La soledad de las mayorías

Por: Leonardo Padrón

  Esperar es el verbo más usado por los pobres del mundo. La Sra. Silvia trabaja en una casa de familia en Chulavista. Para llegar a tiempo se despierta antes que el sol. Vive en el Sector Valle Alto, de Petare. Debe bajar de una montaña infecta de gente para trepar otra que cada día queda más lejos. Su excursión para llegar todos los días al trabajo es agotadora. Primero toma una camioneta hasta el barrio Mesuca, muy cerca del Metro de Palo Verde. Allí debe esperar que pasen dos o tres trenes, pues la estación está atestada de gente. A esa hora la ciudad es una procesión informe, un montón de prisa y perfume. Cuando logra montarse, viaja subterráneamente hasta Sabana Grande y ahí camina varias cuadras, esquivando gente, hasta la parada de Ciudad Banesco. Entonces, vuelta a esperar una camionetica que la trepe a lo que la nomenclatura llama colina. Ella, que viene de un cerro. Luego se enrumba por un largo paraje sin aceras hasta llegar finalmente a su sitio de trabajo. El regreso es más tortuoso. La población parece que aumentara durante el día. Por eso, no basta con desandar el camino. En la frontera de la noche, la Sra. Silvia debe hacer una cola de hora, hora y media, para conquistar la camionetica que la regrese a su hogar. Es demasiada gente y un mismo propósito. Cuando llueve, la penuria recrudece. Las camionetas escasean. O cuando hay alguna protesta y el cierre del paso. O cuando ocurre una falla en el Metro. Entonces, le toca caminar más de 20 cuadras. La multitud asciende al delta de barrios que conforman Petare a través de unas escaleras interminables, que arrastran media hora más de sus vidas. “¿Y no le asusta que la puedan asaltar a esa hora?”, le pregunto. “El susto siempre está. Y los malandros también. ¿Pero cómo hago?”, responde.

  La Sra. Silvia llega a su rancho a las 9:00 pm. Quisiera desplomarse de cansancio en su cama, pero ahora le toca cocinar para los suyos. Su hija mayor emite un gruñido frente a la TV: aparece Nicolás Maduro en cadena nacional- entorpeciendo la novela estelar- para graznar los insultos de siempre a la oposición. La Sra. Silvia se palpa los pies hinchados de tanto caminar, mientras escucha hablar de triunfos y derrotas electorales. Se siente repentinamente sola. Y con una certeza: el inaudito peso de sus pies mientras descubre que no hay harina para las arepas. ¿A quién le importan cuántos pies hinchados hay en una de las parroquias más populosas de Latinoamérica?

  En una fiesta navideña, Argenis me insiste en conversar sobre los resultados electorales del 8 de diciembre. El tema ha sido explorado hasta el hartazgo por analistas y articulistas de opinión. ¿Pero quién va a renunciar a un whisky con soda, piel de limón, y mucha política para revolver? Todos tenemos nuestra opinión que -a veces- es solo el eco promiscuo de lo que hemos leído y escuchado. Luego del tercer trago, Argenis es una vehemencia nacional. Asegura que una aplastante mayoría de venezolanos no se cala más “que nos gobierne Cuba”. El problema, dice, es la bendita hegemonía comunicacional, la trampa, y un país entero lleno de plasmas regalados. Ondea su verdad con la mano derecha y con la otra atrapa un tequeño al paso y me revela que muy pronto otro medio de comunicación será comprado por el gobierno. Nos vamos quedando solos. La mayoría.

  Los pasajeros del vuelo 506 deambulan su desconcierto por los pasillos del aeropuerto de Maiquetía. Cinco horas de retraso. Margarita se pone cada vez más lejana. Más isla. El empleado de la aerolínea, que ese día lo madrugó un dolor punzante en el premolar izquierdo, no tiene la culpa de nada. Todos lo saben. Por eso, la ruinosa sensación de impotencia. Le gritan dos o tres agravios. No mucho más. Y luego se sientan a seguir esperando. 110 pasajeros a la deriva del reloj. Solos.

  Según Joseph E. Stiglitz, Premio Nobel de Economía, el 1% de la población tiene lo que el 99% necesita. Una cifra de escándalo. De esas que masticas con incredulidad. Las cifras del Banco Mundial dicen que más del 60% del planeta vive en estado de desnutrición. El mapa del hambre está atiborrado de gente. Poblados enteros de Zambia, Angola y Zimbabwe practican la mendicidad. África es un crujido en la conciencia humana. Las mujeres de la Franja de Gaza saben que cada vez que dan a luz incrementan una pobreza monumental que signa al 81% de sus habitantes. Hay mucha sed en el globo terráqueo. Son toneladas de gargantas secas. Se estima que más de 1.200 millones de seres humanos no tienen acceso al agua potable. Las calles de Latinoamérica están llenas de niños trabajando, en una involuntaria traición a su edad. Más de 215 millones de niños en todo el mundo sobrellevan el látigo del trabajo infantil. Cifras tan ruidosas solo comprueban la mortal soledad de las mayorías.

