Publicado en: El País
Por: Enrique Vila-Matas
Simon Leys, autor medio secreto que vive en Australia desde hace cuatro décadas, elabora una crónica intensa y mínima del hundimiento del Batavia en 1629 que revela cómo lo peor puede llegar después de las zozobras, las catástrofes y las crisis. Tras ellas, puede encontrarse al otro lado de la puerta algo aún ligeramente más infame: el tiempo del horror
Leí hace ocho años las escasas noventa páginas de Les naufragés du Batavia, de Simon Leys. Y recuerdo haber pensado, de entrada, que su breve Advertencia preliminar encajaría en la antología más exigente de prólogos mínimos de toda la historia. En cuanto al libro, me admiró por su sobria capacidad de síntesis y por las dosis de sabiduría extraña en cada línea. Releerlo en su reciente traducción al castellano me ha permitido reencontrarme con esta intensa y casi inverosímil (parece más bien un guion de Hollywood, pero lo asombroso es que todo ocurrió verdaderamente) crónica del más famoso naufragio del siglo XVII. Del naufragio y del estado de terror que siguió a éste. El del Batavia me parece el naufragio por excelencia, precisamente porque nos indica que las zozobras, crisis y catástrofes son eso, zozobras, crisis y catástrofes, pero lo peor puede venir después. En estos tiempos en los que con extraña constancia, sin el menor desfallecimiento, las noticias financieras de cada día se muestran ensimismadas en la ya casi complaciente descripción del naufragio general, bueno es recordar que no todo termina en una crisis recurrente y que a veces puede encontrarse al otro lado de la puerta algo aún ligeramente más infame: el tiempo del horror.
El hundimiento de este barco holandés se produjo en 1629 y
fue sin duda el desastre marítimo más sonado hasta el hundimiento del Titanic tres siglos después. El Batavia
chocó con un arrecife de los Houtman Abrolhos, a un centenar de
kilómetros mar adentro del continente australiano. Los casi trescientos
supervivientes del naufragio, refugiados en cuatro islotes, fueron
cayendo en los días siguientes bajo la tiranía de uno de ellos, un
psicópata llamado Cornelisz, amigo del pintor Torrentius (de quien se
conserva sólo un cuadro, una pintura que se encuentra en Ámsterdam y que
es de una perfección inquietante). El imprevisto tirano, ayudado por
algunos compinches de poca monta, se dedicó a instaurar un régimen de
terror y a masacrar a los otros náufragos de manera progresiva y
metódica. Meses más tarde, cuando ya había acabado con dos tercios de
sus infelices rehenes, vio interrumpida su criminalidad por la
inesperada aparición de una vela blanca en el horizonte, la providencial
llegada de un navío de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales,
empresa propietaria de la nave, un barco mandado desde Java para
auxiliar a los náufragos.
En los crímenes de Cornelisz se instaló desde el primer momento una
alucinante gratuidad, que no vino más que a confirmar que la
arbitrariedad misma constituye la esencia eficaz y sin apelación de todo
Terror. En el siglo pasado, nos dice Leys, nadie corroboró mejor esto
que los verdugos de Auschwitz que, al ser preguntados por los inocentes
que conducían a la muerte, respondían: “Para esto no hay un porqué”.
Simon Leys (Bruselas, 1935) seudónimo de Pierre Ryckmans, estudió en
la Universidad de Lovaina y luego se fue a Taiwán a estudiar literatura y
arte chinos. Desde los años setenta vive en Australia. Se le puede leer
con frecuencia en Le Magazine Littéraire y en The New York Review of Books,
y es uno de esos autores medio secretos que, de recibir algún día el
Premio Nobel, se convertiría en el clásico premiado que deja fuera de
juego a toda esa comunidad mediática internacional que apuesta todos los
años por los mismos e inconmovibles no laureados de siempre.
