Más que amor, frenesí – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Por diseño celular, el despecho de los hombres y el de las mujeres se dibujan distinto. No que uno sea más gordo o sufrido que el otro sino, más bien, que del hueco emocional salen por diferentes medios y con utensilios propios de cada género. Contrariamente a lo que se pueda pensar, poniéndoles a las mujeres un rasgo dulce, muchas veces ellas recurren a estrategias de cobranza contantes y sonantes («ésta, te lo juro por este puño de cruces, me la pagas»). Los hombres en cambio matan el despecho con alcohol, zambulléndose en faldas, refugiándose en «los brazos de otra» y, salvo los que hagan realidad el crimen de sangre, ellos consiguen encontrar una forma de sobrevivir con lo que más les importa: el orgullo intacto. El despecho no es sólo porque haya infidelidad, aunque suela ser el más común de los orígenes. El desamor duele, si se quiere, tantísimo más. Lo más importante es establecer lo que se hace público, afectando la dignidad o lo que se suda en privado.

Así le pasó a Juan Antonio. Él era, o se sentía, el papá de los helados. Creía que estaba por encima de toda posibilidad de conflicto. Al fin y al cabo, toda su vida había sido el seductor que se salía con la suya. Conquistaba casi sin esfuerzo. Tenía pinta, plata, charm. Todo para ser un triunfador.

Aquella nochecita fue al bar del hotel. Se merecía un alivio luego de un día largo de enormes presiones. La reunión con el cliente había sido dura. Y más difícil aún explicarle las complicaciones para poder llenar los requisitos que el funcionario que tramitaría los permisos exigía para poder al fin cuadrar el negocio. Por supuesto, el cliente le exigió garantías. ¿Garantías? No puede haberlas en un país donde todo tiene precio y no puede haber seguridad de nada. Pero lo convenció.

Le sirvieron el primer whiskey. Le supo a gloria. A elixir de los dioses. Cuando ya había pedido el segundo, la vio. Preciosa. Jovencita. Vestida para pecar. Una diosa. Se cruzó la mirada con ella. El gesto no llegó a sonrisa. Le pareció que ella levantaba la ceja y que eso era una clara invitación.  El creyó que era para pasar el rato. Para matar el aburrimos ento. Pero ella se le metió en el alma. Le enredó la vida. Y nunca más se la pudo sacar de adentro. Entonces, quedó convocado el despecho.

La misma canción o el mismo verso toman diferentes caminos sea que quien cante o recite sea un hombre o una mujer. El despecho es ese «te sigo queriendo aunque me duela el alma, yo necesito amarte». No hay despecho sin nombre y apellido. Porque el despecho no es tapa amarilla. Tiene marca, eslogan, estilo. Tono y volumen. Perfume y sabor. Piel ardida. Marca de fábrica. El despecho femenino siempre tiene, además, un componente de rabia con sabor a infinito. Duele que el tipo te fue infiel o te dejó de querer, pero da más rabia aún que los hombres puedan salirse con la suya porque haya la sensación que los pecados de los hombres son menos graves y por tanto comprensibles y perdonables. Pero por eso mismo al hombre el despecho le duele más, le punza mal el alma. Se vuelve papilla, mucho más que la mujer.

El cancionero en nuestras lenguas tiene joyas sobre el despecho. Son odas al desamor y a la supervivencia. «Si j’etais un homme» (Dianne Tell) es una canción de despecho tan femenina que he encontrado pocos hombres que la entiendan y aprecien, a pesar que estoy convencida que sólo los hombres comprenden realmente a las mujeres. En idiomas anglosajones, pareciera que el despecho se padece distinto. Luce más a depresión transitoria que a corazón hecho jirones. En cambio, nosotros, los de las lenguas romances, terminamos tarde o temprano con el corazón «en carne viva». No podemos imaginarnos sin esa otra persona, aunque cantemos «procuro olvidarte». Y recurrimos a Gonzaguinha para gastarnos gritando «Quando eu soltar a minha voz por favor entenda que palavra por palavra eis aqui uma pessoa se entregando». Nuestra rabia es paradójicamente un grito de rabia y tristeza pero por igual de esperanza. Queremos creer que esto tiene remedio, aunque el personaje que causa ese dolor intenso sea, como bien se queja Paquita, una «rata de dos patas».

Por supuesto, ahí está, omnipresente, nuestra herencia andaluza, feroz y pasional, para algunos primaria y poco evolucionada, que pringa nuestras emociones desde la piel de nuestra fruta hasta el carozo. Ahí está la naturaleza exuberante de nuestra irredenta tropicalidad. El calor interno y externo que invita a desnudar el cuerpo y el alma, aun a riesgo de colocarnos en posición de debilidad. El drama de ser lo que somos sin concebir que tenga sentido ser de otra manera. No sentimos que somos capaces de querer más, pero nuestros amores son más intensos, más genuinos, menos -digamos-  transaccionales. Y eso, creemos, no nos hace mejores pero sí más humanos que otros humanos.

