Escopetazo en la cabeza – Carlos Raúl Hernández

Publicado en: El Universal

Por: Carlos Raúl Hernández

“Uno no es como luce cuando termina su vida, sino como fue en el mejor momento”.

Ernest Hemingway

Frase tan optimista como irreal, la consiguió uno de sus biógrafos en texto que purgó de Por quién doblan las campanas. Ensoñación que encierra el secreto de su vida, obra literaria, sus acciones y la terrible muerte de la persona de Hemingway, porque el personaje jamás muere y cada versión lo enciende más. Eso precisamente hizo el tremendo play Ningún hombre es una isla: hacer pensar y escribir sobre Papa, como lo llamaban. Una ráfaga de optimismo nos baña con esta obra.

Mientras muchos seudointelectuales se dedican a sacar tripas por las redes, José Tomás Angola, su equipo y pocos como ellos, crean, construyen sin lloriqueos en la precariedad ambiente. Hemingway diseñó un personaje para sí -igual quiso hacer André Malraux como leemos en sus Antimemorias-, lo llevó a la práctica con honradez  y fue fiel a él hasta la hora final. Un hombre de mundo, de acción y de pensamiento. No un escritor convencional en su capilla elitesca y engreída, ni un activista político, ni un periodista de guerra, ni un seductor, ni un borracho: todo a la vez. Muchos hombres al mismo tiempo.

Pantallero pero temerario, como lo atestigua nada menos que Hugh Thomas, el top de los historiadores de la guerra española. Hemingway es una suerte de James Bond con Premio Nobel. La mujer de su amigo Scott-Fitzgerald comentó: “nadie puede ser tan macho”, aunque lo mismo podría decirse de  Henry Miller y Norman Mailer. Seductor irresistible, de pasiones incontrolables, bebedor de whisky como limonada; rudo y sofisticado, aficionado a deportes sanguinarios, las corridas, la cacería mayor, la pesca de aguja; lleno de cicatrices de guerra desde los 18 años. Solo podía tener un final operático.
Bond, Ernest Bond
Sufrió tres accidentes de auto y se cayó en dos aviones, uno de ellos que lo llevaba gravemente herido por haberse caído en otro. Esa síntesis despierta antipatía en muchos que después de muerto quieren minarlo: que era homosexual de closet, farsante, arrogante, cruel con las mujeres, egocéntrico. Salvo lo primero todo es verdad, y José Tomás ayuda a desenredar la estopa. Dicen que su obsesión por  la imagen de macho fue la reacción a la vergüenza traumática que le hizo pasar su madre Grace, que lo vestía de niñita (José Tomás usa el mapping de una tormenta para poner en el escenario su presencia espectral).

Pero en ocasiones se pintaba el pelo de rubio y alguna vez quiso usar aretes. Su hijo Gregory se cambió de sexo a los 63 años, murió como bailarina, lavandera y concubina colectiva en una cárcel de Miami. José Tomás explora con profundidad y sobriedad el declive de este ser sobrehumano y, al tiempo, demasiado humano; y hace que lo encaren sus creaciones, los protagonistas de Por quién doblan las campanas, Jordan y María, la novela que consagra –como Fiesta años atrás- su pasión por España, en este caso por la guerra civil, para él lucha el bien y el mal, como en la simbología del toreo.

El eje es la muerte y en particular el suicidio, su definitiva impronta hereditaria y transcurre en unos pocos días, tres o cuatro, en la Sierra de Guadarrama. El español-norteamericano Robert Jordan, de las brigadas internacionales, viene a sustituir a otro explosivista que había muerto. Jordan es mitad Hemingway y mitad un profesor californiano al que conoció en España. Retrata el desastre de las fuerzas republicanas, su precariedad y desorden.
Guerra y fiesta brava
Jordan hará la operación con una pandilla de delincuentes borrachos, cuyo verdadero dirigente era la dura Pilar (hace muchos años la identifiqué con Aurora, mi casera gallega a la que temía por su personalidad atronante). Hemingway va la guerra española porque piensa que el bien es republicano, con una idea de república muy gringa.

Llega ahí llevado por la Meditación XVII de John Donne: cualquier hombre que sufra, donde quiera que esté, merece mi solidaridad. Llega a la guerra con esa visión, pero la experiencia termina por cambiarla como al mismo Jordan, un stalinista duro al que los hechos cuartean sus convicciones.

Igual ocurrió con George Orwell y Malraux. No es eventual que la escena más terrible de la novela sea una masacre cometida por los republicanos. Hemingway la tomó de un hecho espantoso ocurrido en Ronda, donde los comunistas arrojaron por un barranco y asesinaron con palas e instrumentos de labranza quinientos campesinos franquistas. No hizo como Neruda o Picasso: disfrazar los crímenes con arte. Escribe: “la revolución no es un opio, es una purga, un éxtasis que sólo prolonga la tiranía”.

José Tomás hurga las cavilaciones finales de Hemingway cuando la sombra del suicidio aparece. El alcoholismo, la hipertensión, la obesidad, la ateroesclerosis  y la impotencia  liquidaban al que había deslumbrado al mundo, y al femenino en particular. El más macho ya no era el personaje que creó, sino una doliente caricatura. Tal vergüenza mereció para él no un tiro de 38, como cualquier suicida del montón, sino un escopetazo en la cabeza que hiciera su cuello un muñón.

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