¿Calle sin salida?

Por: Jean Maninat

  El 17 de diciembre de 2010, Tariq Tayyiv Mohamed Bouazizi, trabajador informal, recorre las calles de Sidi Bouzid -una localidad de la capital de Túnez, en el Magreb norafricano- desplazando un carro con verduras y frutas con el que desde los diez años se gana la vida y la de su familia. Es uno más de los miles de vendedores ambulantes que recorren las angostas y atestadas calles de la ciudad ofreciendo sus mercancías. Granos, dátiles, higos, granadas, filamentos de azafrán, cortezas, menta, hierbabuena, flores de azahar, naranjas y limones, deambulan por los vericuetos urbanos, o son expuestos a la venta en los zocos del país, coloreando todo con aromas milenarias. Un policía detiene a Mohamed, le pide el permiso que no suelen tener los informales, le confisca su medio de vida y lo abofetea y humilla en plena vía pública. En protesta, Tariq Tayyiv Mohamed Bouazizi, vendedor ambulante, se prende fuego y da inicio, sin saberlo, a la primavera árabe que se llevaría consigo a los gobiernos antidemocráticos de Túnez, Libia y Egipto. Un gesto imprevisto prendió la chispa de la libertad, como tantas veces en la historia de la humanidad. Sólo que siempre ha hecho falta quien esté dispuesto a inmolarse.

  Tomar la calle es, que duda cabe, un derecho democrático para manifestar desacuerdos y acuerdos; para reforzar peticiones políticas y adversar iniciativas gubernamentales, o para hacer valer un derecho conculcado. Es cosa seria que no admite ser tomada a la ligera, convertirla en jingle preelectoral a destiempo, en una argucia para reclamar un liderazgo del que se piensa, con razón y sin ella, que se tiene sobrado derecho. Por las consecuencias que conlleva llamar a «Tomar la Calle» -así, con mayúsculas épicas- es una de las decisiones de mayor envergadura que puede tomar un equipo político; sobre todo si se hace en un país dividido en dos toletes y gobernado por un grupo de herederos que ha demostrado no tener el menor escrúpulo para mantenerse enchufado en el gobierno, cueste lo que cueste, como es el nuestro.

   Si hablamos de «tomar la calle» -con minúsculas ciudadanas- es otro el animal al que nos referimos. Si los gobernadores y los alcaldes de la oposición patean el pavimento para iniciar o celebrar la finalización de las obras prometidas a todos a quienes sirven; si los diputados nacionales y regionales desandan las avenidas de sus circunscripciones para mostrar las iniciativas que han presentado -aún con la adversidad extrema que se sufre en la Asamblea Nacional- a favor de sus habitantes; si los artistas y creadores presentan sus espectáculos, de cuando en vez, en las aceras de las ciudades; si se reparten volantes en las plazas públicas y en los automercados; si se compran unos jurásicos atomizadores para alegrar con grafitos contestatarios los muros de los barrios y las urbanizaciones; si los gremios y sindicatos salen a manifestar su inconformidad con la situación que los atañe, si regresamos o nos embarcamos en el arduo oficio de hacer política colectiva: entonces «la calle» -con minúsculas ciudadanas- será un potente instrumento de lucha en un momento no electoral.

   Pero si seguimos fabulando simulacros, convocando a batallas que sólo se dan en Twitterlandia y dando rienda suelta a la emoción y a la frustración -justamente almacenadas- haremos grandes catarsis, nos sentiremos más alivianados, y habremos puesto en peligro mucho de lo que se ha logrado sin que la situación cambie sustancialmente.

  No basta con reiterar que una mitad del país adversa a quienes detentan el poder en un sinfín de concentraciones, unas más robustas que las otras. Protestar permanentemente contra el gobierno, contra quien se aposenta en Miraflores, por más justo que sea, sólo convoca a quienes así lo sienten. La otra parte, la que dubita, la que sopesa, la que espera propuestas para salir de los problemas, no se siente concernida. Combatir a un gobierno que utiliza la democracia para mermarla, que cuenta con recursos financieros importantes y con un apoyo popular todavía significativo requiere de algo más inteligente que un «agárrame que lo mato».

  La unidad de las fuerzas opositoras ha sido labrada con esfuerzo, sacrificio y tesón. Sería un crimen ofrendarla a una reyerta cacofónica entre quienes ayudaron a construirla. Mantener la unidad para actuar es primordial, y ese gesto galvanizaría a la gente más que cientos de convocatorias particulares. ¿Qué tal si la marcha del 12 de febrero se convoca sobre un único tema puntual y doloroso para todos: la inseguridad que está drenando al país de vidas y ahuyentando a nuestra juventud hacia el exterior? Ese sí es un tema épico que va más allá de las trincheras que nos ocupan y puede atraer gente de otras sensibilidades. Salir a la calle a gritar consignas contra el gobierno y contra Cuba, entre convencidos, al final se convierte en una liturgia inútil.

   Las calles nos deparan sorpresas: por ejemplo, que súbitamente no tengan salida.

 @jeanmaninat

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