En los consultorios de nutricionistas y en los foros de los cocineros gourmet se dice que somos lo que comemos y bebemos. En realidad somos lo que sentimos, lo que recitamos y cantamos. Somos lo que nos duele en esa parte que no consigue verse con radiografías, ultrasonidos o tomografías axiales computarizadas. Lo que no se detecta en escrupulosos exámenes de sangre. Somos esos que se dejan llorar por las barandas y que se rasgan los sentimientos en la penumbra. Somos lo que lloramos. Lo que nos permite respirar no es un par de pulmones sino la pasión que nos impulsa a estar y ser. Eso que sentimos siempre recibe la compañía de un verso, de unas notas. Y, muy en particular, nuestros despechos nunca están solos. Han recibido la consecuente compañía de boleros, tangos, rancheras, choros, bossa novas, baladas, etcétera, etcétera, etcétera. No seríamos nosotros como nos reconocemos si no tuviésemos como incondicionales aliados esas notas y esas letras que son narrativas de los tantos tragos amargos de nuestros inevitables despechos y males de amores que desde siempre nos han asechado por las esquinas de nuestras vidas. Al fin y al cabo, nada hay más peligroso que la vida.

Cortarse las venas

Tres cosas ocurren simultáneamente en la vida de las mujeres de lengua romance: ponernos los primeros tacones, pintarnos la boca y enamorarnos perdidamente. Puede que ese primer amor no se concrete, porque él ni nos voltee a mirar o porque el amor se nos disuelva (por la aparición de otro o por alguna interfecta que se atravesó en el mero medio). Las mujeres de lenguas romances siempre estamos enamoradas, siempre estamos enamorándonos, hasta el fin de nuestros días. El primer amor será nuestro primer despecho o el primer despecho que causemos. Así, el despecho hace su debut en nuestra escena de vida para convertirse en pasajero constante de nuestro viaje de aventuras. Una mujer latina (que se precie de serlo) entiende que la feminidad lleva implícita la condición de amante y recordará por siempre todos y cada uno de los hombres que le atrajeron, cautivaron, sedujeron. Le hayan correspondido o no, son las páginas de su personalísimo portafolio de amores. Sus inolvidables. Cada uno de ellos tiene una hoja. Un color. Un sabor. Una imagen. Un verso. Y, por supuesto, una canción que decanta en un suspiro. Pero de todos esos amores, aquellos por los que se vivió un despecho están en una cajita especial, con llave, que se muda de casa en casa y se esconde en el fondo de un escaparate para garantizar su preservación. Al recuerdo del hombre se suma el sello del sufrimiento. Cuán verdadero aquello de «en la vida hay amores que nunca pueden olvidarse» que los mayores recuerdan en versión magistral de Tito Rodríguez y los menores cantado por Luis Miguel o Alejandro Fernández. Las mujeres latinas lloramos mucho. Y también nos enojamos mucho y nos reímos a carcajadas. Somos así, excesivas. Qué se le va a hacer. Para bien o para mal, para bien. Con el paso de los años esos despechos y dolores se nos apilan y se convierten en señas de vida, en marcas de guerra, en cicatrices que maquillamos; son vivencias en las que no cabe arrepentimiento.

Hay muchas piezas musicales que no pueden superar las barreras de género. El sufrimiento  plasmado en «El me mintió, él me dijo que me amaba y no era verdad» no cabe en una voz masculina, porque el dolor femenino implica confesión así sea frente al empañado espejo, como bien lo cantó desgarradamente Amanda Miguel batiendo su melena salvaje. El sufrimiento de los hombres se tapiza con varias capas de máscaras.

Los hombres latinos, que de tontos no tienen un pelo, con el despecho tienen una relación, digamos, productiva. Se nutren de él como de vitaminas. Un hombre despechado hace el ridículo. Luego, porque convenientemente tiene muy mala memoria, negará que hizo el papelón. Con varios tragos entre pecho y espalda -y nunca a solas- cantará «soy malquerido por la mujer que yo más quiero». Y luego, cuando se le pase la tusa, esa que tan mal lo quiso se convierte en una más, un verso de «se me olvidó que te olvidé». Ah, por cierto, quien le sirve de pañito de lagrimas es el fiel cantinero cómplice que jamás lo traicionará o, tal vez, oh sorpresa, una mujer, su confiable confidente. Porque la mejor amistad de un hombre no es otro hombre; es invariablemente una mujer. Y viceversa. Si la ella que causó el despecho lo engañó, lo que él necesita no es alguien que lo escuche y con quién ahogar sus  penas sino poder hacer realidad lo que Emmanuel pide cuando canta «pero ven con el alma desnuda».

