Una filosofía de vida – José Rafael Herrera

Por: José Rafael Herrera

Según Hegel, desde su fundación, la filosofía ha corrido con “la mala suerte de que incluso aquellos que nunca se han ocupado de ella se imaginan y dicen comprender naturalmente los problemas que trata, y ser capaces, ayudados de una cultura ordinaria, y en especial de los sentimientos religiosos, de filosofar y juzgar en filosofía. Solo para filosofar no se necesitaría ni estudio, ni aprendizaje, ni trabajo. Esta cómoda opinión ha encontrado en estos últimos tiempos su confirmación en la doctrina del saber inmediato, del saber intuitivo”. Son palabras, sin duda, importantes, escritas por el autor de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, que dan cuenta de los usos y abusos –para no mencionar las ligerezas– de quienes, sin conocer el oficio, se lanzan, asistidos por la audacia del ignorante, a calificar de “filosofía” lo que así les resulte apropiado o conveniente. La “filosofía de la empresa”; la “filosofía” de este o aquel establecimiento de comida rápida; “mi filosofía”; y, últimamente, la “filosofía de la vida”, que con tanto énfasis la valiente fiscal general de la República, en plena entrevista, le atribuyese al llamado “chavismo”.

Llamar filosofía a todo tipo de saber, a cualquier tipo de conocimiento abstractamente universalizado y, en realidad, enclavado en percepciones o intuiciones traídas desde el ámbito de lo empírico, de “la infinita multitud de lo accidental”, es no comprender el quehacer propio de la filosofía y, por ello mismo, se trata de un querer permanecer en las lejanías de la labor de pensar en sentido enfático. Por eso mismo, determinar su qué es implica, socráticamente, exponer lo que no es. Y, en efecto, no es ni un trofeo ni un “santo grial”, como tampoco un jarrón chino o un conjunto de frases rebuscadas y convertidas en un dogma. No es aquello que reviste, recubre, adorna, con cierto caché, cual ornamento de “lo vano y fútil”. El hombre, el mundo de los hombres, es el mundo de lo que los hombres piensan y, en consecuencia, su actividad y producción están contenidas y presentes en su modo de ser religioso, jurídico y moral. La filosofía es, pues, actividad sensitiva humana o, en otros términos, teoría crítica del sí mismo, teoría crítica de la autoconsciencia, en fin: teoría crítica de la sociedad.

Es verdad, como dice Gramsci en sus Quaderni, que “todos los hombres son ‘filósofos”, toda vez que esa suerte de “filosofía de todo el mundo” se haya presente en el lenguaje –que es un conjunto de nociones y conceptos determinados y no sólo de palabras gramaticalmente vaciadas de contenido–, en el sentido común y en el buen sentido, así como en todo el sistema de creencias, supersticiones, opiniones, prejuicios, modos de ver y actuar, que conforman, en general, lo que el pensador italiano define como el “folklore”. No obstante, esa premisa no es suficiente. De ahí que Gramsci sostenga la necesidad de “pasar al segundo momento, al momento de la crítica y de la conciencia”. Y es que crear una nueva cultura, una nueva manera de ser y de pensar, pasa, de modo necesario, por superar tanto las formas disgregadas y ocasionales, presentes en una “concepción del mundo impuesta”, como la representación de que la filosofía es, exclusivamente, una labor de “grandes descubrimientos originales individuales”. Hacer filosofía es “elaborar la propia concepción del mundo consciente y críticamente, elegir la propia esfera de actividad, participar activamente en la producción de la historia del mundo, ser guía de uno mismo y no aceptar pasiva y supinamente que nuestra personalidad sea formada desde fuera”.

Cuando la filosofía se hace sierva de la fe y el dogma deja de ser filosofía para devenir religión positiva. Un conjunto disgregado de creencias y presuposiciones que enfatizan, con un lenguaje cada vez más pobre y soez, en valores ficticios y heroicidades inexistentes –capaces de mezclar en un mismo cocido a Buzz Light-Year con la santería, la pulpería de Zamora con Trucutrú, Boves con “el hombre nuevo”, los “colectivos” con los “bolichicos”, la equidad social con la miseria, la fuerza armada con un “partido de nuevo cuño”, la educación con el adoctrinamiento cubano o las políticas sociales con los “controles” económicos y la destrucción del aparato productivo– no solo no es una filosofía de vida, y ni siquiera es una filosofía de muerte: stricto sensu, es un pastiche. No puede ser una filosofía –y mucho menos de vida– el haber despilfarrado las enormes riquezas del país; el haber literalmente acabado con sus fuerzas productivas; el haber hipotecado –y arruinado– la nación. Nada tiene que ver con la racionalidad filosófica –¡y no se piense tan siquiera en una extravagante modalidad de Lebensphilosophie!– con el hecho de haber montado una estructura institucional paralela en salud, vivienda, seguridad y defensa, educación, etc., que terminó en la más absoluta de las irracionalidades, cabe decir: en la de tener que mantener a dos Estados dentro del Estado. Y es que “eso” terminaron siendo las llamadas “misiones”: una fuente continua de corrupción y derroche de recursos, un Frankenstein de dos cabezas, una de las más atroces y escandalosas burocracias del planeta.

Una “filosofía de vida” no puede haber en una sociedad en la que la pobreza material y espiritual se ha desbordado; en la que los “antivalores” se han convertido en los valores más preciados; en la que ejercer un cargo público es sinónimo de corrupción; en la que robar, secuestrar o asesinar a ciudadanos es motivo de orgullo y pose para Facebook; en la que el control del sistema carcelario está en manos del pranato y no de las autoridades competentes; en la que la violación de los derechos humanos ya se ha vuelto costumbre y tradición. En suma, una sociedad en la que los más ignorantes, los menos preparados, los más incompetentes, los mediocres y “piratas” son “el modelo” a seguir, los “auténticos patriotas”, los “revolucionarios”, los “hijos de Bolívar”, no puede ser, en ningún caso, una sociedad sustentada en una filosofía. Perdone, señora fiscal, pero no hay en esto un solo rastro de pensamiento ni de vida. Solo queda la ruina de las –otrora bellas y acogedoras– ciudades, la asfixia de las universidades, el dolor por los niños muriendo en los hospitales o comiendo de la basura. Solo queda la rabia ante la cruel represión, la vergüenza de la cola para el pan y, como “sistema de la verdad”, la humillación de las bolsas “Clap”.

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