Dulces para el perdón – SOLEDAD MORILLO BELLOSO

 

Por: Soledad Morillo Belloso

El 29 de julio de 1811, el cura Miguel Hidalgo y Costilla, Padre de la Patria de México y autor del famoso Grito de Dolores, estaba preso en Chihuahua acusado de graves delitos contra la Corona y contra Dios. Ese día es informado que al despuntar la mañana del día siguiente será fusilado. En la madrugada, como gesto de agradecimiento a las atenciones recibidas por parte de su custodio, el cabo Miguel Ortega, toma un trozo de carbón y escribe sobre las paredes del calabozo unos versos. A él le pide que le consiga dulces y le paga con un rosario. De camino al paredón, uno a uno fue obsequiando con torrejas a los soldados que habrían de disparar sus fusiles para cumplir la penosa sentencia. Al hacerlo les otorga el perdón y les indica que apunten a la mano derecha sobre su pecho. ‘’Será, hijos míos, el blanco seguro al que habéis de dirigiros”. Obligado a sentarse en una silla, rechaza la venda para cubrir los ojos y rehúsa dar la espalda al pelotón. Su muerte no ocurre en la primera andanada de fuego. Una y otra vez los soldados fallaron, no se sabe si adrede. Hubo entonces varias descargas. Trece balazos penetraron su cuerpo y sólo uno, el de gracia, acaba con su vida.

Ante semejante muestra de valor, que ponía en aprietos a sus asesinos pintándolos de débiles frente a la actitud de un hombre que fue corajudo hasta el final, a un comandante de nombre Salcedo le fueron ofrecidos veinte pesos para que, valido de un machete, cercenare la cabeza de Hidalgo y la colocare en una lanza para que se pudriese frente a los ojos de la población. Así ocurrió.

La cabeza del cura Hidalgo, todavía ensartada en la misma lanza, fue trasladada a Guanajuato para exhibirla en una jaula de hierro pendiente de uno de los ángulos de la Alhóndiga de Granaditas. La acompañaban otras tres, las de Allende, Aldama y Jiménez. Allí, mostradas como feroz recordatorio a la población de la sentencia que se impondría sobre cualquier alzado, se mantuvieron las tres cabezas por casi diez años, hasta marzo de 1821. El cuerpo sin cabeza de Hidalgo recibió sepultura en Chihuahua en los espacios de la Tercera Orden de San Francisco. Los versos que escribiera el cura en la pared de su prisión rezan así: “Ortega, tu crianza fina / tu índole y estilo amable/ siempre te harán apreciable / aun con la gente peregrina. / Tiene protección divina / la piedad que has ejercido / con un pobre desvalido / que mañana va a morir / y no puede retribuir / ningún favor recibido. / Das consuelo al desvalido / en cuanto te es permitido / partes el postre con él / y agradecido Miguel / te da las gracias rendido. Hoy los dulces que obsequio Hidalgo se conocen como “torrejas del cura”.

Mazapán del perdón

En la historia venezolana consta un fusilamiento que manchó con colores de indignidad nuestra gesta libertaria, el del general patriota Manuel Piar. Aquel fue un acontecimiento aciago y doloroso, toda vez que ocurrió como sentencia refrendada por nada menos que el mismo Simón Bolívar. A Piar, patriota de muchos logros y honrosos servicios a la causa de la emancipación, lo acusaron de sedición y traición. Seguido un juicio en el que fue hallado culpable, se le dicta condena de muerte en el año de 1817. Hasta hoy a los venezolanos no se nos quita una inmensa pena por esto. No conseguimos dar con una explicación plausible a este asunto que destrozó los corazones de la gente de la época y que aún hoy escuece nuestra alma venezolana. Algunos historiadores y politólogos justifican la cuestión alegando que Bolívar se vio forzado a hacerlo para poner orden. Pero eso no nos alcanza para dejar de sentir que lo ocurrido fue evitable.

