Breve historia universal (chimba) del radicalismo – Jean Maninat

Por: Jean Maninat

El radicalismo en política es tan remoto como la Biblia en sus dos entregas: el antiguo y nuevo testamento. En ambos relatos, aparecen los enfebrecidos partidarios del fast track, de la salida expedita, para acabar con los opresores sean estos egipcios, seléucidas o romanos. La secta de los zelotas era fieramente libertaria e implacable con sus enemigos: los que pensaran diferente. Cuenta la leyenda que Judas Iscariote habría pertenecido a la estricta y violenta camarilla y de allí su reconcomio con el Mesías pacifista, Jesús de Nazaret. El ajuste de cuentas se saldó con treinta monedas de plata.

A la larga, la visión blandengue del Nazareno se convertiría en religión oficial del Imperio Romano, confinando a las demás sectas a penar en medio de la indiferencia creciente de las masas populares entre cabras y pedruscos. A la sombra del éxito del cristianismo, se desprenderían toda suerte de sectas radicales con la misión de interpretar “correctamente” las enseñanzas del Cristo y protegerlas de la corrupción del mundanal ruido.

En medio del fasto enloquecido de los Papas del Renacimiento, en los vericuetos de Roma, pululaban vendedores de milagros, traficantes de astillas de la Santa Cruz, de hilachas del Santo Sudario, autodesignados emisarios para salvar el alma de los descarriados de la verdad divina a sangre y fuego. En la culta Florencia, Savonarola amenazaba con el infierno a los descarriados florentinos por colaboradores del papado y sus lacayos Médici.

Siglos después, Dostoyevsky –en su novela Los demonios– se encargaría de desmenuzar el alma de un militante anarquista, quien enceguecido por su furor revolucionario, mata a un compañero de célula clandestina por diferencias ideológicas. La historia era real y el doctrinario asesino respondía al nombre de Serguéi Necháyev, y su víctima, Iván Ivanov, un estudiante idealista de vacilantes convicciones políticas.

Lenin, en su panfleto, El izquierdismo, la enfermedad infantil del comunismo, retrató la comezón radical de los grupos ultraizquierdistas –fundamentalmente urbanos y bien educados– impacientes por tomar el poder cuanto antes. El genio malévolo de Ilich lo logró –para desgracia de la humanidad– en el momento apropiado.

Pero –disculpen, el artículo va algo sombrío– no todo es pesadumbre y caras largas en el mundo radical. Los hay también alegres y desparpajados, sofisticados y frívolos, exquisitos hasta el punto de tener conciencia social. Tom Wolfe los disecciona deliciosamente en su ensayo, Radical Chic: that party at Lenny’s, tomando como pretexto una cena que ofrece el gran director y compositor Leonard Bernstein en su apartamento de la Gran Manzana, para recoger fondos entre sus amigos –los más granados socialites de la ciudad– en beneficio del partido Pantera Negra, el grupo que proclamaba la revolución violenta de los afroamericanos. (Se agradece notar la corrección política).

Y nosotros, pobres nosotros, no podíamos quedarnos atrás, por parejeros. Tenemos los nuestros, el Radical Express, expertos en fabricar espejismos inmediatos, en inventar organizaciones que duran lo que el alquiler del recinto donde anuncian su creación, en hacer desfiles de moda con la bandera en la Plaza Brión, en  producir decretos donde deciden que el régimen cayó y que la oposición democrática claudicó. Llaman a la insurrección popular mientras verifican si salieron en Hola junto a la Preysler, y claman por una invasión de los marines con ofrenda femenina autóctona incluida.

Los radicales son lo más pueril de cada provincia, nos dice el historiador romano Lucio Celio Antipatro, en su compendio, Cosas inútiles del imperio, no sin cierta parcializada antipatía hacia tan exigente y sacrificado conglomerado ciudadano.

@jeanmaninat

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