El día que Medellín fue Madonna

Por: Leonardo Padrón

   Nunca en mi vida he comprado un solo disco de Madonna. Y aquí estoy, montado en un avión, rumbo a su música. Y también a Medellín. Una, la reina profana de la cultura pop. Otra, la comarca mítica de la violencia colombiana. Aún no entiendo qué me hace volar más de mil kilómetros para ver un concierto que nunca estaría en mis prioridades. Pero en un viaje lo que menos importa es la causa que lo origina.

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    Ya en Antioquia, el taxista me traslada por una carretera que parece el rastro de una serpiente. Un cartel reza: “Bienvenidos al Municipio de Envigado, donde lo primero es la gente”. La ruta del aeropuerto a la ciudad es un empinamiento que luego se troca en una caída de vértigo. En cada curva se venden puertas que no dan a ningún lado. Y más allá, merenderos de montaña. El camino posee una belleza callada.

   Bastó dejar caer dos preguntas para que el conductor exhibiera su elocuencia. Era cuestión de tiempo llegar al tema latente, a la cicatriz oscura que marca a todo el paisaje: Pablo Escobar. Habló de él con propiedad, como se habla de un impertinente familiar que nadie puede ignorar. A veces sólo le decía “Pablo”, tuteando el mal recuerdo. Cuando le pregunté por el absurdo tour que el Municipio ofrece a la célebre finca de Escobar, señaló el vidrio donde tiene una calcomanía de la Hacienda Nápoles, epicentro del tenebroso Cartel de Medellín. Dos semanas atrás había llevado a un turista israelí. El hombre se decepcionó al encontrar solo el cascarón de un imperio. El mayor narcotraficante del mundo había dejado –sin querer- un rozagante negocio turístico. Pero el tour apenas muestra a los turistas carros de colección calcinados, hipopótamos multiplicados hasta el hastío, jirafas lánguidas y el relato de un guía bilingüe que cuenta cómo Pablo Escobar llegó a ser tan amo y señor de Colombia. El momento climático parece ser el encuentro con Roberto Escobar, el primogénito de la familia, ya viejo, casi ciego, casi sordo, quien azuza la leyenda de su hermano con su sola presencia, carcomida por la polilla del abandono.

    “Al menos dos generaciones de colombianos arruinó ese hombre”, cuenta el taxista. Mientras tanto, buena parte del continente sucumbe como un adicto sin regreso al seriado televisivo, “Escobar, El Patrón del Mal”, que relata las peripecias del capo mayor de la cocaína. “En los 80 era normal toparte con dos o tres cadáveres en la vía. Uno le pedía permiso al pasajero para bajarse del carro, apartar los cadáveres y poder pasar”, dice el taxista. La otra opción era pasarles por encima y llevarse un rastro de sangre y tripas en las llantas del vehículo. Era la época de treinta muertos diarios en Medellín. A la pregunta de cómo lo recuerda la gente, su respuesta es inequívoca: “Mientras más pobre eres, más lo idolatras”.

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    Nunca he visto una ciudad modificarse tanto por la llegada de una persona. Todos la tienen en la boca, como un caramelo copioso. Los dos conciertos que ofrecerá en Medellín, en su gira “MDNA 2012”, son motivo de peregrinación para más de 30 mil turistas de otros países latinoamericanos y rebullicio feliz para los tres millones de antioqueños. Dos días antes habían estado Serrat y Sabina, pero eso parecía una simple anécdota de lunes. Madonna es una palabra de ribetes planetarios. Todos en Medellín tenían alguna historia que decir. El taxista no lograba entender por qué su ciudad había sido la elegida, y no Bogotá, la gran capital. La gerente del hotel tenía la respuesta: Madonna, en sus tiempos de hambre y anonimato, recibió la ayuda de unos paisas y les juró que cuando fuera famosa iría a su ciudad a darles un concierto. Parecía estar honrando la promesa. Por su parte, los artesanos del Parque Lleras cuentan que Madonna se hospedará en tres hoteles distintos. Todos hablan del helicóptero en el que ya llegará, o ya llegó, o ahí va. Otro taxista nos jura que la vio en la mañana trotando. En los rumbeaderos suenan canciones y video clips de Madonna. La Universidad ofrece una exhibición de famosas madonas del arte. La ciudad entera realiza un pre-despacho gigantesco del concierto que ocurrirá al día siguiente. El primer alarde de la estrella fue lograr que la navidad llegara a Medellín una semana antes. El encendido del alumbrado urbano se anticipó para que la reina, como le decían con suficiencia y brevedad, no se perdiera el espectáculo.

