Después de mí, el diluvio

Por: Jean Maninat

  En un sistema democrático solvente, con sus tareas hechas con clara escritura, con una institucionalidad aireada por una división efectiva de poderes, y un sistema electoral eficiente, estar en la oposición es parte consustancial al juego político.

Es, si se quiere, el aprendizaje necesario para ser gobierno cuando llegue la ocasión. Un sistema político sin partidos, que hagan oposición, es como una banda de rock sin amplificadores. Voces y cuerpos que gesticulan en silencio.

Tomar partido, en libertad, le costó a la humanidad siglos de aprendizaje, de vasallaje y rebelión, antes de que se hiciera realidad en el acto inconmensurable de votar y decidir los destinos de una nación.

(Las mujeres, por ejemplo, tuvieron que pelear ese derecho ciudadano fundamental que los hombres suponían consustancial a su condición. Las llamadas sufragistas, rompieron el corsé que les afinaba el talle y su capacidad para participar en el diseño de sus sociedades).

Nuestro país ostentó por décadas una alternancia democrática que, con lo bueno y lo malo, fue única en el continente. Tuvimos partidos de oposición, que después formaron parte del Gobierno, en base al tesón político de sus dirigentes. A otros, el empecinamiento en el error les otorgó la condición crónica de ser opositores. Unos y otros crearon esa amalgama política que una vez fue ejemplo democrático en el mundo.

Los que alguna vez apostaron por el quiebre de la institucionalidad democrática en los años sesenta, se incorporaron al sistema democrático con propuestas novedosas que nutrieron la medula ósea del sistema político, a partir de opciones, avant garde, que recién se vislumbraban en realidades más desarrolladas que la nuestra. Su contribución no ha sido todavía lo suficientemente valorada.

El PRI gobernó en México setenta interminables años, perdió, y regresó al poder, renovado, tras doce años de oposición. El PT brasileño, de la mano de Lula, fue mutando a medida que conquistaba alcaldías y gobernaciones hasta llegar a la Presidencia. La travesía en el desierto requiere dejar en las arenas los pesados fardos con los que se adentraron en él.

Socialistas y conservadores; republicanos y monárquicos; magallaneros y caraquistas, encuentran en el diálogo, a veces ríspido, pero siempre democrático, la tarea babélica de entenderse hablando dialectos diferentes. Solo los solos persisten en el soliloquio que los encumbra en el despeñadero.

En la óptica del autoritarismo mesiánico la alternancia democrática es sustituida por el «proceso» concebido como una autopista hegemónica donde cada cierto tiempo hay que pagar el peaje de una elección para ganarla. Por eso, la posibilidad de perder y pasar a ser oposición, algo consustancial a la democracia, se torna en un cataclismo vital para el caudillo omnipotente. Después de mí, el diluvio, ha fabulado siempre el delirio absolutista.

Recurrir a los fantasmas de una guerra civil, llamar a un encontronazo de clases, a una inmersión en la lucha fraticida, es un recurso desesperado que a nadie entusiasma y a todos espanta. Demasiadas balas puntean las páginas de sucesos de nuestros diarios para arrendarle la ganancia.

Los jerarcas del oficialismo empiezan a comprenderlo. Un partido sustentable no se construye sobre la base de un líder único, no hay que haber leído mucho, basta sentir el escalofrío de un desdén, o la alegría de un reconocimiento al desgaire, para saber que todo depende del humor del jefe y poco del esfuerzo realizado para complacerlo. Chocando contra el contorno de la pecera, cada vez se alborotan menos con las migajas que les avienta el dueño.

La duda acoquina: los hijos retozan o se gradúan; hacen su primer viaje a Europa; visten marcas con nombres anglosajones; ven los canales de televisión prepagos; preguntan y cuestionan, como en todos los hogares del mundo. ¿Valdrá la pena la pira redentora que nos promete el comandante? Se preguntan los padres mientras se desvisten de sus atuendos rojos.

El oficialismo tendrá que prepararse para hacer oposición y convivir democráticamente. Y así lo hará. Nerón no incendiará Roma.

@jeanmaninat

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