Cuentan que luego de pasado el trance, unas mujeres de la villa de Angostura se colocaron velos negros sobre sus cabezas y acudieron a la iglesia. Que allí comenzaron a rezar el “Yo pecador”. Mientras lo hacían iban entregando a los pasantes pedazos de mazapán de merey, un dulce que comían por igual gentes de todas las clases y que, al parecer, era el preferido del general Piar. Acaso con tal gesto esas mujeres también buscaban aliviar las heridas de un pueblo que lloraba a su general fusilado. Quizás con ello buscaban también hallar dentro de sus espíritus un espacio para el perdón.

Roscos de la culpa

Tras una denuncia anónima -o de la que al menos nunca se reveló el nombre del autor- el 16 de agosto de 1936 Lorca fue detenido en la casa de uno de sus amigos, el poeta Luis Rosales. Llevado a la comisaría, de manos atadas, Lorca fue acompañado por Rosales a quien, según dicen, le fue prometido por las autoridades que, de no hallarse denuncia en su contra, Lorca sería puesto en libertad tan pronto despuntara el alba. Se sabe que la ejecución fue ordenada por el gobernador civil de Granada, José Valdés Guzmán, quien había exigido al ex diputado Ramón Ruiz Alonso la detención del poeta.

Lorca fue vil y cobardemente ejecutado en el camino que va de Viznar a Alfácar. Durante años se aseguró que su cuerpo yacía enterrado en una fosa común anónima en algún espacio indeterminado de esos parajes, junto con los restos de un maestro nacional de nombre Dióscoro Galindo y de dos banderilleros, Francisco Galadí y Joaquín Arcollas. Los tres fueron ejecutados con Lorca. Esa fosa está en un paraje de Fuente Grande, en Alfácar en la provincia de Granada.

Algunos meses después, el 11 de marzo de 1937, el periódico Unidad de San Sebastián, publicó un texto rubricado por Luis Hurtado Álvarez, en el que se leía “A la España imperial le han asesinado su mejor poeta”. El autor no volvió a escribir en el periódico.

En 2009, durante el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, las cortes españoles aprobaron la llamada “Ley de la recuperación de la memoria histórica”. Al abrigo de esa pieza de legislación, se hurgó en la fosa donde se suponía descansaban los restos del poeta. No fueron encontrados.

Cuentan que cada 19 de agosto, en ese lugar donde se dice se perpetró el asesinato de uno de los más grandes poetas de la lírica castellana y grande de la Humanidad, cuando cae la noche se escuchan adoloridos “cantejondos”. Dicen que son los andaluces que lloran su profunda pena por el crimen impunemente cometido en 1936. Dicen también que, al clarear, quien transite la vía la encuentra adornada de flores y si se interna se topará con una estela de roscos fritos esparcidos entre los arbustos. Dicen que esos eran los dulces preferidos de Lorca y que son los descendientes de quienes mataron al adorado poeta quienes los colocan allí para pedir perdón y expiar las culpas de sus antecesores.

Tres tristes episodios. Tres dolores insondables e insuperables. Tres culpas que tienen en común dulces para el perdón. Hay una profunda enseñanza en estas tres historias. Los seres humanos no conseguimos aprender de nuestros errores y tendemos a repetirlos una y otra vez. Hemos sido protagonistas, víctimas o espectadores de acontecimientos de horrenda nomenclatura.

Quizás, sólo quizás, en estas épocas en las que atravesamos turbulencias tan peligrosas, no podemos hallar en nuestros corazones el ánimo y la fortaleza para pedir u otorgar perdón. Estamos tan heridos, tan rabiosos, tan indignados por lo que ha ocurrido que no nos resta sino un enorme amasijo de resentimiento. Cuando todo esto tan horrendo que nos pasa pase, y pasará, necesitaremos mucho humanismo, necesitaremos ser mejores. No recuerdo cuándo ni dónde leí alguna vez que el perdón es el agua que extermina los incendios del alma.

 

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