En la necia búsqueda de la fantasía – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Soledad Morillo Belloso

Los abyectos de uno y otro bando que, asidos a pretextos, se niegan a procesos de negociación coinciden en ser quienes curiosamente no están pasando «roncha». Sea de origen limpio, dudoso o sucio, tienen dinero (en abundancia) para aguantar el desastre sin pasar calamidades personales o familiares, sin realmente enfrentar ni un día de privaciones vitales. Plantean entonces sus propuestas desde el confort de su situación de vida almohadada. Nunca se angustian por si al abrir los ojos por la mañana habrá o no algo que poner en un plato para alimentar a unos niños que miran con ojos de desahucio y han sustituido el «bendición» por  gruñidos de hambre . Sufren por el país, quizás, a su manera, pero no tienen carencias propias sobre su espalda.  Eso tal vez les hace sentir que una negociación sería, además de un tatuaje de perdedores,  una evidencia de debilidades que (según ellos) no tienen.

Pero en el medio del bramido de los abyectos está el país, el país que no come y al que las ropas raídas se les deslizan por los huesos ya sin panículo adiposo. El pais que no tiene empleo. El país de las industrias apagadas, los comercios sobreviviendo a duras y a penas, los empleados públicos ganando mal y cayendo en las turbias tentaciones de hacerse de ingresos extras en las trochas de la corrupción. El país donde ya no es posible la pedantería de llenarse la boca hablando pomposamente de recursos naturales. Está el país dañado, roto, sucio, que huele mal. El país hostil donde la vida no vale nada. El país que se queda sin maestros, profesores e investigadores. El país del que huyen los médicos y enfermeros. El país con medios de comunicación mediocres que llenan la pantalla con concursos de belleza que son muestra de la profunda estupidez que ha tomado de su cuenta a los ejecutivo de los canales y los revuelca en la banalidad.  El país que cada día se ahoga más y más en alcohol y se llena el cuerpo de drogas.  El país que piensa en irse a cualquier parte y como sea. El país de muertos en vida deambulando por calles destrozadas. 

Ese país no lo ven esos grandilocuentes que se oponen a cualquier negociación. Y si de soslayo lo ven, no les importa. Los de uno y otro bando, paradojicamente,  son caras opuestas de la misma moneda. Ambas especies viven asomados a la mar pero sin mojarse las patas. Y alimentan en sí mismos (y en otros) la necia búsqueda de la fantasía. Viven en una versión criolla de la tierra del verde jengibre. Son incapaces física y espiritualmente de ponerse en la piel de los que sufren. Pero, ah,  tienen una narrativa cargada de frases hechas y lugares comunes sacados del diccionario de la demagogia patriotera que consigue cautivar (y manipular) a muchos que buscan en donde sea algo que se parezca a una pequeñita esperanza de la que aferrarse.

En el medio hay también los que pretenden vender un protoplasma viscoso. La juntura entre Claudio Fermín y Juan Barreto – contra natura – despliega el hedor de la payasada oportunista, de la pesca en el fango revuelto. A Claudio le sobran varios kilos y a Juan Barreto más bien fanegas. Pero en su lenguaradas cargadas de chupetines churriguerescos pringados de cianuro pueden caer algunos desesperados incautos. 

Por supuesto que habrá negociaciones. No lo duden. Fuera del territorio. Con «palabreros» de diversas nacionalidades. No será, por cierto,  en los  términos que pretendan imponer Maduro o Trump. El uno no tiene fuerza para empecinarse y al otro no le importa tanto el asunto como para dejarse la piel. Este proceso, mucho más complejo y empastelado de lo que algunos con mentalidad simplona creen,  tomará aún más tiempo, para desembocar en un acuerdo, incómodo para ambos bandos en disputa. Es un camino largo y espinoso el que aún tenemos por delante. Y perderemos, para nuestra infinita desgracia, la poca inocencia que nos queda como personas y como país. De esta caja de Pandora no saldrá la esperanza. Puede salir tal vez la sensatez, esa que hace ya tantos años ha estado callada y ausente.

Y luego -porque siempre hay un luego- entenderemos que un país no se hace a punta de gritos y no deben guiarlo nunca los que insultan más. El liderazgo que se precisa es el que no tiene que recurrir a discursos manidos. Y si finalmente optamos por la democracia de verdad y no solo de papel, será bueno que comencemos por entender que un demócrata respeta y se hace respetar, pero nunca se inclina ante nadie y no compra las órdenes de esos que desde cuarteles y palacios han convertido este país en una degradante película. Un demócrata no comulga ni colabora con la necia búsqueda de la fantasía.

Lea también: «La zanja«, de Soledad Morillo Belloso

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