En su genial Advertencia preliminar de Los náufragos del Batavia
nos revela Leys que durante una infinidad de años estuvo preparándose a
fondo para escribir un libro sobre la mítica catástrofe y nos pregunta:
“¿Se os ha ocurrido una idea magnífica con la que soñáis escribir un
libro? No corráis en llevarla a la práctica; no hace falta, pues podéis
estar seguros de que, tarde o temprano, a algún otro se le ocurrirá la
misma idea… y hará de ella un uso perfecto”.
Durante 18 años Simon Leys acarició ese proyecto de escribir la historia de los náufragos del Batavia.
Coleccionó casi todo lo que se publicaba sobre el asunto; luego pasó
una temporada en las islas Houtman Abrolhos, emplazamiento del
naufragio; se alojó casualmente en la zona donde en el siglo XVII tuvo
lugar la masacre sistemática de náufragos y hasta vio el esqueleto de
alguno. A lo largo de los años continuó acumulando notas, pero sin
decidirse nunca a escribir la primera página de esa famosa obra en gestación que en la imaginación de sus amigos comenzó a adquirir poco a poco una dimensión mítica.
De tiempo en tiempo, se enteraba de que había salido un nuevo libro
sobre su asunto: “Me entraba un sudor frío, y corría a por ese libro
temblando. Pero no, no era más que una falsa alarma; no tardaba en darme
cuenta, con alivio, de que el autor había errado una vez más su
objetivo, lo que reforzaba mi falso sentimiento de seguridad”.
Hasta que un día apareció el libro de Mike Dash sobre el naufragio, un libro perfecto. Con La tragedia del Batavia
(Lumen, 2003), Dash dio en la diana y teóricamente no le quedó a Leys
ya nada que decir, por lo que guardó toda la documentación y notas
acumuladas a lo largo de 18 años y al final optó por publicar sólo las
casi noventa páginas de su “modesto” Los náufragos del Batavia con la única intención de que éstas “pudieran inspirar el deseo de leer el gran libro de Dash”.
Así pues, el libro de Leys es la crónica en la que explica por qué no
escribirá la novela sobre aquel naufragio maldito y siniestro. Me ha
recordado a Marcel Bénabou que en Por qué no he escrito ninguno de mis libros
dice saber muy bien cómo habría podido tratar todos los grandes temas a
los que renunció: “Habría disfrutado anegándolos en la abundancia, en
la exuberancia, en la opulencia y la profusión de un vocabulario
selecto, sin temor al exceso ni a la plétora, al desbordamiento ni a la
redundancia…”.
Casi contengo la risa cada vez que leo estos párrafos de Bénabou que
me hacen recordar al Eclesiastés: “Ten presente que hacer libros es una
tarea que no tiene fin y que mucho estudiar fatiga el cuerpo”.
Sin duda, la sabiduría china de Simon Leys le llevó a escribir este
modesto y mínimo libro a modo sólo de introducción al gran libro de
Dash, cuya lectura, dicho sea de paso, podemos retrasar todo el tiempo
que queramos después de haber leído la impresionante síntesis de la
historia que nos ofrece Leys, síntesis que parece corroborar la creencia
borgiana de que si una historia la podemos contar en pocas líneas no es
necesario que escribamos una novela entera.
No quiero ni imaginar lo que sería una síntesis, por ejemplo, de la
tetralogía de Ruiz Zafón. En manos del jíbaro Leys sería una obra de
arte. Y en fin. Estoy seguro de que nadie ya nunca podrá sintetizar
mejor en tan pocas páginas la historia de terror que siguió al naufragio
del buque holandés, una historia que hacia el final nos habla de esa
determinación desesperada que se apodera a veces de la gente honrada
cuando un agresor injusto les fuerza a batirse para defender su vida.
Quizás sea porque nos recuerda donde estamos, pero también el estado
general de terror en el que al menor descuido podríamos caer, el libro
de Leys parece estar ahí, a nuestra disposición, por si en algún momento
quisiéramos considerar que tiene algo de barco de Java, sobradamente
capaz de acudir a socorrernos con su vela blanca.
