La jaula – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Soledad Morillo Belloso

Cuando un país cae en una situación tan lamentable como Venezuela, algunos (ingenuos)  creen que son inmunes. Piensan que porque quizás tienen recursos en el extranjero, están a salvo de la debacle. Y ello les hace caer en un estado casi delirante de supuesta valentía y endeble arrojo. Hasta hace relativamente poco tiempo, los jubilados del TSJ, del BCV, de Edelca, PDVSA, Cantv, Corpoelec, El Metro de Caracas, CNE y una larga ristra (me quedaría sin espacio si pusiera a todas) tenían una actitud según ellos «racional» ante el estado de las cosas. A una buena parte de ellos no les gustaba el «gobierno» pero no estaban en las calles protestando a voz en cuello. Hoy, por causa del incremento del costo del dólar y la espeluznante inflación, las hasta hace poco gorditas pensiones se les volvieron flaquitas y no les alcanzan ni tan siquiera para cubrir sus necesidades. Esos  entes y empresas estaban entre los mejores pagadores del sector público y, amén de buenos salarios, ofrecían a sus empleados o funcionarios beneficios de enorme valor, mejores de hecho que la mayoría de las empresas privadas. Hoy eso es historia. Periódico de ayer. Hoy los jubilados de los organismos y empresas más relevantes reciben pensiones famélicas. Hoy esos jubilados ya están en la gruesa y para nada exclusiva categoría de «nuevos pobres de Venezuela». Hoy están en las calles y las redes protestando airadamente. Hoy no acusan a quienes llevan años gritando de falta de sindéresis y racionalidad. Hoy gritan y muy duro. 

Por supuesto que nadie en su sano juicio puede alegrarse por la (mala) situación de esos cientos de miles de «nuevos pobres». Pero es de  entender que no consigan el apoyo de la sociedad, pues millones de ciudadanos sienten que esos jubilados no supieron ponerse en los zapatos de millones que llevan años padeciendo enormes carencias y protestando por el brutal desplome de la calidad de sus vidas. Les faltó comprensión con el dolor del prójimo desconocido. Si algo debe enseñarnos  (y debemos aprender) de toda este desmadre que nos ha pasado es el profundo significado y valor de la palabra «empatía», especialmente cuando los apoltronados en el poder parecen ejercitar a diario «simpatía por el diablo». 

Empatía no es dar limosna al mendigo. Empatía no es dar de lo que se tiene de sobra. Empatía es comprensión, es comprometerse y no solo involucrarse, es compartir, es no ponerse delante sino al lado.

Cuando alguien dice o escribe que se opone a un proceso de negociación como el de Oslo y ahora Barbados, siempre me fijo en quién es el autor. La mayoría son personas (acaso bien intencionadas) que (por fortuna y para bien) comen todos los días, no tienen que (por fortuna y para bien) registrar un basurero o pararse en una esquina a suplicar un pedazo de pan para sus hijos o ellos mismos, no se ven forzados (por fortuna y para bien) a rematar todos sus bienes a precio de gallina anoréxica para poder cubrir costos de salud o alguna emergencia médica o sufragar gastos de emigración. A mí también me indigna tener que tragar grueso y ponerme un pañuelo en la nariz. A mí también me irrita el solo pensar que vamos a tener que «hacer concesiones» a una gente que saqueó el país, destruyó la nación y nos sumió en este infierno. A mí también me hierve la sangre cuando imagino a tantos caminando muy pecho e’ paloma  con la cabuya en la pata. Pero mi empatía puede más que mi rabia, puede más que mi indignación, puede más que mi frustración. Con mi empatía meto en la ecuación a millones que no conozco de vista y trato pero que me importan, mucho, muchísimo, porque son mis conciudadanos. Mi empatía me saca de la jaula.

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