La tarde azul – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

En la isla de Margarita, y en particular en la zona de los pueblos, el ambiente está desprovisto de rabia. No es que uno no se ponga bravo nunca, que pasa, que es inevitable, como en toda Venezuela. Pero es como si el mar, en su ir y venir constante, nos susurrará en el oído que todo pasa, que el secreto de la vida está en la perseverancia y la paciencia. En todo. Pero sobre todo en las relaciones humanas.

Aquí, en esta hermosa isla, en uno de sus tantos pueblos costeros, un cuento me fue transmitido por uno de esos viejitos que en las tardes se sientan en el portón de las casonas a agarrar el fresco, mientras beben un agüita de coco o de alguna fruta de estación.

Le comento al anciano de mirada profunda y piel craquelada por años de tanto sol que la iglesia es hermosa, que debe guardar muchas bonitas historias de amor. «Allí se casó Asunción. La llamaban la bonita. Mi abuela decía que no hubo hombre de por aquí que no se enamorara perdidamente de ella.» Le escucho y noto en su voz un dejo de pesadumbre, como preludio de algún dolor que contendrá su narración.

«Era linda. Todas las tardes se sentaba en la puerta de su casa en su puesto de empanadas. Las preparaba con amor, con ese orgullo que sienten las mujeres de por aquí cuando amasan la harina, la estiran finita, la rellenan y la fríen en el acuerdo hirviente de sus pailas.»

Y continúa: «El franchute llegó a la isla a hacer algo de investigación en la mar. Aquellos eran tiempos distintos. No habían llegado los turistas. Todo era más tranquilo. El hombre era rubio y tenía los ojos como dos cuentas azules. Se enamoró de Asunción nomás la vio. Claro, era linda, la más linda de por estos lados. Cada tarde iba a comer de sus empanadas. Las mejores eran las de cazón. El catire le llevaba flores. Y conversaban largo y sabroso. Pero la tragedia pasó cuando un primo que la pretendía y que se había ido a Cumaná por un año regresó y supo lo que estaba pasando. Jesús se llamaba, pero si existe el infierno, es allí a donde fue a parar.»

El viejo toma un sorbo de su agua de coco y me apunta: «Asunción hizo todo lo posible para hacer entender a Jesús que ella lo quería, como un hermano, pero que nunca lo amaría como hombre. Le presentó amigas y le pidió a los hermanos que hablarán con él para hacerle entrar en razón. De nada sirvió todo intento. Jesús cada tarde se metía en los botiquines y allí se dedicaba a beber sin mesura. Borracho amanecía en los lupanares y de nada servía la atención de meretrices».

«Un día Jesús se fue a tierra firme y allí consiguió trabajo en un barco mercante. Y pasó un año lejos de la isla. Asunción y el franchute progresaron en su amistad, que se convirtió en noviazgo, y en breve en compromiso de matrimonio. El casorio fue fijado para el día de la Asunción.»

«Las viejas cuentan que la tarde estaba azul. En el cielo no se veía ni una nube. Del brazo de su padre, Asunción entró en la iglesia. La habían decorado con multicolores trinitarias. La novia estaba preciosa con su traje de prístino blanco y cuando el franchute la vio no pudo disimular la sonrisa. Dios y Margarita le habían regalado una felicidad que no cabía calificar sino de insuperable.»

«Todos los asistentes creyeron que se trataba de un petardo estallado por la muchachada que jugaba en la plaza. Les tomó largos segundos o quizás minutos entender lo que había ocurrido. Asunción cayó al suelo y su blanco vestido y el piso se tiñeron de rojo. En el último banco de la nave central, Jesús, con la pistola asesina aún en la mano temblorosa.»

«El velorio duro los tres días que antaño mandaba la tradición. Estuvo cargado de llantos y silencios. Los rosarios se rezaron calladamente. Y llovió cada día, cada tarde y cada noche. La enteraron sin que nadie pronunciara palabra, ni tan siquiera el cura. El franchute no abrió la boca y sólo se escuchaban sus desconsolados sollozos. A Jesús lo llevaron preso, lo juzgaron y sentenciaron a la pena máxima. En la cárcel se ahorcó.»

La historia me pareció tan triste que en la noche miré hacia el cielo enmantillado de Margarita tratando de encontrar algo en ella que sirviera para sedar el pesar que se me habia instalado entre pecho y espalda. Una estrella luminosa y el rumor del mar me trajeron la respuesta. Seguramente Asunción hubiera sido muy feliz y hubiera hecho muy feliz al franchute y a los hijos y nietos que hubieran tenido. Pero los pecados del odio, la rabia y la envidia pudieron más que el amor.

Corren tiempos dolorosos en nuestra Venezuela. He leído relatos aberrantes y he sido testigo de escenas que me sobrecogen. No es cierto que siempre hemos sido un pueblo cariñoso y amante de la paz. Por el contrario, nuestra historia pre y post republicana está teñida de sangre. Nos hemos odiado con ferocidad y nos hemos hecho mucho daño. Las temporadas de sana convivencia han sido escasas. Casi la excepción que ha confirmado la regla. Nos hemos dejado llevar por las bajas pasiones y las perversas intrigas han conducido nuestros pasos. Con liviandad pronunciamos insultos que no hacen sino degradarnos como seres humanos. Algunos piensan que incordiar es de valientes. Yo creo que es más bien de cobardes.

Poco importa si las razones que nos inspiran el odio sean válidas. Termina pesando más la consecuencia que el origen. Y entramos en una dinámica repulsiva en la que ya perdemos toda posibilidad de control sobre nuestros pensamientos y acciones y nos convertimos en barbáricos títeres de los salvajes directores de una terrible puesta en escena.

Seguramente Asunción, de haber sobrevivido, hubiera perdonado a Jesús. No hubiera caído en el juego del odio. Y seguramente también ella intercedió ante Dios por la salvación de su alma.

Venezuela tiene muchos problemas. Pero también tiene todas las soluciones. Mi indeclinable realismo me hace presentir que la oscuridad no es eterna. Pero hay que estar dispuestos a caminar para salir del túnel. Del llanto sólo nos quedarán las arrugas.

Desde el balcón de mi pequeñita casa veo el mar. El mar que viene y que va, sin pausa. El me enseña a seguir adelante. A no claudicar. Es mi país, mi tierra. Es la nación que fundaron mis ancestros. Venezuela es mucho más que una canción, o una bandera o un escudo. Es muchísimo más que una patria.

Yo me dejo contagiar por los buenos sentimientos. Y trató de cerrarle el paso a todo lo malo que se me cuela en la vida. Es cada vez más difícil. Vaya si cuesta ver con buenos ojos a quienes tanto daño nos hacen. Sé que, como todos, he sucumbido ante la tentación perversa de la rabia. He dicho cosas desagradables y caído en el terrible expediente del insulto. Drené mal. Pero hago un alto y pienso. Pienso que tengo que descartar la ira y la tristeza. Que no me sirven, que me asfixian, que por mucho que escarbo no les encuentro sentido. Soy una ciudadana de mi historia. Dueña de mis decisiones, responsable de mis actos y soberana de mis pequeños espacios. Y transito por mi país hurgando en sus narraciones.

Nadie me va a callar, nadie me domesticará. Solo soy eslava de mi libertad, pero entiendo muy bien que no es más libre quien menos se compromete. Y nadie logrará que yo privilegie el odiar por encima del amar. Pido perdón a quienes he ofendido.

La tarde está azul en Margarita. Y yo pienso en la dulce Asunción.

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