicas del modelo venezolano y sus consecuencias lógicas en la región. Podrían hablar del control de cambio, de la inflación, de la devaluación, de la falta de control que tiene el gobierno sobre el crimen organizado que funciona a sus anchas dentro del país. Podrían, también, de paso, conversar un poco sobre la caída profunda de la popularidad de Maduro. Podrían, entonces, también, discutir sobre el año electoral y sobre el decreto de estado de excepción en 23 municipios donde, casualmente, la oposición tradicionalmente ha tenido una alta votación. Es cierto: todo realmente es muy complejo. La realidad venezolana –por suerte para todos– no puede despacharse simplemente nombrando a Álvaro Uribe.

Y ya que van a andar en complejidades, tomando en cuenta que Rafael Correa y Tabaré Vásquez promueven el diálogo, tampoco entonces estaría de más debatir sobre la forma como Venezuela ha manejado el conflicto. Hablar sobre el silencio continental ante la violencia uniformada del gobierno de Maduro. Discutir si todo esto no nos regresa a asquerosas complicidades, a los viejos tiempos cuando la represión militar era legítima en América Latina. ¿Quiénes controlan en verdad la frontera en Venezuela? ¿Quiénes tienen el poder y las armas? ¿Quiénes permiten o incluso participan en los grandes negocios del contrabando? ¿Acaso son los habitantes de la zona, cuya única nacionalidad real es la pobreza?

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