    Medellín es un deja vú permanente para cualquier caraqueño. Hasta el río que la surca tiene el mismo talante sombrío que el Guaire. Eso sí, es un poco más grueso y exuda menos hedor. Los cerros tienen esa misma salpicadura de luces en la noche y el mismo rostro de hacinamiento y penuria en el día. A cada tanto sentía haber regresado a Caracas. En una versión, eso sí, más amable y menos confusa. Ironías de la historia, la antigua violencia de Medellín se fue a vivir a Caracas.

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    “Soy mi propia obra de arte”, dijo Madonna alguna vez. Por eso la ciudad la quiso tratar como tal. Los periódicos aseguraban que el concierto significaba la internacionalización de Medellín. Algún columnista ironizó diciendo que ya Escobar lo había logrado años atrás. No se conseguían hoteles. Se habilitaron 160 vuelos extras para cubrir la demanda de pasajeros. Se diseminaron 8.300 miembros de la policía y del ejército por toda la ciudad. En el estadio Atanasio Girardot se establecieron cinco anillos de seguridad y 1.400 hombres de resguardo. Medellín extremó sus cifras, su vigilia, sus ojos. Nada podía eclipsar la noche, aunque el reporte del clima anunciaba una tormenta eléctrica. Lo que recaudaría la ciudad por los dos conciertos representaba la totalidad de lo que suelen reunir en un año entero. Una atribulada logística y una excelente noticia como saldo.

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    Llegó el día. En el estadio se necesitaba que la única droga posible fuera Madonna. No se permitía fumar ni tomar. A las ocho de la noche el agua ya se había agotado. Al pie de una escalera, tres hombres desvisten a una robusta mujer. Mientras uno le quita una capa de goma espuma, razón primera de su gordura, los otros le dan vueltas como un trompo mientras desenrollan un largo tirro que cubre treinta botellas de aguardiente adosadas a su cuerpo, razón segunda de su grosor. Una mujer policía exhibe la gruesa chaqueta con insignia de paramédico que le acaba de quitar, razón tercera de su corpulencia. La mujer seguía siendo gruesa a pesar de tantos despojos. Su miedo también lo era. El intento de contrabando había fracasado. Algo que debe haber lamentado un buen sector del público. Incluyéndome.

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    A las 8:30 pm ya había 47 mil personas en el estadio. Era una masa compacta y expectante. Una hora después aparecería el telonero, Paul Oakenfold, un disléxico inglés considerado por la revista Rolling Stone como uno de los DJs más famosos del mundo. El estadio entero comenzó a saltar frenéticamente y yo a aburrirme. El agua que no se conseguía llegó desde el lugar menos deseado: el cielo. La lluvia amenazaba con arruinar el denominado concierto del siglo en Colombia. De pronto, se originó una imagen gigante, espectral: una multitud blanca. Los ponchos de plástico que vendían a cinco mil pesos lograron el prodigio. El estadio parecía un congreso de monjas, un ejército del Ku Klux Kan, un festival de enfermeros. Entre los brincos de Oakenfold y la lluvia, mi expectativa inicial estaba mutando en cansancio y ansiedad por un trago, una cama, o un francotirador exclusivo para DJs. Finalmente, la lluvia y el house cesaron.