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Publicado en: El País
Por: Enrique Vila-Matas
Simon Leys, autor medio secreto que vive en Australia desde hace cuatro décadas, elabora una crónica intensa y mínima del hundimiento del Batavia en 1629 que revela cómo lo peor puede llegar después de las zozobras, las catástrofes y las crisis. Tras ellas, puede encontrarse al otro lado de la puerta algo aún ligeramente más infame: el tiempo del horror
Leí hace ocho años las escasas noventa páginas de Les naufragés du Batavia, de Simon Leys. Y recuerdo haber pensado, de entrada, que su breve Advertencia preliminar encajaría en la antología más exigente de prólogos mínimos de toda la historia. En cuanto al libro, me admiró por su sobria capacidad de síntesis y por las dosis de sabiduría extraña en cada línea. Releerlo en su reciente traducción al castellano me ha permitido reencontrarme con esta intensa y casi inverosímil (parece más bien un guion de Hollywood, pero lo asombroso es que todo ocurrió verdaderamente) crónica del más famoso naufragio del siglo XVII. Del naufragio y del estado de terror que siguió a éste. El del Batavia me parece el naufragio por excelencia, precisamente porque nos indica que las zozobras, crisis y catástrofes son eso, zozobras, crisis y catástrofes, pero lo peor puede venir después. En estos tiempos en los que con extraña constancia, sin el menor desfallecimiento, las noticias financieras de cada día se muestran ensimismadas en la ya casi complaciente descripción del naufragio general, bueno es recordar que no todo termina en una crisis recurrente y que a veces puede encontrarse al otro lado de la puerta algo aún ligeramente más infame: el tiempo del horror.
El hundimiento de este barco holandés se produjo en 1629 y
fue sin duda el desastre marítimo más sonado hasta el hundimiento del Titanic tres siglos después. El Batavia
chocó con un arrecife de los Houtman Abrolhos, a un centenar de
kilómetros mar adentro del continente australiano. Los casi trescientos
supervivientes del naufragio, refugiados en cuatro islotes, fueron
cayendo en los días siguientes bajo la tiranía de uno de ellos, un
psicópata llamado Cornelisz, amigo del pintor Torrentius (de quien se
conserva sólo un cuadro, una pintura que se encuentra en Ámsterdam y que
es de una perfección inquietante). El imprevisto tirano, ayudado por
algunos compinches de poca monta, se dedicó a instaurar un régimen de
terror y a masacrar a los otros náufragos de manera progresiva y
metódica. Meses más tarde, cuando ya había acabado con dos tercios de
sus infelices rehenes, vio interrumpida su criminalidad por la
inesperada aparición de una vela blanca en el horizonte, la providencial
llegada de un navío de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales,
empresa propietaria de la nave, un barco mandado desde Java para
auxiliar a los náufragos.
En los crímenes de Cornelisz se instaló desde el primer momento una
alucinante gratuidad, que no vino más que a confirmar que la
arbitrariedad misma constituye la esencia eficaz y sin apelación de todo
Terror. En el siglo pasado, nos dice Leys, nadie corroboró mejor esto
que los verdugos de Auschwitz que, al ser preguntados por los inocentes
que conducían a la muerte, respondían: "Para esto no hay un porqué".
Simon Leys (Bruselas, 1935) seudónimo de Pierre Ryckmans, estudió en
la Universidad de Lovaina y luego se fue a Taiwán a estudiar literatura y
arte chinos. Desde los años setenta vive en Australia. Se le puede leer
con frecuencia en Le Magazine Littéraire y en The New York Review of Books,
y es uno de esos autores medio secretos que, de recibir algún día el
Premio Nobel, se convertiría en el clásico premiado que deja fuera de
juego a toda esa comunidad mediática internacional que apuesta todos los
años por los mismos e inconmovibles no laureados de siempre.
