A la deriva

Por: Alberto Barrera Tyszka

El tipo no sabe manejar. Mete el freno cuando no debe, acelera en el peor momento, no tiene control del volante, se atora cada dos segundos con la caja de cambios de velocidad. Aparte, también tiene otros problemas graves. Va en reversa cuando debe avanzar, se lanza a contramano y no le importa, no respeta ni un semáforo, trae el autobús totalmente abollado. Lleva siete meses detrás del volante y ya las estadísticas son alarmantes. Va de accidente en accidente y de abismo en abismo. Conduce como si la fatalidad fuera una meta.

Pero el tipo dice que no. Dice que es mentira. Que es pura paja. Que la culpa no es suya. Que todos los otros conductores la tienen cogida con él. Que lo atacan, que lo embisten, que no lo dejan manejar en paz. Asegura que la culpa también es de las leyes de tránsito. Que están mal hechas. Que no sirven para nada. Después de mucho ajetreo, y a través de trampas, argucias, y complicidades, el tipo por fin logra que le permitan manejar de la manera que él quiera; le dan la posibilidad de cambiar las señales, de prohibir la existencia de otros automóviles, de quitar y poner calles o aceras, de controlar todos los fiscales… El tipo sigue siendo un desastre. Maneja cada vez peor. Pero él cree que se ve menos. Que casi no se nota.

Al menos, por ahora.

La habilitante es un espejismo.

Promueven la fantasía de que el país puede ser un mall eternamente en oferta. Resucitan el viejo sueño del país rico donde no hace falta trabajar sino saber consumir. Maquillan la inflación para ver si pueden llegar a salvo al 8 de diciembre. Desde el Estado, han lanzado una campaña electoral eficaz. Si quieres comprar barato, vota por nosotros. La habilitante es un espejismo perversamente fraguado.

Le otorga un sentido al absurdo.

Hay que guardar todas las declaraciones de todos los funcionarios, denunciando «la guerra económica», hablando como si la autoproclamada «revolución» hubiera empezado ayer.

Después de 15 años y de miles de millones de dólares, ningún gobierno es una víctima.

Pero la habilitante también es un poder real. Consolida la posibilidad de implementar procedimientos de control y de censura. Mientras fluye el espejismo consumista, el gobierno afi na su aparato represivo. No en balde, según una nota aparecida el miércoles de esta semana en este periódico, el texto defi nitivo de la ley incluyó una atribución que no aparecía en el proyecto original que llevó Maduro a la Asamblea Nacional. La ley aprobada le otorga al presidente capacidad para «dictar normas que sancionen las acciones que atentan contra la seguridad y defensa de la nación, las instituciones del Estado, los poderes públicos y la prestación de los servicios públicos indispensables para el desarrollo y la calidad de vida del pueblo». Es tan amplio que cabe todo. Podría, por ejemplo, establecer una norma que penalice con dos años de cárcel a cualquier ciudadano que atente contra la seguridad del país al pronunciar las palabras «dólar paralelo». ¿Por qué no? Guerra es guerra. Sujétate la lengua.

Día a día se hace más evidente: no pueden gobernar con democracia. No saben cómo lidiar con ella. La consecuencia natural de la falta de carisma es el autoritarismo. El chavismo y la pluralidad son cada vez más excluyentes. Y todos ellos saben que la realidad, cruda y dura, sigue ahí, detrás del espejismo. La crisis no se muda tan fácilmente. La economía es un zamuro grande que está todo el día flotando junto al oído de Maduro, susurrándole: «Te espero en la bajadita». Las conspiraciones también se gastan.

La gente sabe descubrir las promociones engañosas. Los números del presupuesto familiar suelen tener poca paciencia. ¿Qué pasará en Venezuela cuando al gobierno se le acaben las excusas, cuando exista una profunda escasez de enemigos? Maduro tiene un ay en el horizonte.

Siempre creímos que no había nada peor que el poder absoluto, concentrado en pocas manos. Ahora sabemos que estábamos equivocados. Mucho peor, mucho más trágico, es el poder absoluto y desesperado. El poder histérico. A la deriva.

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