Ya nunca seremos lo que éramos

Por: Sergio Dahbar

El corazón del alma humana es un acertijo indescifrable. No en vano los amantes suelen desvelarse ante los vaivenes de sus pasiones. Hay hijos que traicionan a sus padres. Y gente que pasa toda una vida sin hacer nada, para descubrir en un momento de luz que ha perdido el tiempo de forma irremediable y que ya no se puede volver atrás.

Todas estas certezas sobre el carácter inescrutable de la vida me visitaron mientras leía un libro publicado por Galaxia Gutenberg en España, El hombre vigilado.

Recuerdos a partir de expedientes de la policía secreta, del cineasta búlgaro Vesko Branev.

Uno sabe que a los paranoicos también los persiguen. Pero a Vesko Branev lo acosaron durante buena parte de su vida, a pesar de no haber hecho nada. A los 25 años, después de graduarse de abogado en la Universidad de Sofía, estudió cine en Berlín. Corría 1957 y aún no se había construido el Muro que separaría las dos Alemanias.

Ya en esa época movilizarse hacia la zona occidental generaba sospecha. Branev lo hacía para localizar nuevas obras de teatro, conciertos innovadores y ballets modernos, y así renovar sus inquietudes o encontrar inspiración. En ese momento, agentes de la KGB intentaron reclutarlo. Ante su desconcierto, le sugirieron que lo pensara.

Branev no entendió por qué lo habían escogido, pero entró en pánico. Y huyó hacia la parte occidental. Consiguió trabajo en un teatro. La preocupación no lo dejó en paz, porque su padre quería ser magistrado en Bulgaria y él no deseaba frenar su carrera.

Branev cayó en manos de la Stasi, policía secreta de Alemania oriental. Lo interrogaron. Y al final lo trasladaron a Sofía, donde fue encarcelado. Su caso no tenía carne ni para hacer sopa. Lo dejaron en libertad y comenzó a trabajar en un escritorio de abogados. Publicó relatos. Obtuvo reconocimiento nacional como escritor. El secretario general del Partido Comunista lo felicitó por escrito.

Hacia 1968 logró autorización para estudiar cine en Praga y se convirtió en testigo de las protestas estudiantiles que dieron la vuelta al mundo. Pero se mantuvo al margen, porque era un sospechoso habitual de los servicios secretos comunistas. Más tarde, emigró a Quebec, Canadá, y allí reside hasta hoy.

Ya en 2000 el comunismo es una nostalgia en Europa y Branev accede a su expediente. La versión corta tiene 700 páginas y la larga supera 2.000 folios. Es el reporte minucioso, obsesivo, de toda la gente que lo investigó por cerca de 50 años.

Quizás lo más doloroso para Branev es advertir el personaje indolente que fue y no ese osado aventurero que esperaban descubrir los agentes que lo vigilaban día y noche. Esa es su desgracia y la tristeza que atraviesa de alguna manera su libro.

Pero en la página 322 hay una revelación que vale la lectura de este libro. Branev explica que «emigrar era una apuesta por lo desconocido y habíamos decidido recurrir a los augurios». Lo describe también como el signo del embrutecimiento que provocó su desarraigo.

Branev se encuentra en un automóvil, con su esposa y su hijo pequeño. Atraviesan Austria y valoran la posibilidad de no regresar a Bulgaria. Huir para siempre.

En ese momento, mientras pasan por un campo de maíz, detienen el carro y bajan al niño. Le explican que están seguros de que él sabrá arreglárselas solo. Y se van.

El niño espera unos segundos, empieza a llorar y corre detrás del automóvil. Los padres se detienen, se bajan y le explican que era una broma. Lo habían usado de moneda de la suerte. Si él se quedaba quieto en la carretera, tomarían la decisión de exilarse en Austria. Si corría detrás de ellos, como lo hizo, volverían a Bulgaria.

En otra ocasión, una noche Branev se queda en el hotel Johannishof, emblemático edificio de Berlín donde dormían los funcionarios de la Stasi. Este espacio se privatizó en 1989, pero resultaba tan gris y deprimente como en el pasado.

En el restaurante tropieza con cuatro agentes que beben la resaca de la caída del comunismo.

Branev intenta retarlos con un brindis, pero apenas le sale un murmullo. En eso lo convirtieron mientras lo vigilaban. En un hombre que habla bajito. Cuando una persona vive demasiado tiempo en el totalitarismo, su voz se vuelve inaudible. Un apenas que no se oye.

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2 comentarios

  1. Excelente! No dejemos que nuestra voz sea inaudible: Gritemos ante la injusticia y la falsa democracia pero sin perder el rumbo, la cordura y sin caer en la provocación y la violencia.

  2. Excelente artículo! Eso es lo que quiere el gobierno intimidarnos, disminuirnos, callarnos, pero más de 7.500.000 murmullos suenan mas duro que el grito del ilegitimo. No todo el que grita miente, pero si todo el que miente grita. La forma mas fácil de demostrar debilidad, es escondiéndose detrás de la mentira y el poder.

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