Los canarios de la mina – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

No hay que ser un genio para darse cuenta que el país va de mal en peor. Y de veras que la ristra de declaraciones de dirigentes de gobierno y oposición, esa letanía que recitan frente a las cámaras y micrófonos, en nada contribuye ni siquiera a calmar los ánimos. Ni unos ni otros están haciendo lo mínimo que de ellos se espera: decir cómo salimos de este estado de miseria en que nos hundimos cada día más y tomar las acciones que ya no pueden esperar más.

La gente está harta, rabiosa y agotada. Estamos a una capa de pintura  de gritar «¡que se vayan todos!». Hay una sensación generalizada de estado de sitio, de estar atrapados sin salida, de asfixia. Sentimos que estamos en una mina y los canarios que alertan que se está acabando el oxigeno desfallecen en las jaulas mientras son ignorados. Es bueno que tirios y troyanos sepan y entiendan que nos asomamos a un escenario irrecuperable. Y que si tal cosa ocurriera sólo se salvarían los poquísimos, unos pocos cientos o miles, que habiéndose dedicado a robar tendrán los suficientes fondos en el exterior como para subvencionar su exilio, que será dorado pero enfrentando de por vida la incesante persecución de los muchos a quienes hicieron inmenso daño.

La señora Delsy habla de «venganza personal». Criminales palabras en boca de cualquiera, pero gravísimo delito cuando son pronunciadas por nada menos que quién está en el cargo de Vicepresidente de la República. Pero la otra cara de la misma moneda es la infinita torpeza de Claudio Fermín casi suplicando diálogo con el gobierno. Ambos son personajes de una pésima novela, los sepultureros de los mineros. Ambos son dirigentes que buscan conducirnos a la nada. Ambos colados por las rendijas en una escena

Entretanto, hay quienes todavía viven en la tierra del verde jengibre, creyendo en pajaritos volando en retroceso. Esperando, esperando, esperando. Que San Juan agache el dedo, que la rana críe pelos, que aparezca un Mesías que cante salve en ritmo de reguetón.

Acaba de fallecer Salomón Cohen. Y en medio de la tristeza, me ataca la rabia. Salomón nació en Jerusalén.  Muere como el venezolano que fue desde que puso pie en esta tierra por allá por 1930. Y aquí en este país es enterrado. Fue un constructor, no sólo de edificios sino de sueños de bienestar. Cada día de su vida puso un ladrillo de progreso. Creó miles de empleos. Nunca levantó el puño cerrado y siempre tuvo la mano abierta y extendida. Jamás destruyó. Fundó una familia. A sus hijos los enseñó a trabajar, a dar, a compartir, a no herir. Fue un hombre ordinario que hizo cosas extraordinarias. Me pregunto si en las mentes de quienes mal dirigen este país cabe una minúscula parte de la lógica, bondad y tenacidad de Salomón Cohen. Me pregunto si entienden lo que Salomón sabía, que con el insulto y el golpe no se llega a ninguna parte.

Los canarios desfallecen. La mina se queda sin oxígeno. Me indigna la maldad. Y mucho más la estupidez. No entiendo cómo hombres y mujeres inteligentes y estudiados creen que es más importante mirarse el ombligo que ver a los canarios.

soledadmorillobelloso@gmail.com

@solmorillob

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