La mano de Dios – Asdrúbal Aguiar

Por: Asdrúbal Aguiar

La mano de Dios - Asdrúbal Aguiar

Desde distintos ángulos he vivido, observado y auscultado la Venezuela del último medio siglo. Puedo decir que, aguas abajo, en su realidad actual, ominosa, más que dolor provoca desgarramientos. Los diagnósticos que pugnan al respecto convergen en lo esencial, a saber, en la resurrección del fenómeno del militarismo, pero en su más pobre vertiente, la del pretorianismo asolador.

No obstante, coincidiendo en que se trata de un mal congénito venezolano, acaso originado desde las guerras por la Independencia, que se afirma durante el cruento período de formación de nuestra república hasta muy entrado el siglo XX, que anula a nuestra Ilustración civil fundadora mientras a las sucesivas las hace serviles del gamonal de turno, no todas las perspectivas advierten lo que hoy lo hace indigerible: su colusión activa con la criminalidad trasnacional, su medrar subyugado por fuerzas extranjeras, y dominado por algo más que el espíritu depredador de la riqueza pública que le es característico.

Esta suerte de militarismo endógeno sin vocación de grandeza ahora provee– lo que es extraño a su génesis moderna y corporativa – a la destrucción de la institucionalidad que fragua en 1830, se mantiene como remedo durante 130 años, y se hace raíz a partir de 1961; de suyo, en su novedad, estimula la disolución de los lazos sociales en la población. Es decir, favorece como estrategia de dominio la fractura del afecto social – affectio societatis – que es nutriente de la identidad nacional.

Llegado el siglo XXI nos ha vuelto, así, un país de nómades – negado siquiera a lo reticular – similar al de nuestro remoto tiempo precolombino, cuando somos diáspora hacia adentro y hacia afuera entre miríadas de naciones originarias por obra de la violencia, bajo el terror y el desembozado espíritu de la barbarie dominante: Caribes esclavizando o asesinando a pacíficos Arahuacos que huyen hacia las islas, alcanzando incluso a Puerto Rico.

No es del caso abundar, en lo inmediato, sobre la anomia venezolana corriente. Sí cabe señalar, empero, que destruido como ya se encuentra el Estado y su armazón humana hecha rompecabezas, lo más gravoso es que la idea del Ser que somos está a la deriva o se revela en su falta de concreción moral histórica.

Si algo resta de esa identidad, real o falseada, que cargásemos a cuestas, renacida hace 20 años alrededor de la vida de los cuarteles con desmedro de otra eventualmente subyacente, concordante y libertaria, es el aspecto emocional; que se confunde con la nostalgia por el tiempo de bienestar de los mayores o el tremolar de la bandera patria como símbolo de despedida para quienes se van del país o talismán protector para quienes se quedan, huérfanos, sí, de todo anclaje dentro el espacio de lo público.

¿Existió una identidad o espíritu venezolano en algún momento de nuestro recorrido histórico, o ha sido remedo dentro de una nación que no alcanza a ser tal sino una suma forzada de grupos, intereses, e individuos? Es esta la pregunta que me acicatea. Le busco respuesta, por necesaria, por agonal, por urgente. Pues si los venezolanos aspiramos transitar por un porvenir distinto, domeñando nuestra tragedia a la vista, sin dejarnos vapulear por las circunstancias o superando la línea de supervivencia que se nos ha trazado, y si decidimos purgarnos de traficantes de ilusiones, cabe reencontremos el alma que nos sustrae la maldad en una hora de diletantismo ciudadano y de generosidad para los odios. Es lo imprescindible, para la vuelta a la tierra prometida.

Venezuela no tendrá siglo XXI sin redescubrir su auténtico ethos. Uno que le hable y nos hable de civilidad en el espacio de lo compartido, como patrimonio intelectual de lo venezolano. Mal podremos zafarnos, en su defecto, del centralismo autoritario, del paternalismo, del patrimonialismo, del culto de la historia bélica, del perdón a los felones cuando son partidarios, del ostracismo al que son sometidos los adversarios y que concluyen, como taras, en la nada.

Se trata de poner la mirada sobre nuestra constitución originaria. Es lo que propongo como ejercicio. Hay que desandar la historia propia y a la vez ajena, la que nos devuelva hasta el punto de copulación. La que nos lleve al instante preciso en que, metidos como en una suerte de acelerador cósmico, ocurrido el choque de las fuerzas contrarias, las originarias y las venidas desde el Viejo Mundo al despuntar el siglo XVI, todos conocemos la chispa de Dios e iniciamos juntos nuestro azaroso recorrido.

Darle un sentido virtuoso a lo venezolano, purgarlo de su degeneración pretoriana, requerirá como en la hora germinal – no exagero ni desvarío – otra vez de lo primero, de Adelantados y de Encomenderos que hagan cesar la dispersión, nos den piso geográfico, dominen a los salteadores, reúnan a las familias, las alimenten y sanen sus heridas, incluidas las inmateriales, y apelen a las mentes más lúcidas para que nos dibujen como nación y patria ex novo, montándonos sobre el ferrocarril de la civilización. Eso es posible. No digo que fácil.

 

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