Panamá, ida y vuelta – Leonardo Padrón

Por: Leonardo Padrón

El destino es un quién sabe en el pasaporte.                                                                                                                                   descarga (5)

Lo más difícil hoy en día en Panamá es conseguirse con un panameño. Es una frase excesiva, pero si eres venezolano y vas de visita por tres días puedes vivir esa sensación. En cualquier centro comercial, supermercado o restaurante te vas a topar con un nutrido collage de caraqueños, maracuchos y orientales. Se habla de 150.000 venezolanos residiendo en un país de apenas 4 millones de habitantes. La cifra del éxodo sigue aumentando.

Desde hace años una alta dosis de venezolanos hace cabriolas para huir del país, de la ruina o de la muerte (marque con una equis donde su depresión elija). En ese hito crucial que es el exilio muchos procuran la opción menos traumática. La distancia y el idioma son elementos decisivos. Lejos, pero no tanto. Afuera, pero con el mismo diccionario. Panamá, para los venezolanos, más que un país, es una redención.

         El destino es un quién sabe en el pasaporte.

                                               ***

         Hace dos fines de semanas me tocó viajar a la ciudad de los rascacielos caribeños por motivos de trabajo. Allí se encontraban ya Tania Sarabia y Claudio Nazoa para presentar en el Teatro de la Huaca de Atlapa  Ese humor que es el amor, donde funjo de anfitrión en un divertimento que ambos tejen con maestría a propósito de los ancestrales vínculos entre la sonrisa y la piel, la carcajada y el orgasmo, la seducción y el humor.

En Venezuela todo viaje en avión se ha convertido en una epopeya. Por razones que no logro descifrar, la línea aérea que me transporta desde Maiquetía hace escala en esa penitencia que es el aeropuerto de Barcelona. Aunque se esmeran en disimularlo, es un aeropuerto internacional. Allí espero 4 horas para abordar otro avión que me llevará al destino final. En tanto tiempo es inevitable recibir una gran dosis de ese coctel nacional que hoy nos designa: penuria, negligencia, abandono. Para decirlo rápido: el estado Anzoátegui posee un aeropuerto francamente vergonzoso.

Primera noticia: el aire acondicionado no sirve desde hace meses. Afuera, el sol oriental derrama su temperatura de horno. Sientes opresión en los pulmones. Caminas de un lado a otro buscando oxígeno. Juras que luego de pasar inmigración todo será distinto. La cola es lenta, lentísima. Un policía me exige botar una botella de agua para entrar a una segunda cola donde el proceso de deshidratación se acelera. Realmente la medida de seguridad debería ser evitar que la gente se desmaye por el sofoco. Los empleados del aeropuerto se abanican con papelitos y quieren arrancarse las camisas de mangas largas que les obligan a usar. Pasas inmigración y te encuentras con la segunda noticia: el calor es muchísimo peor.

La gigantesca lona que cubre el área de salida de los vuelos internacionales triplica la sensación de fiebre interna. Las gotas de sudor ruedan por tu espalda, por tu pecho, por tus pliegues. Ya a estas alturas el viaje se ha convertido en una experiencia bochornosa.

En la sala de espera cientos de personas, exánimes por el calor, se  abanican con sus pasaportes, con el periódico, con lo que puedan. En los escasos negocios no hay agua para la venta. Los enchufes no poseen energía eléctrica, apenas dos, asediados por una multitud que necesita cargar sus teléfonos. Los efectivos militares revisan el equipaje de mano en una mesa chueca, coja, destartalada. Todo es tan precario, tan revolucionario.

        Y entonces le preguntas a un empleado del aeropuerto por la gestión de Aristóbulo Istúriz, el gobernador de la región. Se escuchan risas, maldiciones, altisonancias. Aristóbulo no sufre ese sofoco. Él no sabe. No ve. No hace.

         Cuando ya el mal humor ha desbordado su punto de quiebre, tu vuelo a Panamá finalmente sale. Todavía no entiendes qué hacías en Barcelona.

                                               ***

Los panameños tienen un talante parecido al nuestro, un acento cercano, la misma sonrisa en la orilla de los labios. Ese fue un buen argumento  para muchos venezolanos a la hora de apostar por un nuevo código postal. La migración ha tenido varias oleadas donde hay desde estudiantes, empresarios, recién casados, raspacupos y familias enteras. Alguien me comentó de la mudanza de 25 miembros de una misma familia, tres generaciones, trasladándose de un solo envión a Panamá City.

