De pantanos y equilibrios – Mibelis Acevedo Donís

Publicado en: El Universal

Por: Mibelis Acevedo Donís

Mibelis Acevedo

Tildado por algunos severos críticos como “anodino” por carecer, presuntamente, de filiación ideológica; tachado de cómodo e “inmovilista”, de vivir lejos de la “confrontación brutal” que, según también se presume, entraña la política; de oportunista y sujeto “a las decisiones de otros”, como suelta Ferrater Mora; visto como espacio de “descompromiso” con posiciones que impliquen algún grado de participación con los extremos, a decir de Rodríguez Kauth. No, la opinión no ha sido justa con el centro político. 

Durante la Revolución Francesa y para el momento en que la Convención Termidoriana impone su reacción al reinado del Terror, ese centro heterogéneo y mayoritario sentado en el área llana de la “Salle du Manège”, situado entre la derecha representada por la Gironda y los bancos ocupados por la izquierda encrespada de cordeliers y jacobinos de “la Montaña”, fue conocido como “Le Marais”, “El pantano”. A los del Pantano, precisamente, incumbió una movida crucial en la Convención, el retiro del apoyo al “incorruptible”, el asceta, el monstruoso Robespierre; evento que marcará el cese del radicalismo montañés y el viraje hacia la moderación. 

Defensores de la idea de unión de todos los republicanos y afines a las conquistas de la revolución, como el propio abate Sieyès, no se libraron sin embargo del acre bautizo de sus detractores: eran los “crapauds du Marais”, sapos del Pantano. La moderación, asociada más bien al conservadurismo y al apaciguamiento, difícilmente podía verse como virtud en época azuzada por la ebullición jacobina, por el convencimiento rousseauniano de que había en la revolución una fuerza moral que sojuzgaba a la política, por la creencia de que el cambio debía ser tajante y sin miramientos. Un frenesí que, de paso, la historia registra con sangre en vez de tinta. 

Del derrotero de un centro vilipendiado por extremos excluyentes y en disputa irracional por el poder (durante la revolución bolchevique, Lenin tildó a los de centro de “ruedecilla” de vacilantes y los confinó retóricamente a “La charca”) es difícil librarse incluso hoy. Llega un punto en que la brega existencial abrazada por fuerzas ubicadas en los polos -esclavas de la tensión que arrastra al desequilibrio endémico- lleva a ver en la pluralidad una enemiga. Es el anticipo del verdadero pantano. 

Es un hecho que la lógica amigo-enemigo desvirtúa la lucha agonal. En esa disputa entre rivales cuyas identidades buscan excluirse mutuamente, opera entonces una repetición de métodos, la obra del speculum invertido. La necesidad de purificar rasgos para diferenciarse del opuesto empieza a forcejear con lo disímil e “indefinido”, con la zona gris y por tanto “sospechosa”… ¡Ah! Justo el lugar donde la política, en tanto ejercicio de conciliación de lo inconciliable, gana cuerpo. 

He allí el infeliz sino de los tiempos de revolución en Venezuela: la reducción de la lucha política al afán por imponerse sobre el otro, la asfixia del centro. La chapucera interpretación de la “receta” dialéctica –ese duelo entre tesis y antítesis del cual surgirá una síntesis capaz de anular la contradicción- nos ha condenado a infiernos donde el natural conflicto se percibe como anomalía. Penosamente, sobre esa cultura de la aniquilación se levantó una generación de políticos que, aún pinchada por la bonhomía del mito democrático, no se salva del referente y su perversión. Sobre ellos pesa el barrunto de que la lucha por el poder no se distingue del uso de la fuerza y la amenaza, la cólera y su consecuente desagravio, la apuesta al garrote y la rendición, una concepción trágica de lo político donde necesariamente hay ganadores y perdedores absolutos. Es tarea imbuida de ardor, voluntad de poder y ética guerrera; Machtpolitik, como apunta Carlos Raúl Hernández. 

Puesto que el tiempo profundiza la torcedura, urge librarse cuanto antes de ella. De allí la importancia de fortalecer un centro sanador y despolarizante que, lejos de mostrar ambigüedad o blandura, se planta en medio del fuego cruzado para asumir beligerante antagonismo con dos extremos agusanados por la irracionalidad y el binarismo más recalcitrante. El centro en este caso no aspira a eliminar la contradicción, sí a gestionarla de forma realista y pragmática a favor del logro de equilibrios. Hay aquí un deber insoslayable, el de superar la impotencia que surge de la “lícita” violación de los principios de la política. 

¿Cómo hacer de la política un principio sólido en tiempos de desbordado “vale todo” y cabezazos contra la pared? Todo sugiere que ante un espacio público vaciado de contenido hay que insistir en la vigorosa deliberación. No poca cosa ha logrado esa crítica centralidad a la que algunos atribuyen “quietismo”. La presión a favor de una realidad que desactiva los delirios extremistas estaría perfilando una posibilidad: consensos mínimos, elecciones libres, solución pacífica a la crisis. Sospechamos, sí, que tras las declaraciones de Abrams, esa apuesta a la mesura ya no luce tan pantanosa. 

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