En su genial Advertencia preliminar de Los náufragos del Batavia
nos revela Leys que durante una infinidad de años estuvo preparándose a
fondo para escribir un libro sobre la mítica catástrofe y nos pregunta:
"¿Se os ha ocurrido una idea magnífica con la que soñáis escribir un
libro? No corráis en llevarla a la práctica; no hace falta, pues podéis
estar seguros de que, tarde o temprano, a algún otro se le ocurrirá la
misma idea... y hará de ella un uso perfecto".
Durante 18 años Simon Leys acarició ese proyecto de escribir la historia de los náufragos del Batavia.
Coleccionó casi todo lo que se publicaba sobre el asunto; luego pasó
una temporada en las islas Houtman Abrolhos, emplazamiento del
naufragio; se alojó casualmente en la zona donde en el siglo XVII tuvo
lugar la masacre sistemática de náufragos y hasta vio el esqueleto de
alguno. A lo largo de los años continuó acumulando notas, pero sin
decidirse nunca a escribir la primera página de esa famosa obra en gestación que en la imaginación de sus amigos comenzó a adquirir poco a poco una dimensión mítica.
De tiempo en tiempo, se enteraba de que había salido un nuevo libro
sobre su asunto: "Me entraba un sudor frío, y corría a por ese libro
temblando. Pero no, no era más que una falsa alarma; no tardaba en darme
cuenta, con alivio, de que el autor había errado una vez más su
objetivo, lo que reforzaba mi falso sentimiento de seguridad".
Hasta que un día apareció el libro de Mike Dash sobre el naufragio, un libro perfecto. Con La tragedia del Batavia
(Lumen, 2003), Dash dio en la diana y teóricamente no le quedó a Leys
ya nada que decir, por lo que guardó toda la documentación y notas
acumuladas a lo largo de 18 años y al final optó por publicar sólo las
casi noventa páginas de su "modesto" Los náufragos del Batavia con la única intención de que éstas "pudieran inspirar el deseo de leer el gran libro de Dash".
Así pues, el libro de Leys es la crónica en la que explica por qué no
escribirá la novela sobre aquel naufragio maldito y siniestro. Me ha
recordado a Marcel Bénabou que en Por qué no he escrito ninguno de mis libros
dice saber muy bien cómo habría podido tratar todos los grandes temas a
los que renunció: "Habría disfrutado anegándolos en la abundancia, en
la exuberancia, en la opulencia y la profusión de un vocabulario
selecto, sin temor al exceso ni a la plétora, al desbordamiento ni a la
redundancia...".
Casi contengo la risa cada vez que leo estos párrafos de Bénabou que
me hacen recordar al Eclesiastés: "Ten presente que hacer libros es una
tarea que no tiene fin y que mucho estudiar fatiga el cuerpo".
Sin duda, la sabiduría china de Simon Leys le llevó a escribir este
modesto y mínimo libro a modo sólo de introducción al gran libro de
Dash, cuya lectura, dicho sea de paso, podemos retrasar todo el tiempo
que queramos después de haber leído la impresionante síntesis de la
historia que nos ofrece Leys, síntesis que parece corroborar la creencia
borgiana de que si una historia la podemos contar en pocas líneas no es
necesario que escribamos una novela entera.
No quiero ni imaginar lo que sería una síntesis, por ejemplo, de la
tetralogía de Ruiz Zafón. En manos del jíbaro Leys sería una obra de
arte. Y en fin. Estoy seguro de que nadie ya nunca podrá sintetizar
mejor en tan pocas páginas la historia de terror que siguió al naufragio
del buque holandés, una historia que hacia el final nos habla de esa
determinación desesperada que se apodera a veces de la gente honrada
cuando un agresor injusto les fuerza a batirse para defender su vida.
Quizás sea porque nos recuerda donde estamos, pero también el estado
general de terror en el que al menor descuido podríamos caer, el libro
de Leys parece estar ahí, a nuestra disposición, por si en algún momento
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