Mis congéneres me van a atacar por lo que están a punto leer, una verdad que no resulta bebible, tragable. ¿Recuerdan estos versos?: «caminar sin ella es ir sin rumbo fijo, refugiarse como un niño en los brazos de la soledad. Regresar sin ella es tan delirante, tan nocivo, tan frustrante que a la casa no quiero llegar. Es como tener las manos llenas de ella, de su risa, sus caderas y saber que ella no está. Es como sentarse a deshojar estrellas bajo una nueva a través del ventanal.». Son del himno de cualquier despechado que se precie. Es la canción en español más descargada, comprada y conocida su letra por los hombres. Es de «El caballero de la salsa». Fíjense en las caras de los hombres en los conciertos. Cuando Gilberto la canta se produce como un momento mágico. Como de agobia y éxtasis. He visto hombres con los ojos aguaos y el mentón tembloroso cuando llega al «vivir sin ella es rendirse a cada instante, es caer, es levantarse y por ella comenzar…. Esto no es normal. Es querer volar a donde ella está… La noche sin ella es un trago amargo. Es mirar el calendario. Es llorar, amigos, es llorar». A mí que no me vengan con el cuento de los machos con coraza por corazón. Los hombres de verdad, los caballeros, se despechan espantosamente. Tengamos entonces piedad de ellos. Que tardan menos en recuperarse, eso es verdad. Las mujeres queremos que nos lloren por años, que padezcan, que les vaya mal, que nos dediquen un largo duelo. Un hombre  no sabe hacer eso. Primero se vuelve tiesto, se deshilacha hasta convertirse en tramitó, hasta que aparece un par de amigos que acude en su rescate, le obligan a vestirse y se lo llevan a un bar con el argumento de que «amigo, hay otras». Y entonces, en ese botiquín medio subterráneo y poco elegante, donde impepinablemente hay un cantante de poca monta que complace peticiones, aparece un «peluche», rápido reemplazo temporal y utilitario que sirve para poder adormecer el desastre y cantar a voz en cuello que «tu amor es un periódico de ayer». Las mujeres que le matan el despecho a un hombre deberían saber que son tránsito, anestesia, pasillo, que ellas nunca pasarán de ser la del barranco. Los hombres, mucho más hábiles que las mujeres, son parcelados. Al día siguiente, un poco enratonado tal vez y con olor a restos de perfume barato que dejó una mujer de cuyo nombre no pueden ni quieren acordarse, llegará a su trabajo y se ocupará de «asuntos importantes». No es productivo ni de hombres serios el llantén.

Las mujeres ante el despecho vamos a la peluquería, compramos algún trapo que no necesitamos y al menos un par de zapatos. Ya lidiaremos luego con el cargo no prospectado en la tarjeta de crédito. Llegamos a casa y nos probamos todo lo que tenemos en el armario, nos maquillamos como si fuéramos a una fiesta en el palacio de La Zarzuela, todo eso mientras escuchamos a todo volumen la voz de un cantante que sentimos nos entiende, enumeramos rabias y pormenorizamos culpas, con fecha específica de cada ofensa. Culpas de él, no propias. En una madrugada de despecho, luego de pasearnos por un vasto repertorio, conseguiremos esa canción que nos dé la razón y nos permita un estructurado «él se lo pierde». Todo lo que sea necesario para salvar la herida dignidad y por poder decir, a quien pregunte y pueda soltar malsanos comentarios, que todo está bien, que ya pasamos la página. Un guayabo es un episodio épico en la vida de una mujer. El despecho nos dura más porque le echamos gasolina al fuego. Somos así de torpes.

¿Que el despecho duele? Sí, caray, muchísimo. Quien con pedantería reporta que nunca lo ha sentido francamente ha caminado de turista por la vida. O está mintiendo. Claro está, no es cuestión de pasillanear por ahí pregonando a los cuatro vientos que se anda con el «corazón partío». Pero ahí vienen en socorro esas maravillosas canciones que nos calzan como anillo al dedo, justo del tamaño de la tragedia emocional insuperable que creemos estar padeciendo. Nadie se muere de amor pero, caray, duele como si tal. Y en la vida las percepciones son tanto o más importantes que las realidades.

Decir adiós

Uno trata de hacerlo causando el menor dolor posible. Dar por terminada una relación en la que se invirtió mucho no es fácil. Una separación es, en definitiva, un fracaso, para ambos concursantes en el juego. Es un perder-perder que se nos impone. Y a nadie le gusta estrellarse contra una realidad tirana. Cuando comenzamos a rumiar el cómo hacerlo, empezamos a ensayar. Muchas veces incluso frente al espejo. Si el fin no llega por rabia, uno trata de que la escena sea medianamente elegante. En ese simular frente al cristal con reflejo, acuden letras de otros de las que nos apropiamos, como si nosotros mismos las hubiéramos escrito. «Nosotros, que nos queremos tanto, debemos separarnos; no me preguntes más. No es falta de cariño, te quiero con el alma, te juro que te adoro y, en nombre de este amor y por tu bien, te digo adiós». Claro, una canción de cobarde, porque no se atreve a la verdad completa. Más tarde tendrá que hacerlo y cantar «ay amor ya no me quieras tanto, ay amor olvídate ya de mí…»

Pero si terminar implica furias, si hay ira de por medio y ganas de restregar en la cara algunas cosas dolorosas, entonces lo que toca es un «se acabó, lo nuestro está muerto, se acabó, no quiero más besos…».

