Laureano Márquez: Año Nuevo, vida vieja

Por: Laureano Márquez

Cuando un año comienza, parece que uno renovara la esperanza en muchas cosas: en la humanidad, en el propio destino dentro de ella, en la trascendencia del ser humano. También uno renueva la ilusión en cosas mucho más mundanas: un mejor trabajo, un mejor sueldo, un viaje… bueno, un viaje de vainas, pues.

Los venezolanos —y creo que algunos otros gentilicios también— comenzamos el año con la certeza de que todo será peor. De hecho, llevamos demasiados años con esa certeza, que es la misma que ha llevado al 10% de nuestros conciudadanos a abandonar el país en busca de reconstruir la esperanza en otro lugar, lo cual ya es mucho decir, porque para un venezolano no hay cosa más dolorosa que abandonar su casa, su clima, sus playas y sobre todo su paisaje espiritual y humano.

Este año será peor en todos los aspectos. Una sensación de que ningún cambio es posible se apodera de nosotros. Inverosímiles evasiones pasan por nuestras cabezas; ya imaginamos salidas extraterrestres: una invasión del planeta desde el espacio exterior, Dios nos libre. Y es que los venezolanos tenemos tal sino fatal sobre nosotros que es capaz de que se acaba el mundo y Venezuela sigue.

Quisiera ser algo más alentador en este primer escrito del 2018, pero me inquieta —en este comienzo de año— el empecinamiento en la demolición de lo poco que, a pesar de las circunstancias, sigue en pie. Abruma el cinismo. Se adueñaron del lenguaje. Pretenden hacerle creer a la gente que lo nombrado es real, que el pernil de carne y hueso se halla contenido todo él en la palabra “pernil” y que hoy te puedes comer la “p”, mañana la “e” y la “r”, y que el “nil” se puede congelar para la semana que viene. “¡El sol de Venezuela nace en el Esequibo! ¡Nace en el Esequibo!” les oigo decir, mientras la ExxonMobil anuncia nuevas perforaciones en el susodicho. Cuando hablan de que esto es “una guerra de ricos contra pobres”, la mala conciencia salta: ellos son los ricos, los que comen, los que tienen medicina y seguridad. Y la guerra la tienen casi ganada. Incluso palabras tan estimables como “democracia” y “libertad” terminan resonando en sus labios como mofa e insulto.

En su libro Ideología y utopía, Karl Mannheim señala que una de las maneras de entender la ideología es no solo como disfraz de la verdadera naturaleza de una situación cuyo reconocimiento podría perjudicar los propios intereses, sino también como autoengaño. Es decir, “mentiras” que uno se cuenta a uno mismo para ocultar la realidad.

En mi modesta opinión, la realidad —contrariamente a la versión oficial— es que el modelo político y económico implantado en Venezuela la destruye cada vez más aceleradamente y la conduce a una peligrosa situación de desesperación. La pregunta que brota inmediatamente es: ¿por qué alguien tendría tanto interés en acabar con su propia patria, en destruirla? ¿Cuál es la ganancia? ¿Esto es pura maldad o es incapacidad? Uno tiende a inclinarse por lo primero. Mannheim quizá nos diría que maldad y bondad no tienen nada que ver cuando se habla de opresión; que, aunque estemos convencidos de que estas personas actúan por pura maldad, ellas no lo ven así. Analicemos a los esclavistas, por ejemplo, donde se ve todo más claro: con la mirada de hoy, sabemos que lo que hacían estaba mal, pero ellos estaban convencidos de lo contrario, de que los esclavos eran seres inferiores y conseguían que los propios siervos así lo creyesen. Es el mayor logro de quien somete: lograr que el sometido considere su situación como algo normal. Apuntaba Marx en Sobre la cuestión judía: ninguna liberación parcial es buena; la liberación del hombre debe ser total. Es decir, la esclavitud, aunque él no lo sepa, oprime también al amo; menester es también liberarlo a él. Es solo en momentos de extrema opresión cuando los oprimidos se rebelan, cuando las opciones son sublevarse o morir y cuando toman conciencia de su poder, porque su opresor nunca dejará de pisotearlos mientras en ello encuentre beneficio y justificación.

La sociedad venezolana llego al límite. Ojalá que desde el Empíreo el Supremo Autor infunda al pueblo un sublime aliento.

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