¿Necesitamos héroes? – Mibelis Acevedo Donís

Por: Mibelis Acevedo Donís

Leónidas, Espartaco, Rodrigo Díaz de Vivar, Juana de Arco, Simón Bolívar; individuos de la más variada tesitura y origen, anudados por similar talante: la voluntad para, picados por un coraje inusual, desafiar la adversidad, actuar en nombre de la defensa de un colectivo, torcer la suerte a su favor. En su sentido más épico han sido mentados “héroes”, esa persona que realiza una hazaña admirable, para la que se requiere mucho valor; son síntesis de los valores más elevados de una cultura, seres prestos a superarse a sí mismos y sacrificarse por una utopía. No extraña que ante tal amasijo de excepcionales -casi numinosos- rasgos, y gracias al mañoso hechizo que a veces urde la memoria colectiva, la imagen de ese héroe, aunque humano, defectuoso y doliente, aterrice en el presente dotada de un homérico lustre. Así, sudor y carne mutan en ficción mitológica, en nuevo Prometeo destinado a robar el fuego sagrado que los mortales no pudimos procurar por nuestros ajustados medios.

“El héroe es siempre una propuesta, una encarnación de ideales”, dice Joaquín Aguirre. En mayor o menor medida, toda civilización necesita forjar sus titanes, sus propios referentes de grandeza: mitos paridos por el pensamiento mágico sobre los cuales se asienta la aspiración de descubrir algo “más allá” de la simple experiencia humana. De allí el gusto por esfumar sus asperezas, por mirarlos a través de un lente purificador que los devuelve impolutos: la paradoja es que al someterlos a tal ablución, los apartamos de la circunstancia específica que los genera, los despo­ja­mos de su historicidad, los volvemos objetos del todo inalcanzables. Borramos nuestro reflejo en ellos, y con eso la posibilidad de creer que nuestra roñosa realidad también puede convidarnos a lo notable. Es la nostal­gia por ese pasado, avivando la idea de que hay hombres y gestas “irrepetibles”, lo que a menudo roba trascendencia al hic et nunc.

Tras el paso de un caudillo que sólo deja un legado mostrenco, el de Venezuela, por cierto, no ha dejado de ser un pueblo adicto a la esperanza, ávido de salvadores. En medio del vértigo que nos tocó vivir, no cejamos en el afán de construir héroes, de idealizarlos, subirlos al pedestal y con idéntico trajín bajarlos de allí: y la política, es obvio, se ha prestado al tribal retozo. Irónicamente, mientras la literatura del cómic opta por humanizar a sus legendarios superhéroes y rescatarlos de la plana tiranía del blanco y negro, a salpicarlos de vicios y mezquinas miserias, a mostrarlos ocasional­mente débiles, moral o ideológicamente volubles, la crisis política nos hace implacables respecto a nuestros propios constructos. Un día levantamos en hombros a un líder, bordamos su frente de laureles, le endosamos un ardor mesiánico que se nos antoja único; al otro, con la misma intensidad del fogonazo de la bengala, descubrimos la finitud de su perfección, la llaga en sus pies, su agotamiento, sus “claudicaciones”. Y cuando “nos fallan”, ¡Ay!: los destruimos con saña carnicera. Así de inflexibles somos con nosotros mismos, porque en ellos nos hemos proyectado. Ni los perdonamos ni nos perdonamos. Demandamos de esos “héroes” la haza­ña incomparable, el milagro. La realidad, lo posible, nunca es suficiente.

Penoso, sí, pues la política -en lugar de ser espacio para la creación de realidades conjuntas a partir de aquello con lo que, de hecho, se cuenta- siempre parece quedar corta. Cuando la expectativa alza vuelo hacia el Olimpo azuzada por un premioso “¡Ya!”, y la posibilidad queda pegada al suelo -fea, enteca, aplastada por el contraste y la altura- la frustración acaba siendo colofón regular. Abisma que quienes alientan el círculo vicioso no lo adviertan: el retorno al punto de partida luce a estas alturas la crónica de un resbalón anunciado.

¿No sería más sano, entonces, forzar a la dirigencia a desterrar el apego por la demagogia, la moralina invalidante, esa ligereza para prometer lo que, evidentemente, no podrá cumplir? En ese sentido, a la sociedad toda corresponde la tarea de hacer las paces con la verdad: por el lado del ciudadano, entrenarse para apreciar al buen líder (capaz de conectar su discurso con el ethos mayoritario y responder con concreciones) y distinguirlo del espe­jismo heroico, del mero milagro mediático; del lado de la clase política, reconocer las limitaciones sin renunciar a las metas, adecuar medios a fines, dar piso objetivo al deseo para que su comunicación -o la falta de ella- no los sobrepase.

En el “impuro” terreno de la política y cuando la realidad aprieta pescuezos, no es lo mismo ofrecer sensatez que delirio, no es igual ser Mandela que Juana de Arco. He allí el pulso que el liderazgo debe medir antes de entregarse a los vapores de la rumbosa epopeya, una que con gusto cambiaríamos por el modesto y sólido cómo, cuándo, con quién, para qué; esa suerte de heroicidad práctica que pellizca a fondo lo imposible para advertir, efectivamente, cuál de sus grietas es lo bastante grande para colarnos, y actuar.

 

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