Emmanuel grabó muchas canciones buenas para lavar despechos. Pero para sacarse de encima un pesado guayabo de esos que ha durado más de la cuenta nada cono escucharle reclamar «con qué derecho vuelves a mi lado sin preguntarme si te sigo amando. Siempre apareces cuando estoy tratando de enamorarme de unos nuevos labios…». Corta por lo herido: «¿con que derecho tienes aún mis llaves?… ¿Con qué derecho vuelves a intentarlo?…». Y culmina lapidario: «¿Qué quieres de mí? Busca en otro lado de qué forma te estás equivocando». Eso es un se acabó en mayúsculas y resaltado en negrillas. Firmado y sellado. A quien pueda interesar. Con esa canción Emmanuel se hace eco de lo que sienten millones de hombres, un guayabo de esos gruesos y sólidos, de clavarse puñales de doble filo.

Celos, malditos celos

El despecho puede tener el agregado horroroso de los celos. De esos que consumen, que nos exprimen y desecan y nos dejan el alma como hojas otoñales. Las latinas somos genéticamente celosas, nos den razón o no. Los celos tienen bastante más que ver con orgullo que con quereres; son la aceptación de una verdad intragable: no hay un solo hombre ni una sola mujer en la vida de una mujer o de un hombre. Si a ver vamos, no tiene mérito alguno ni comporta sentido de logro eso de estar con alguien porque «no tengo ojos sino para ti», cuando sabemos – pero cómo cuesta aceptarlo- que salvo aquellos que están más cerca de la aburrida santidad o de la insípida insensibilidad, todos tenemos por fortuna ojos para muchos. Que ello no debería significar ser infiel en los hechos concretos, es una cosa. Somos infieles todos los días, aunque no sucumbamos a la tentación y no convoquemos a la deslealtad, que es otra especie de pecado. Pero el contrato de exclusividad no puede suponer que desaparezcan del panorama los demás seres sobre la faz de la tierra. Entonces, los celos siempre van a estar ahí, flotando como nube amenazante sobre quien ama. Por eso, el cancionero de nuestras vidas está atiborrado de piezas que definen nuestros celos, los confiesan, los alimentan, nos ayudan a metabolizarlos y a sobrevivirlos. No hablamos de los celos de diván de psiquiatra, que esos no son un sentimiento sino una grave enfermedad. El asunto es los celos normales, esos que sentimos porque nos negamos a compartir lo que tanto amor y (sobre todo) dolor nos ha costado. Siempre estamos dispuestos a perdonar, siempre dejamos las puertas sin cerrojo o con la llave en el picaporte, siempre creemos que el desastre tiene remedio. Los celos son nuestro ejercicio del derecho a la legítima defensa del territorio.

El despecho por celos no es algo propio de generaciones anteriores. Es sólo que en la nueva música se expresa distinto. Acaso más insultante, con menos derrotismo, pintando de cuerpo entero la rabia. El «reggaeton» (o reguetón, como sea que se escriba), que es visto por muchos como un género plástico y burdo fabricado apenas con fines comerciales para abarrotar los celulares, iPods y portafolios de los DJ’s y facilitar esa calistenia vulgar que es el «perreo», se salió de la mera estridencia inicial y ofrece hoy, en producción de Maluma, un encendido grito de despecho a lo siglo XXI. La historia es más o menos así. El está perdidamente clavado por ella, pero hay otro, con quien al parecer se ve forzado a compartir amor y acaso lecho. Furioso – y como buen latino habiendo recurrido a también tener otra (o a inventar que él también es infiel)- le canta a ella con sorna y burla, en desafío de macho que se rebela a la humillación. La música es una cadencia suave, que invita a un baile seductor. La letra, sin la elegancia que otrora marcaba las canciones de despecho y celos, es empero una auténtica descripción de la inmensa rabia que siente el implicado. Es una pieza que llena con pulcritud las demandas y extremos del despecho en apogeo.