  Nadie en Venezuela celebra que exista un control de cambios. Peor aún, la forma en que el gobierno lo ha implementado ha sido una fanfarria a la torpeza. La corrupción aplaude feliz la permanencia de una medida que volvió a los pasajeros venezolanos unos parias en el mundo. El país, en su franca suma, resiente todas las nuevas palabras que se han incorporado a nuestro diccionario de vida: dólar paralelo, lechugas, Cadivi, raspacupos, bonos, Sicad, subastas. En ningún otro lugar del planeta ocurre tanto desconcierto con la moneda. Nadie quiere el control de cambios. Somos una multitud afónica en su reclamo.

  Los motorizados son muchos. Pero los automovilistas son más. Una inmensa mayoría que se siente acorralada por una suerte de tribu urbana. Hay quien asegura que han sido diseñados estructuralmente para desobedecer. Las ordenanzas les resultan letra muerta. Van de a dos, de a tres, de a cien. Nunca frenan, exigen paso libre, burlan las reglas del juego, serpentean a su antojo. Algunos –demasiados- rondan, husmean, atacan. Caen los retrovisores, los celulares, la vida. Hay una república salvaje en el asfalto. ¿Quién le pone el cascabel a las motos?

  Ah, las encuestas! Según Datanalisis, 73.5% de la población sufre el desabastecimiento de alimentos en Venezuela. Los anaqueles vacíos son una escenografía rutinaria. Todo intento de hacer mercado posee un aire a expedición. Pero eso no genera consecuencias que parezcan coherentes. Luego de las elecciones municipales nos hemos lanzado, como borrachos, a una piscina colmada de números y porcentajes. El día transcurre con un obsesivo conteo de ganadores y derrotados. Todos se adjudican el derecho al aplauso. Dicho netamente: aquí nadie ganó. El gobierno no es mayoría. La oposición tampoco. Solo el desencuentro es mayoría. Somos la Torre de Babel. Dejamos de entendernos.

  ¿Quiénes son más? ¿Los malandros o los ciudadanos? El caso es que unos pocos lograron meter a un país entero dentro de sus casas. La muerte se mueve de un lado a otro, aplicando su imperio, en un país donde el gobierno dice repudiar los imperios. La muerte posee un vasto ejército de su parte, lleno de bandas organizadas, sicarios, trashumantes de la droga, pistoleros y jóvenes de mirada hueca que le hacen trompetillas indignantes a la vida. La mayoría de los venezolanos está agazapada en el miedo a perder la vida. Algún ministro habla del Plan Patria Segura y solo sucede una carcajada al fondo de un cerro. Hay más balas que votos.

  Los que no saben qué va a pasar. Los niños de brusca infancia. Los abogados sin justicia. Los médicos sin tomógrafos. Los enfermos. Los refugiados. Los recién casados sin casa. Los periodistas sin papel. Los cansados del odio. Los jubilados. Los dolientes de la agricultura. Los que están hasta la coronilla. Los pescadores. Los que no tienen luz. Los viajeros sin divisas. Los hastiados de la política. La gente sin carnet. Los buscadores de paz. Los dignos. Los que no encuentran aceite. Los postrados en el miedo. Tanta revolución, tantos disparos. Buenos días, morgue. Los que necesitan un pañal, un antipirético, una cucharada de leche. Los lunes. Un país de leggings y mujeres maquillándose. Un país que desprecia la belleza que la signa. Los prisioneros del socialismo. El poeta que ya no me saluda. Los indígenas y la selva herida. Nadie chapotea en el Río Guaire. La foto de un charco de sangre. Esa mala película que vamos siendo. La maniobra del billete. Los pranes rifando tres muertes y un pan de jamón. La acrobacia de vivir. Los que se necesitan. Los que aun tienen un abrazo que decir. El fin del laberinto. Los que se quieren ir. Los que se quieren quedar. Los que necesitan que este país llegue a algún lado. Esa inmensa mayoría.

  Es urgente. Hay que renunciar al silencio, el ostracismo o la indiferencia. Un país se construye con el sonido activo de sus ciudadanos. No basta decir Feliz Navidad y ya veremos. O ponerle gaitas al año nuevo. Hay que construir el próximo año. Paso a paso. Así se nos hinchen los pies como a la Sra. Silvia. Sin titubeo. Hay que seguir apostando duro por este mapa de nuestros requiebros. Hay que ser mejores y frontales. Como diría César Vallejo: “Ya va a venir el día, ponte el alma”.

Nos vemos en enero.

 

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2 comentarios

  1. YO DIRÍA QUE HAY QUE RECLAMAR LA PATRIA PERDIDA, PERO CON LOS PANTALONES Y LOS TESTÍCULOS EN EL SITIO QUE LES CORRESPONDE…

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