Parábola del hombre que no quería ser

Por: Jean Maninat

Acompañando al comandante todo se veía más fácil. El verso, la burla, el chascarrillo, a él le brotaba fluidamente y como por encanto deleitaba al auditorio que reía entusiasta. Supuso que con solo observarlo se impregnaría de sus habilidades.

Siempre fue un privilegio seguirlo desde tan de cerca, y cuando lo aventaba con rudeza un poco lejos, se iba cantando «loco de contento con su cargamento para la ciudad». Siempre se supo el más cercano, el indicado. Para qué hablar, para qué memorizar estadísticas, cifras, para qué indagar sobre otras realidades, curiosear algunos textos. Aprender las nociones básicas de los idiomas que comunican a otras gentes. Tan solo bastaba con observar, callar, aceptar, y su momento llegaría.

De tanto acatar, se dijo, llegaría a viejo más sabio, siempre más cercano y dispuesto a seguir escuchando y aprendiendo. Con el tiempo, le tocó asistir a foros internacionales y le extrañó el parloteo multilingüe de la asamblea, ver cómo funcionarios de otros países de su mismo rango hablaban en voz alta, con propiedad y soltura, y no recibían después llamadas incriminatorias en el celular o les explotaba en la pantalla del BB un mensaje recriminatorio. Es por eso, como decía el comandante, que en esos lugares olía a azufre. Pasó como pudo por la experiencia, acompañó a su jefe por medio mundo, y le tomó afición a andar abrazando musiús y puyándoles la barriga.

Se empeñó y no quiso escuchar al compañerito de las camisas rojas prensadas en la barriga que siempre le decía con chanza: «hermano, es mejor estar cerca del que paga y lejos del que manda».

Cuando las circunstancias lo obligaron a recobrar la capacidad de hablar, ya era una parodia, una sombra que persigue a otra sombra, y de tanto imitar empezó a fingir todo lo que veía a su alrededor. La cachucha del odiado opositor, el aire de juventud, el culto a la Virgen de los creyentes, el amor al prójimo y a la naturaleza.

Todo en vano, la mímica que se había instalado en sus articulaciones, las frases aprendidas al caletre durante años, el tono de desplante permanente, el desprecio por los que piensan diferente, el culto a la homofobia de quienes viven en el pasado, brotaron en su oratoria como un surtidor con existencia propia. El odio de clases, la necrosis de toda idea que se pretenda justa e inclusiva, se adueñó de su discurso con la violencia irredenta de quienes no tienen la razón.

La política, la deidad democrática más denostada del panteón laico, siempre les depara sorpresas a los descreídos. Y el país que se resiste a sus designios y al cual desprecia profundamente, le destapó su candidato: Henrique Capriles, dispuesto a dar la batalla democrática como lo ha venido haciendo desde hace años. No le bastará esconderse detrás de la figura de quien llama su progenitor. Utilizarlo como mascarón de proa para espantar el miedo y no medirse por cuenta propia. Son «liftings» de mercadeo electoral poco válidos cuando la herencia es pesada y los herederos políticos peligrosos.

Cuando se despierte, Capriles y quienes lo apoyan seguirán allí. Cuando cierre los ojos para descansar, Capriles y quienes lo apoyan seguirán allí. Cuando vocifere e insulte, Capriles y quienes lo apoyan seguirán allí. Cuando llegue el día de la votación, Capriles y quienes lo apoyan estarán allí.

No tiene salida. Ya le quitaron la pajita del hombro. Le dijeron que él era el problema y no otra persona. Lo invitaron a dar un paso al frente. Lo llamaron por su nombre: Nicolás. Todo el mundo lo vio y lo oyó. Por más que se disfrace, por más que se esconda detrás de los afiches de quien fuera su jefe, por más que corra y arengue a sus seguidores haciendo la bicicleta en retroceso, en algún momento tendrá que parar y dar la cara.

Las máscaras siempre caen antes de que termine la charada.

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