«Apenas sale el sol y tú te vas corriendo. Sé que pensarás que esto me está doliendo. Yo no estoy pensando en lo que estás haciendo…» (Se entiende que el hombre, carcomido por la rabia y los celos, está herido.) «Si somos algo y así nos queremos. Si conmigo te quedas o con otro tú te vas, no me importa un carajo porque sé que volverás…» (Como en los boleros de despecho que han pasado de generación en generación, siempre la puerta se queda abierta, sin candados, para el regreso. Y el perdón siempre es posible…) «Y si con otro pasas el rato, vamo’ a ser feliz, felices los cuatro…» (¡Toma! Cáustica la frase… y agrega como para que no quede duda:) «Y agrandamos el cuarto. Yo te acepto el trato.»

Se generó una controversia desproporcionada porque, según los inquisidores de oficio que nunca faltan, la canción plantea una relación orgiástica, cuando en realidad es un hombre que está sudando su rabia, su monumental despecho y unos celos que le carcomen las entrañas. Es cierto que el vídeo clip no le hace justicia a la canción, pues no pone en imágenes lo que la canción grita a los cuatro vientos. La versión recientemente grabada con Marc Anthony es más bien un resto y no una suma.  (Y miren que a mí me fascina Marc Anthony). «Felices los 4» no es, como ha quedado en esa nueva versión, una canción festiva para pegar brincos en una rumbita; es un crudo y agudo grito de dolor, tanto como lo fueron decenas de canciones que alimentaron las rocolas de los botiquines y antros de nuestros países.

Hay una idea muy equivocada sobre que las generaciones pasadas sí sabían de despecho y que en cambio los jóvenes de ahora son inmunes a ese dolor del puñal clavado entre pecho y espalda. Eso no es cierto. Para tranquilidad de los jóvenes, nuestros padres decían lo mismo sobre las baladas o canciones que a nosotros nos arrebataban. La realidad es otra: había muchos menos despechos en los albores del siglo XIX y durante el XX y muchos más ahora. Esos despechos de hasta los 1910 tenía más que ver con unas sociedades de matrimonios arreglados. En esos años eso que hoy llamamos despecho no existía. Lo más parecido es ese sentimiento de pasión sufrida que se refleja en la maravillosa obra Cumbres Borrascosas. O lo que se narra en las obras de Shakespeare. Ese dolor es consecuencia de la prohibición de querer libremente (y mucho menos escoger), de convertirse en pareja por imposición. Que podamos decidir es algo más bien reciente. Y con esa posibilidad de decidir cambió todo el modelo del romanticismo y vino también el tener que cargar con las culpas y los dolores. Así las cosas, pareciera que el despecho es directamente proporcional a la libertad, a la posibilidad de decidir.

Ponerle música al despecho es todavía más reciente, no sólo porque el romanticismo se expresaba en letra escrita y alguno que otro cántico de juglares sino porque compartir la música para todos fue uno de los mayores logros de la sociedad industrializada. Una canción en los albores del siglo XX era conocida por muy pocas personas. Los dolores de amor eran entonces asuntos de los que se ocupaban los poetas y los escritores de folletines que, con suerte, tenían unos cuantos miles de lectores. Que millones de personas cantemos las mismas canciones que supuran tristeza o rabia es algo moderno. Sí, es cierto que esa música que habla de amor, de pasión, de celos, de desprecio, de sufrimiento vino para quedarse. Y si en los años del fonógrafo salió de los pianos de cola en elegantes y exclusivas salas para sentarse en nuestros regazos, hoy no parece haber limites.

Los jóvenes de hoy no se despechan menos que sus padres y sus abuelos. Sufren tanto como ellos (o más) y lo hacen a través de canciones tanto o más desgarradas e invasivas que esos boleros que mi generación y la de mis padres cantamos ahogando suspiros. Hoy se enguayaban en otro ritmo. El despecho y el corazón destrozado inspiró y sigue inspirando a cientos de compositores. ¿Y qué son ellos sino traductores de los sentimientos propios y, más poderoso aún, ajenos? Desde las fiestas de orquestas en salones elegantes con pulidos pisos o en concurridas plazas en ciudades o pueblos, pasando por fiestas en las que se bailaba en un ladrillito, la música que nos regalaban los discos que giraban en un «picó», hasta esas tenidas de hoy con un mini IPod en el que cualquiera puede ir armando una colección propia con miles de canciones, la historia no ha hecho sino crecer y acumular. Ese romancero de ayer y hoy refleja lo que sentimos. Los compositores y cantantes no hacen otra cosa sino narrar las historias y emociones de esos personajes que somos en esas puestas en escena que son nuestras vidas. Porque eso somos, personajes. Siento pena por quienes le cierran las puertas a la música popular y que afirman que música sólo es aquello que hicieron los clásicos de la etiquetada música culta. Están escuchando la mitad del sonido de la vida. Y, me pregunto: ¿estarán también sintiendo la mitad?

