El deseo en el laberinto – Mibelis Acevedo Donís

Publicado en: El Universal

Por: Mibelis Acevedo Donís

Sostiene el budismo que la extinción del sufrimiento depende de suprimir el deseo, de desbrozar el alma de apegos. Vivir sin desear, sin embargo, luce como una aspiración prácticamente incompatible con la naturaleza humana. Al respecto, Freud acude para darnos luces: en suerte de ineludible arreglo con la pulsión de muerte, la pulsión de vida –identificada tempranamente con la libido, la energía psíquica, el “yo deseo”– invita a la autoconservación, da piso a la existencia, entendida primero como vida biológica; aunque no sólo vida biológica, como también vislumbraría Jung. Ambas pulsiones, las que alientan ErosTánatos, son fuentes generadoras de deseos que se interpelan y nos retan, que azuzan la voluntad o la refrenan, en una intensa dialéctica de la que no podemos sustraernos.

Somos seres deseantes, sí: hombre y deseo integran una dupla que difícilmente pueda desanudarse. Y es el deseo, la tenaz búsqueda de su satisfacción lo que, para bien y para mal, planta su decidida tiranía en nuestras vidas. Pero veamos, incluso, más allá de lo individual: eso lleva a ubicarnos en espacios de interacción donde la procura del placer se enfoca en trajinar con lo inmediato, por ejemplo, a contramano de aquellos que exigen negociar un amplio, constante y racional acomodo de nuestro deseo en relación con el de otros.
En el ámbito privado, el reino de la necesidad, ese pulso entre el básico apetito y la consecución del objeto que lo alivie quizás sea trámite menos intrincado. La dinámica de la esfera doméstica, en tanto marcada por el imperativo de garantizar el sustento para la vida, plantea una meta esencial: sobrevivir. No en balde Hannah Arendt confina a esa esfera el “Yo”biológico y psicológico; allí donde el impulso, la pasión, el sentimiento y la emoción encuentran refugio idóneo. Allí, donde el “yo deseo” nos delata, donde se le gestiona y contiene de forma indiferenciada. No ocurre otro tanto, claro, con la esfera pública, lugar donde respira la política.
Sobre la base de la pluralidad de esos hombres libres que concurren a la polis, podría decirse que la esfera pública obliga a organizar el deseo privado y lo transforma en expectativa redimensionada por lo colectivo. Ello no significa mutilar la pasión implícita en él, por supuesto, no supone exterminarla, pero sí darle un nuevo y más vasto sentido. Así, cuando la realidad del otro delimita conscientemente el propio impulso, la finitud de nuestros apetitos se vuelve una nítida certeza; es una ganancia entonces comprender que sólo hablando y actuando concertadamente, esas divergencias propias de la lucha agonal, los bríos de los muchos “yo deseantes” pueden ser aprovechados.
Pero, ¿qué pasa cuando un deseo sin traílla asalta el ámbito público? ¿Qué ocurre cuando el principio de realidad que compensa el principio de placer deja de señalar cauces y procurar equilibrios; cuando la irracional tentación por salir del curso preestablecido -el de-lirare– colapsa el entendimiento?
No hace falta mucha imaginación para adivinarlo. La de Venezuela es fotografía de esa intrusión de la lógica de lo privado en el espacio de lo público. En desmedro de la oportunidad para contactar con esa realidad “que proviene de ser visto y oído por los demás” (Arendt), la arena política es acaparada por el oscuro conflicto de las almas. Una distorsión que, gracias al pathos autoritario de Chávez, se impuso desde el poder y se esparció como un virus en el resto de la sociedad.
Inermes ante el deseo que no se cura ni se sacia si no hay forma de advertir el coto de lo real, parece que la desesperación lleva a creer que es preferible abrazar la fe ciega, sumergirnos en la elipsis y así evitar la desazón que supone hacer política. Pero es Tánatos quien acecha: no nos engañemos. En vez de organizarnos desde lo modesto y para lo posible, algunos optan por entrever milagros en otro dead-line, uno que providencialmente ahorrará sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas y conjurará la excepcional bête noire que nos acogota. Como a uróborosadictos al espejismo, ahora el 10-E brinda nueva excusa para mordernos la cola, para desactivarnos electoralmente, para sortear la responsabilidad.
La visión de un famélico Tántalo, hundido hasta el cuello en el agua que se le vuelve esquiva, sometido al pinchazo de la fruta que se aleja de su boca, nos recuerda no obstante lo que es estar expuesto a la eterna tentación sin goce ni resolución. Pasar de ser sujetos deseantes, plenos de potencia y voluntad, a tornadizas víctimas de las ganas que nos desangran sin ton ni son, podría acabar dilapidando esas candelas tan necesarias para gestar lo nuevo. Nada hay tan peligroso como la crónica desconexión en tiempos de cólera, nada tan políticamente inútil. Ante ese paisaje, lo que cabe es enfrentar el dolor, ajustar la expectativa; aferrarse al hilo cierto que lanza la política, gestora de deseos, dice Remo Bodei. Los laberintos están a la orden del día, y los más intrincados son los que armamos a punta de frustraciones.

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