Onda expansiva

Por: Sergio Dahbar

Si no existieran los obsesivos la vida sería muy aburrida. En esta frase encaja como un guante uno de mis personajes desconocidos favoritos, el escritor judío y estadounidense Meyer Levin. No en balde escribió un libro que se llama The Obsession (Simon & Schuster, 1973).

Su historia fue sin duda una de las derivaciones de la tragedia de Ana Frank, la joven de 15 años que intentó sobrevivir al Holocausto oculta en una casa de Amsterdan y que al final fue asesinada por los nazis en 1945. Hoy todos las recordamos porque dejó un diario excepcional que ha vendido 30 millones de ejemplares en 60 lenguas.

Este año, cuando se cumplen 68 años de su triste desaparición, su legado ha vuelto a ser noticia. El pleito judicial que enfrentaba a la Casa de Ana Frank, ubicada en Amsterdan, y al Fondo Ana Frank, abierto en Basilea por el padre, Otto Frank, finalmente conoció su fin.

La justicia falló a favor del Fondo de Basilea, de manera que miles de documentos que se encontraban en préstamo en Holanda deberán regresar a Suiza antes del primero de enero de 2014. El corazón de este conflicto se encuentra en que el Fondo Ana Frank siempre cuestionó el uso que han hecho en Amsterdan de la figura de Ana Frank, como si se tratara de una marca.

Ahora el Fondo desea crear en Francfort, ciudad natal de esta joven, el Centro de la Familia Ana Frank, apoyados por el Museo Judío y el ayuntamiento de esa ciudad. Alegan que Otto Frank sólo quería que fuera un lugar de encuentro para jóvenes.

El destino fue cruel con esta muchacha que intentó ser honesta en el último lugar posible de la tierra. Como escribió la periodista Judith Thurman, al compararla con Jane Austen, «Escribir es el antídoto de ambas contra la claustrofobia, tanto física como espiritual, y sin embargo, la claustrofobia parece subrayar su alegría natural’’.

Hubo demasiadas adversidades que le mordieron los talones a su vida y a su legado después de muerta. Los nazis fueron los primeros, porque se empeñaron en borrar de la tierra a quienes consideraban seres inferiores. Después vinieron los opinadores que pusieron en duda la verosimilitud del diario. Hubo otros que intentaron desmentir el Holocausto, por considerarlo una invención de la comunidad judía.

No se queda atrás su padre, por razones muy diferentes. En un intento desmesurado por proteger su memoria, con la culpa natural de quien ha sobrevivido, eliminó del diario aquellos pasajes que consideraba inadecuados, como los que hacían referencia al despertar del sexo.

Y por supuesto no podemos olvidar a Meyer Levin, quien se obsesionó con la historia de Ana y logró que en 1952 Otto Frank lo nombrara su agente literario.

Quería escribir una obra de teatro basado en el diario. Y así lo hizo.

Lamentablemente, el texto fue rechazado por la productora Cheryl Crawford, quien era asesorada por Lillian Hellman. Levin se sintió ofendido, pero presentó su trabajo ante el productor Kermit Bloomgarden, que también lo rechazó. De esta manera Levin quedó a un lado del proyecto.

Bloomgarden no perdió de vista la trascendencia del texto de Ana y buscó dos guionistas para retrabajar la idea: Franscis Goodrich y Albert Hackett, quienes habían escrito un éxito del cine de los años 50, El padre de la novia, interpretado por Spencer Tracy.

Escribieron ocho versiones, hasta convencer a todo el mundo.

En el estreno debutó Susan Strasberg, hija del mítico director Lee Strasberg, creador de una escuela de actores. La obra fue un éxito de taquilla y recibieron un premio Pulitzer.

Meyer Levin no procesó bien el éxito del equipo ganador. En 1956 se distanció de Otto Frank, al que llamó: «Usted es mi Hitler’’. Y se empeño de demandarlo. También fue contra Kermit Bloomgarden.

Quería una compensación de 200 mil dólares, por plagio de su texto, fraude e incumplimiento de contrato. Sólo recibió 15 mil dólares, en un acuerdo cordial entre las partes.

Catorce años después publicó The Obsession, donde al mismo tiempo confesó ser víctima de la «mafia judía’’ y razonó el rechazo sistemático a su obra por ser demasiada judía. Levin murió en 1985 en Jerusalén, sin que ningún otro brillo lo rescatara del olvido a donde lo condenó su terca obsesión por Ana Frank.

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