Hay que saber escuchar. Afinar el oído y, sobre todo, el corazón; despreciar el prejuicio, desterrar los preconceptos. ¿Acaso el despecho deja de serlo porque se cante y baile con un ritmo distinto? Alguna vez los boleros fueron juzgados como vulgares. Y ni hablar de la bachata, el tango, la salsa, el vallenato, en sus albores condenados como ritmos de baja ralea. Hoy hay otros cantos, otros instrumentos, otras cadencias, otras voces, para acompañar los cortes de venas y las clavadas de puñal. Si tenemos suerte -yo la tengo- los males de amor nunca se quedarán solos. Siempre encontrarán letras que los cobijen. Esas músicas hacen algo más: nos permiten entender lo que nos pasa y hallar la manera de levantarnos de la caída, secarnos las ojeras mojadas, limpiarnos las rodillas ensangrentadas, peinarnos el alma y seguir adelante.

Mucho tiempo me tomó entender que los hombres no pueden aceptar que tienen celos, así les estén comiendo las entrañas. Es una cuestión de prestigio y reputación. Los sienten pero no los pueden ventilar. Por eso Willie Colón (quién es visto como compinche porque siendo más feo que un susto a media noche no es competencia para ningún macho alfa) la pegó del cielo cuando les regaló una salida honorable con sus versos de gramática ruin pero tan expresivos: «quítame este hechizo, déjame vivir, quiero amar y reír. En el pasado sí gocé, y ahora mírame, ahora estoy solo por culpa de (este) celo maldito celo…».

Yo agradezco a los que con sus versos dejan huella en nuestras historias personales y concurren presurosos a nuestra moción de angustia cuando tanto los necesitamos para darnos aliento en esos momentos cuando caímos asfixiados en el zanjón de los despechos; y también me inclino ante los jóvenes músicos de hoy, maravillosos, con o sin escuela, que me renuevan el repertorio para curar mis pasiones rotas.

¿Cómo olvidar que nos pasó aquello de suplicar «reloj no pases las horas»? ¿Cómo menospreciar aquel «espera un poco, un poquito más, para llevarte mi felicidad»? Hay que aplaudir la honestidad de quien confiesa «se fue y me niego a creer que se fue. Tú que viajas si alguna día la ves, cuéntamelo… Dime si lleva en su pelo el olor de lo que quise que fuera el amor, si aún soy el dueño de su gran sueño. Prométeme que si la ves no pondrás en su piel lo que puse yo, delirios. Si la ves perdida, dile que cambie de vida… Dile que estoy dispuesto a dar todo por ella..».

Una mujer con sangre en las venas siente que el corazón se le estruja y se le alborotan unos cuantos recuerdos escondidos cuando escucha «sin rencor ahora te digo que lo nuestro ha terminado». Pero, por igual, hombre y mujer nos esquinamos cuando entendemos y aceptamos que al mal de amores siempre lo tenemos asomado, presto para emboscarnos y barrer con nosotros el piso.

Una generación o dos lo llamaron despecho. Ahora se llama guayabo. Se trata de lo mismo: del recelo, la rabia, el desprecio, el engaño, el mundo hecho pedazos, el sentir que no podemos respirar, el no saber dónde encontrar las fuerzas para salir de la cama, el perder el apetito porque el dolor no nos permite tragar. Viene con el territorio de ser humanos. Sólo los sociópatas están inmunes. Al despecho hay que llorarlo, cansarlo, mojarlo, cantarlo. Si pretendemos ignorarlo, nos despedazará a latigazos.

Mal de amores (o desamores)

Se deja de querer. Y uno se siente horrible. Pero hay algo tan malo o peor: que nos dejen de querer. Eso produce caída por el pantanoso barranco. Es la definición de la soledad que llegó sin pedir permiso. Si dejamos de querer transitamos en una nebulosa gris. Si nos dejan de querer se nos apaga la luz. Todos queremos querer, tanto como queremos que nos quieran. Pero los latinos queremos algo más: queremos entusiasmarnos, apasionarnos, enamorarnos. Detestamos eso que llaman la fuerza de la costumbre y no nos queremos conformar con amores que tienen totales certezas. Perales, uno de los compositores españoles sin el cual la historia de nuestras vidas no sería la misma, plasma eso en su pregunta «¿Y cómo es él?». Se encontraron años después, en alguna ciudad, jugaron a estar juntos aunque sólo fuera para fantasear unas horas; y necesitó saber quién ocupa su lugar. «Se ha robado un trozo de mi vida, es un ladrón que me ha robado todo». Le habla con palabras de intimidad: «… y abrígate, te sienta bien ese vestido gris; sonríete, que no sospeche que has llorado…». Algo muy fuerte los unió en el pasado. Acaso clandestino, quizás inconfesable. Quién sabe por qué ese affaire terminó. Pero el amor no ha muerto ni va a morir, aunque cada quien haya tomado su rumbo y una vida en común sea un imposible. Además, en la canción llueve. Porque en la vida de ellos llueve.