Pero las cosas han cambiando. El tema recurrente entre los venezolanos que allí viven es el cambio de actitud de los locales. La hospitalidad inicial ha dado paso al recelo de quien siente los síntomas de una invasión. El asunto se discute en las redes sociales con virulencia. Asomarse a esos debates resulta tan iluminador como inquietante. El propio Rubén Blades, en una desmedida polémica con Ibsen Martínez sobre otro caldo, deslizó su opinión sobre el tema: “En Panamá hacemos un esfuerzo por lograr que nuestro pueblo no generalice un sentimiento anti-inmigrante que se empieza a sentir por el éxodo que va en aumento a consecuencia de la situación política. Algunos venezolanos, especialmente los de alto poder adquisitivo, llegan con una actitud de superioridad y de soberbia (…) Compran dos casas en un barrio de lujo y de pronto se creen dueños del país, y con una condescendencia que ofende, tratan a sus anfitriones como si fuesen siervos. Pero esos son algunos, no todos. Por eso, no debemos generalizar. Hay muchos venezolanos que han venido a nuestro país con respeto, agradecen nuestra acogida y se integran a nuestra sociedad y costumbres”.

El hecho es que ya no es tan fácil tramitar los papeles, ni abrir una cuenta bancaria, ni conseguir manos extendidas.

Este cuento ha perdido su gracia inicial.

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Oído en la barra de un bar: “¿Recuerdas cómo jodimos en su momento a los portugueses, gallegos, italianos y argentinos? ¿Por qué eso no fue xenofobia y lo que los panameños hacen con nosotros sí?”

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Comento el fenómeno con el sociólogo Tulio Hernández. Me dice: “Los panameños tienen una memoria amarga de la presencia de extranjeros en su territorio asociada al desprecio, la discriminación y la exclusión. El antecedente decisivo es la Zona del Canal de Panamá que era una colonia de Estados Unidos que partía el país en dos y que practicaba una especie de apartheid contra los trabajadores panameños. El método conocido como Gold Roll y Silver Roll, es decir, los cargos de mando y los mejores salarios para los norteamericanos y los trabajos menores y peores salarios para los locales. Era como tener otro país, con su propio gobierno, y donde eras excluido, dentro de tu propio país. Por eso hay una predisposición negativa a toda intromisión externa. Hace años hubo una muy fuerte migración colombiana que terminó generando rechazo. Y hoy se siente como amenaza la presencia de numerosos trabajadores españoles que laboran en la ampliación del Canal y, por supuesto, la de los venezolanos que alteran con sus prácticas –dar propinas exageradas, pagar los taxis a mayor precio para viajar solos, más la arrogancia impertinente de algunos– la vida cotidiana de la ciudad”.

Quizás los panameños necesitan estar consigo mismos un rato. Justo en el momento en que muchos venezolanos andan buscando asidero en sus costas.

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En un estupendo restaurante llamado “Alma Llanera”, el dueño –un traumatólogo caraqueño– nos habla de venezolanos que han llegado al local buscando trabajo como mesoneros o parqueros. “¿Y cuál es tu profesión?”, “Odontólogo”. Gente, sin duda, sobrecalificada, pero en estado de supervivencia.

Una amiga arquitecta que abrió un café en la zona comercial me relata su experiencia: “Estoy feliz. Sentirme segura ha sido lo más importante. Me siento como si viviera en la Venezuela en la que crecí entre los años 70 y 80. La gente es como los venezolanos de entonces. Alegres, bonachones, inocentes”.

Otra venezolana lo resume brutalmente: “En Panamá no sientes que estás en otro país, sino que cambiaste de gobierno”.

Panamá ha vivido sus laberintos, sus etapas oscuras, y ha sabido lidiar con ellas. Hoy su horizonte de rascacielos parece garantizar mejores tiempos. Se ha convertido en anfitriona y futuro de muchos nativos de un Arauca ya no tan vibrador. Se le debe agradecer.

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Vuelta a la patria. La cola para chequearse en el front desk de la línea aérea tiene sabor a tertulia en La Casa del Llano. Nos anuncian que habrá un retraso porque el avión chocó con un pájaro, un vidrio estalló y deben cambiarlo. Tania Sarabia hace una consideración importante: “Mejor, así no tenemos que esperar las cuatro horas de la conexión a Caracas en esa desgracia que es el aeropuerto de Barcelona”. La mala noticia se convirtió en buena.

Cuando estamos a punto de aterrizar en Maiquetía, de vuelta a nuestra ruda cotidianidad, Claudio Nazoa, voz en cuello, nos despierta: “¡A sufrirrrrrr!”. Los pasajeros sueltan una carcajada que se apaga pronto por la excesiva dosis de realidad que contiene. Luego de la tensa y larga y fatigante espera del equipaje, al borde de la madrugada, cuando aparecen las maletas (algunas abiertas, otras sin el plástico que las protege) la irritación de los viajeros es ya ensordecedora. Un letrero del Ministerio del Poder Popular para la Energía Eléctrica (¡uff!) dice: “Apaga antes de salir”. En ese nivel de agotamiento y humillación el letrero parece una variante de la célebre frase: “El último que apague la luz”.

Un viajero recoge su maleta y me dice: “Terminó el vía crucis”. Tuve que llevarle la contraria: “Ahora viene la parte en que arriesgamos la vida”: Tocaba, a cada quien, cruzar la solitaria autopista hasta Caracas. Eran casi las 2:00 am.

Apagar la luz. Irse y volver. Aventurarse. Procurar un sitio en el mundo. O permanecer.

Marque usted con una equis.

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