El tango del 7 de octubre

Por: Alberto Barrera Tyszka

  En las primeras páginas del programa para el nuevo Gobierno, Hugo Chávez promete la “transición al socialismo”, la “radical supresión de la lógica del capital” y, para lograrlo, entre otras cosas propone “pulverizar completamente la forma de Estado burguesa”. Se trata, señala, de traspasar “la barrera del no retorno” y consolidar “la patria perpetua y feliz”. No está nada mal, sobre todo si se considera que él se autodefine como “el candidato de la patria”.

  No fue esto, sin embargo, lo que estuvo presente, de manera constante y enfática, como contenido principal de su campaña electoral. Su estrategia publicitaria se mantuvo más cerca de la Coca-cola que de Carlos Marx. Musiquita, baile, danza de corazones. Cuando no apelaba al afecto, a la fidelidad amorosa, repartía temores, distribuía de manera básica y maniquea el miedo: Capriles era el lobo que venía a comerse al pueblo.

  Sobre estas dos líneas melodramáticas, y apoyado en un uso pornográfico del Estado y de las instituciones, Chávez desarrolló una campaña que terminó en victoria. Capriles evadió la dinámica de la polarización, combatió la guerra sucia, le dio una identidad popular y alternativa a la oposición… pero aun así no logró ganar las elecciones. Chávez sigue demostrando que nadie administra como él la esperanza de los pobres.

  ¿Qué es el socialismo bolivariano por el que, supuestamente, ha votado la mayoría de los venezolanos? La promesa líquida de que el Estado millonario resolverá todos sus problemas. La fascinación mágica ante el antiguo sueño petrolero, que ahora viaja vestido de rojo y con boina del Ché Guevara. Para Hugo Chávez, el socialismo bolivariano significa otra cosa: atornillarse en el poder. Crear una nueva hegemonía. Visto a distancia, se trata de dar una forma definitiva y legítima al golpe que dio en 1992. En el fondo, el proyecto no ha cambiado demasiado. Ha variado su nombre, sus maneras, sus protocolos, pero no su identidad, esa vocación por organizar el poder y la sociedad alrededor de una persona, del comandante.

  Chávez ha convertido su carisma en una particular forma de tiranía. Ni siquiera al celebrar su victoria, el domingo en la noche, el presidente ha sido capaz de nombrar a Henrique Capriles. Solo ha celebrado el hecho de que la oposición haya aceptado su victoria. Los más de seis millones de venezolanos que votaron por otra opción no parecen existir. Ahora, nuevamente, a la oposición le toca comenzar la tenaz lucha por ser reconocida, por volver a poner la hipótesis de la alternancia en el mapa simbólico del país. Chávez gana y vuelve a hablar desde la eternidad. Su único enemigo es una palabra diminuta, que ya nunca nombra: cáncer.

  En una improvisada rueda de prensa en el Palacio de Miraflores, un poco antes de las elecciones, un periodista advierte a Chávez que, de ganar las elecciones, llegaría a tener dos décadas en el poder. La primera reacción del mandatario fue repetir un verso de la famosa canción que cantaba Carlos Gardel: “Veinte años no es nada”. De eso se trata. La revolución también puede ser un tango eterno.

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