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   La espera de la reina se hizo interminable. Adquirió sentido el consumo masivo de bebidas energéticas. Algunas mujeres se quedaban dormidas con la mano derecha en la barbilla. Los temas de conversación se agotaban. Hasta que, de repente, las luces desaparecieron. La música estalló. Cuando apareció Madonna, el rugido de la multitud se alcanzó a oír a 20 cuadras de distancia, según contaron luego algunos peatones. Lo que allí se inició fue inesperado para mí. Sentí que había entrado a formar parte del fotograma de una película delirante. Los primeros quince minutos me arrojaron contra la pared del asombro. Solo un poco más tarde alcancé a cerrar la boca.

    Madonna, cierto, ha hecho de sí misma una obra de arte. Quizás lo que menos importa es su música, con el perdón de los devotos. Pero la potencia visual de su espectáculo es un verdadero alarde de lo que significa la responsabilidad de preservar su leyenda. Mientras un grupo de tamborileros desfilaba mágicamente en el aire, varios contorsionistas dislocaban sus hombros y brazos, y otros caminaban por hilos que atravesaban el escenario. Madonna recorrió los grandes hitos de su carrera. Fue provocadora, sensual, cambiante. Se hizo circo, video clip, bufido e intimidad. Parecía teatro y torbellino. Convocó, a través de la inmensa pantalla, al rapero Lil Wayne y a la estrella trinitaria del hip hop, Nicki Minaj. Bailó con su hijo Rocco y Kalakan, un memorable trío de percusionistas vascos. En un momento, montó la melodía de “Born this way”, una canción de Lady Gaga, sobre su pieza “Express Yourself” para insinuar nítidamente el plagio y luego dejó caer alevosa y repetidamente el estribillo “She is not me!”. Cantó Like a Virgin con una languidez de diva erotizada, toqueteó con su larga lengua el micrófono, mostró su trasero – todo un himno a la anorexia-, le pintó una paloma a la iglesia, predicó la paz, hizo un streap tease, se montó sobre un piano, se acostó en el suelo, puteó en español, saludó a Perú, Ecuador, Venezuela, se golpeó la ceja y sangró, desacreditó a los mayas y su fin del mundo, abogó por la autonomía de las regiones, se vistió de Jean Paul Gaultier, le puso una pistola a la violencia, tocó guitarra, jadeó, jadeó música y edad y talento.

   Los ojos no servían para procesar el demoníaco ritmo que ocurría en el escenario. Su corte de 30 bailarines camuflaba su cansancio. A cada instante reinventaba su look. El show era una ametralladora de imágenes. Nadie podía quedar inmune a lo que ocurría en escena. Durante dos horas, Madonna nos dejó arrinconados en la fascinación. Todo había valido la pena. O como me había anticipado el taxista: “Ella libra el viaje”.

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    A la salida del concierto la ciudad nos esperaba con gestos provocadores. Los incontables bares de la Calle 70 habían vuelto a la cumbia y el vallenato. Se trataba de prolongar la fiesta y seducir a los turistas con sonoridades locales. Era la 1:30 de la mañana y ahora sí había pasaporte para el alcohol y los desafueros colaterales. Casi con lágrimas atravesé la bruma de tentaciones. Caminé veinte cuadras hasta el hotel. A las 2 am caí desplomado en la habitación y 45 minutos más tarde nos tuvimos que parar, arreglar maletas y partir al aeropuerto. El regreso a Venezuela era a primerísima hora. En el instante último, ya retomando la montaña, giré el rostro y contemplé claramente la imagen: Medellín estaba completamente colgada al cuello de Madonna. Ambas exhaustas. Satisfechas. Como dos amantes luego de una perfecta faena de sabanas y caricias.

    Quizás ese era el propósito del viaje: la inquietante revelación de una ciudad convertida en reina posmoderna.

 

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