Anatomía de un instante vernáculo

Apenas comenzaba todo. Los poderes todavía gozaban de independencia, pero ya Chávez, como bien apunta Olavarría, los había amenazado directamente. En el presídium, junto al Presidente, estaban Luis Alfonzo Dávila, coronel retirado y Presidente del Congreso, entonces bicameral, y el muy joven Henrique Capriles Radonski, electo en las planchas de Copei, Presidente de Diputados. Dávila terminó en acérrimo opositor de su entonces defendido Chávez, y de Capriles ya conocemos la historia. Chávez, enfermo de muerte, en la última vez que se enfrentaron en campaña electoral, llegó a la calificarlo como la Nada; sin duda, puso su mayor empeño en desaparecerlo y no sólo en el terreno político, casi lo logra. En el otro extremo estaba Cecilia Sosa Gómez, entonces Presidente de la (todavía para ese momento) Corte Suprema de Justicia, quien, en un acto absurdo de ¿indignación?, ¿malacrianza?, ¿exhibicionismo? decidió abandonar el hemiciclo a la vez que Dávila reclamaba enfáticamente al orador Olavarría los “insultos” al Presidente de la República. Meses más tarde, la doctora Sosa complacería al futuro dictador allanándole el camino para su constituyente que devino en tobogán al abismo. El zafarrancho ocurrió durante estos trances, la señora que se va, el coronel que reclama, un diputado desconocido que grita, confusión generalizada… y hasta allí llega el video que a dieciocho años de distancia contemplamos.

No recuerdo muy bien qué ocurrió después; me refiero al después de aquella sesión solemne de ese 5 de julio de 1999. Pero sí recuerdo muy bien el largo, cruel y pesaroso después que nos ha atraído por estos casi diecinueve años de miseria, derrota y destrucción. Sin duda, fue el discurso más importante que durante su larga vida de parlamentario diera Jorge Olavarría. Discurso premonitorio que, desgraciadamente, se cumplió a cabalidad en sus peores alertas. Y las desoímos todas. En 1999 todavía había país –ingenuo, suicida, irresponsable-, pero hoy de esas magras cuatro letras ya poco queda. Nos gobierna el heredero del gran destructor, quien en la cuenta que lo condena se anota el dudoso mérito de haber convertido a su mentor en niño de pecho en lo que a crueldad social, aniquilamiento de la democracia y violación de todos los derechos humanos se refiere. El horizonte se nos achica, como el porvenir, y para el grueso de los venezolanos –de todas las edades y estratos sociales- la huida, el salto al vacío del exilio se asoma como única posible sobrevivencia.

Pero regresemos a aquella tarde de 1999. Chávez, cuando Olavarría le da más fuelle a su encendido discurso, agarra un bolígrafo y disimula garabateando algo inútil con su zurda torcida. Pero el recurso no resulta. Apela, entonces, a un librito. Salmos protectores, pensaría quizá alguna chavista devota. No. ¡Qué va! Se trataba del último regalo de su todavía esposa, la ocurrente María Isabel Rodríguez: “El oráculo del guerrero”. Chávez se refugia en sus frases con más fe que un creyente en los salmos. Pasa las páginas impaciente, fingiendo hasta donde puede una calma que no posee. El guerrero esto, el guerrero lo otro. Y respira hondo. El video lo muestra nítidamente. En la angustia del trance, se le acerca el general Raúl Salazar, entonces Ministro de la Defensa. Quizá para ofrecerle una toalla, tal vez un vaso de agua. Lo cierto es que Chávez le da instrucciones mientras señala con su dedo índice hacia donde está el orador. ¡Qué momento! El hoy general retirado y también férreo opositor antichavista, podría revelarnos cuáles fueron esas órdenes impartidas en circunstancias tan incómodas. Pero a lo mejor nunca se cumplieron, y seguramente ya no importan. Como tampoco importa “El oráculo del guerrero”, sobre todo después de que Boris Izaguirre lo revelara como un librito de consejos y máximas homosexuales para homosexuales.

Lo que sí me resultó novedoso, viendo el video dieciocho años después, es lo ocurrido con la banda presidencial que, desde el hombro y hasta el abdomen, cruzaba el pecho del presidente. Ésta, tan pronto se desató el caos en la accidentada sesión, empezó a resbalarse por el hombro presidencial. Caprichos de la seda, quizá, pero lucía autónoma, independiente. Sin duda, nadie la estaba jalando hacia abajo. No hay prestidigitación posible en estos casos. ¡Vaya metáfora! La banda presidencial, todo el símbolo del poder constitucional, bajaba como ruborizada o desentendida por el brazo del cuestionado Chávez mientras el orador arreciaba su andanada. Algo, en ese instante, en circunstancia de curioso simbolismo, estaba despojando a Chávez de todo su poder e investidura. Y éste ni se percataba. El orador disparaba argumentos demoledores, incuestionables, en el mejor escenario posible: el Congreso Nacional, centro máximo del poder popular. Y en la más importante de nuestras fechas patrias: el día de la república. Hasta que llegó el instante único, impensable, en el que la banda presidencial desapareció por completo, y el Presidente dejó de serlo para volverse solo uno más, otro enfluxado cualquiera y anónimo sin mayor poder ni privilegio. Pero, atónitos, desconcertados y quizá también cobardes, decidimos desentendernos y mirar para otro lado. El instante, como otros cuantos que vendrían después, fue desperdiciado.

 

Jorge Olvarría – Congreso 5 de Julio de 1999

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