Sí, la vida en nuestros idiomas no puede ser concebida sin amor. Es más, la única manera de tolerar la vida con una persona -o media vida o años de vida- es cada día enamorándonos, de nuevo, una y otra vez. Los latinos nos peleamos para tener el placer de reconciliarnos. Nos distanciamos para tener que reencontrarnos. Somos sensuales y sensoriales. Un hombre ayuda a su mujer a vestirse como maniobra de entrenamiento para desvestirla. Una mujer le arregla la corbata a su hombre (sí, su propiedad) pensando en el momento en que se la va a desanudar y pueda comenzar a ver su pecho.

Un signo clarísimo para detectar cuándo una mujer está interesada en un hombre (ajeno o propio) es verla cómo al desgaire al saludarlo le toca la corbata. O si accidentalmente le roza el pie o, más elocuente aún, el cuello. O si lo besa en la comisura de los labios. Esos gestos de descarada seducción aparecen nítidamente expresados en el «por debajo de la mesa te acaricio la rodilla», canción que Manzanero no escribió para cantarla él sino para una cantora de pasiones del alma, a pesar que Luis Miguel tuvo un monumental éxito con esa pieza. Los hombres nuestros, en cambio, nos mandan señales cuando nos hacen leves caricias en la espalda o deslizan su mano por nuestra cintura. Por eso los diseñadores de moda, que tan bien dominan el arte de la seducción, se afanan en trajes con insinuantes escotes en la espalda y cortes que entallen la brevedad de la cintura. Todo esto son métodos para lograr eludir el dolor espantoso de andar realengo sin amor. Más que en el sexo, los hombres y mujeres de lenguas romances estamos interesados en la sensualidad, un modo que tiene mucho más contenido emocional que hormonal. No queremos un compañero de cama y mesa con quien tener familia propia que con el paso de los años se convierta en un amigo. Queremos un amante. Es ese «cóncavo y convexo» que tan sugestivamente nos enseñó Roberto Carlos. Y estamos dispuestos a pagar el precio con monedas de llanto. Por eso nuestra vida es agotadora.

El desamor es culpable de muchos más despechos que las trifulcas por infidelidades reales o imaginarias. La siquiera posibilidad del «me dejaste de querer», la sola duda genera una debacle emocional de proporciones catastróficas porque es caminar por el vecindario de la pérdida. En otras culturas el mal de amores se ataca farmacológicamente, con antidepresivos y soporíferos. Nosotros prendemos el equipo de sonido. Nos despechamos no sólo por la aparición de una tercera, sino, espantosamente, cuando el hombre que tenemos (sí, de nuestra propiedad) da señales de poco interés cuando, por ejemplo, deja de rozarnos la espalda, no cuando deja de obsequiarnos flores. Porque comenzamos a sentir el desamor y presentimos el despecho que se asoma por las rendijas y en el que habremos de revolcarnos y empatucarnos. Mandamos advertencias, como bien canta Olga Tañón: «Me llevaste hasta la luna, me sentí como ninguna; la costumbre asomó su cara a los dos, yo no quiero que esto pase a mayor…». Olga reclama: «Quiero más tiempo igual que ayer, quiero más besos con sabor a miel…». Y hace un último esfuerzo para que la alarma sea entendida y atendida: «Que no nos pase como a muchos  (que) se resignan».

Algunos hombres, los tontos, al sospechar que algo anda mal o raro, no salen en volandas a comprar flores y bombones; desempolvan su librito de piropos. Y a ella le festejan el vestido como si fuera de estreno. «Cada día que pasa te veo más bonita, le doy gracias al cielo por haberme dado tu querer. Tú llegaste justo cuando yo más necesitaba, aliviando la herida que había dejado otro querer. Le doy gracias al cielo por haberte puesto en mi camino, le pido y le ruego alargue tus días junto a mí…». Esa canción tan torpe y pedestre de la Orquesta Guayacán, de versos tan cursis, intrascendentes, simples e idiotas, con tantos errores emocionales, fue un éxito en fiestas y guateques. Es un ejemplo de lo que sobra.

Hace algunos años, una pareja bajaba de la Sala Ríos Reyna, luego de un concierto del mexicano Emmanuel. Sobre las escaleras mecánicas, un hombre de unos cuarenta años le pone la mano sobre el hombro a su mujer y le dice (en voz alta para que lo escuchen, para darse bomba): «Ya, ya. Anda, vamos pa’ la casa, que ya Emmanuel me hizo la mitad del trabajo». Lo dijo como suponiéndose jocoso e ingenioso. Sobrado y sabrosón,  pues. Se hizo obvio que la había llevado al concierto para aplacar a saber cuántas quejas. Yo hubiera caminado hasta la avenida y tomado un taxi, sin destino preciso y sin explicación alguna, sin mediar palabra. Lo hubiera dejado ahí plantado, con los ojos claros y sin vista. Pero esa soy yo, que no salgo de mi casa sin zarcillos, sin pintarme la boca y sin la indispensable valoración de mí misma. Una puede perdonar muchas cosas, nunca la vulgaridad. Ella no sé qué hizo.

