En el negro del asfalto – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Beloso

 Tengo los dedos arrugados de tanto escribir. De hecho, estos deditossoledad morillo belloso 2 transcriben pensamientos, algunos propios, otros que escucho en el transitar por este país que nos pertenece y al que, sin embargo, tratamos con vulgaridad y banal desprecio. Recientemente, mi marido y yo vivimos la «experiencia sociológica» de viajar por carretera de Puerto La Cruz a Caracas. Primero lo primero. Bajamos del Ferry que nos transportó desde nuestra adorada isla de Margarita. Y comenzó el enfrentamiento con la destrucción. No hace mucho, Puerto La Cruz fue una ciudad hermosa, cautivante, digna. Hoy es un espacio que parece uno de los infiernos de Dante. El caos la ha tomado por asalto. La basura inunda las calles. El tráfico es desgastante e insensato. Y una miríada de funcionarios policiales se hacen la vista gorda ante incontables violaciones a la urbanidad y las buenas costumbres. Es el imperio de la incivilización. Como se ha hecho ya costumbre en las conurbaciones, donde hay un alcalde con dos dedos de frente y un mínimo de conocimientos sobre gestión de lo público, en «El Puerto» hay espacios donde impera la ley y el respeto. En Lecherías, donde gobierna un gerente, las cosas andan bien, pero es una excepción. El resto de la conurbación porteña es un homenaje a la entropía.

Cuando finalmente logramos salir de la ciudad -o de lo que va quedando de ella- comenzó una odisea de autopistas que sólo lo son de nombre y de carreteras negras carcomidas por la desidia, por las que transitan a su propia cuenta y riesgo miles de vehículos. Es un «sálvese quien pueda». Los monarcas de las vías son los camiones, que se han adueñado del espacio. Las autopistas y carreteras les pertenecen. En ellas ellos mandan. Andan a la velocidad que les provoca, se paran donde y cuando quieren y hacen saber a los infelices conductores de otro tipo de vehículos que si se les antoja, pues pueden dejarlos metidos en una cuneta o en cualquier zanjón. Las autoridades viales, inexistentes en la mayor parte de los kilómetros, pero apostadas en alcabalas que surgen de la nada sin previo aviso, ni un gesto hacen para restituir el orden previsto por la normativa legal. Simplemente dejan hacer. Es la ley de la selva.

 Moverse por carretera en Venezuela es hoy un asunto de alto peligro. Llegar a destino es en sí mismo un acto de supervivencia. Hay que santiguarse varias veces en el camino y rogarle a Dios, a los santos, al Espíritu Santo y a las ánimas benditas que el viaje no acabe en tragedia. No en balde los índices de accidentes son espeluznantes. Y si a ello sumamos el pequeño detalle de la inseguridad, persígnese doble. Recuerdo muy bien cuando este país, sí, nuestra Venezuela, tenía de las mejores carreteras del subcontinente, bien pavimentadas, señalizadas y alumbradas. Mucho la recorrí. Todo eso se esfumó. Acaso se nos escurrió entre los dedos. Pero en los últimos años miles de millones de petrodólares no fueron suficientes para, al menos, dotarnos a los venezolanos de autopistas y carreteras decentes que no sean el preludio de un funeral.

 Eso sí, abundan por doquier los carteles de propaganda política. Un país con un sistema vial pintadito de rojo rojito y con hedor a negligencia. Un recordatorio excesivo del fracaso. Y allí, en el negro del asfalto la sangre se disimula.

 Cuando llegue el momento de votar, amigo lector, piense en todo lo que en estos años se botó. Y evite con su voto que sigan botando.

 soledadmorillobelloso@gmail.com

 @solmorillob

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