Y si hablamos de las mujeres, toneladas de poemas hechos canción descartan la ridícula especie según la cual el despecho no es mal que sufran las que se educaron y es sólo mal de mujeres sensibleras que crecieron leyendo novelitas de Corín Tellado en la peluquería y viendo la más estereotipada versión de la telenovela y que hoy, sumisamente, planchan camisas de hombres a las que les lavaron marcas ajenas de pintura de labios. Se enguayaban acaso más las súper profesionales con uno o varios títulos universitarios y una carrera de amplio vuelo. Aunque lo confiesen menos.

El desamor

A veces es tarde y ya todo se enfrió. El desamor encontró cabida y se instaló. Eso que tan trágicamente sentencia Rocío Jurado: «se nos rompió el amor de tanto usarlo». De mal usarlo, corrijo yo. El desamor va aguas abajo de lo que se pretende al adornar las canciones de despedida. Porque el desamor es hastío de lo incoloro, hábito que pesa, amor que se escabulle. Y ahí Serrat acierta cuando canta: «En su soledad, sentados frente a frente, a la hora de siempre y en la misma mesa, café de por medio, la misma pareja de mediana edad y pinta de buena gente. No les queda resto para otra jugada. Se torció el camino… Se dio vuelta el viento. Les pudo el fracaso y el resentimiento y hoy son dos ejércitos en retirada…».

Y Serrat se explaya: «Casi sin mirarla, él le habla de puntillas con frases muy cortas mientras ella niega con los ojos fijos en la taza y juega mecánicamente con la cucharilla. Se sacó del bolso tal vez un anillo, lo tiró en el mármol y sonó a mentira.»

Describe la escena: «Él busca su mano y ella la retira, con la excusa de encender un cigarrillo. Qué triste se ve.  Qué lejos está. Tanto que olvidar y nada que decirse. Quién diría que un día también se quisieron y tal vez fueron felices. Mientras él, inmóvil, se quedó sentado, ella muy despacio llegó hasta la puerta, abriéndose paso entre las horas muertas y la indiferencia de los parroquianos. Y tras el cristal de la cafetería calle abajo la siguió con la mirada impotente, viendo cómo se alejaba sin volver la cara el último tranvía. Qué triste se ve. Qué lejos está. Tanto que olvidar y nada que decirse. Quién diría que un día también  se quisieron y tal vez fueron felices. Y mañana la mujer de la limpieza junto a las colillas barrerá del suelo  unos besos mustios y un mechón de pelo algo pisoteado por la clientela.»

En nuestros idiomas el mal de amores se siente distinto. La lengua romance es protagonista de una historia personal que creemos única y original. Las canciones nos hablan o interpretan directamente, no en colectivo, aunque sus estrofas las coreen multitudes. A través de las canciones hablamos, nos volvemos poetas, aunque no seamos capaces por nuestros propios medios de escribir ni un par de líneas que rimen.

Sin duda, las piezas de nuestro cancionero pasional tienen género. Porque nosotros, los hombres y mujeres de estas lenguas, que tanto patrocinamos la equidad de género, detestamos el igualitarismo. «Usted es la culpable de todas mis angustias y todos mis quebrantos» suena mal en versión femenina, así sea en voces tan cautivantes como las de Toña La Negra o Lola Flores. Ese «tres veces te engañé» de Paquita en su botiquín en México D.F. no puede ser cantado por un hombre, porque sólo una mujer confiesa su engaño  a sabiendas de que eso signifique decretar que no hay retorno posible. La Lupe muestra sin disfraces el dolor de un corazón hecho añicos al preguntar «qué te pedí». Lo hace de un modo que ningún cantor podría. El «mozo, sírvame en la copa rota» no hay por Dios cómo feminizarla; ese «llévatela, y si es cierto que le tienes mucho amor, eso hará que no le encuentres ni un error, vivirás agradecido a su calor; ah, me olvidaba decirte, si al querer decir tu nombre pronuncia el de otro hombre, así me pasó contigo» sonaría a hueca confesión en voz de una mujer y es un himno inmortal del despecho masculino. Hay canciones que son un error. El «fue una noche de copas, una noche loca» sonó a cacofonía emocional en la voz de Ma. Conchita. Era a las claras una canción para un hombre. En cambio, su desesperado y desgarrado «acaríciame» consiguió mariposearnos el alma. Y ello es así no sólo porque en nuestros idiomas se construye con concordancia de género, sino porque hombres y mujeres sudamos y lloramos distinto y por razones distintas.

Hay una ranchera que pasa aguas abajo generacionalmente. Muy famosa, aparece siempre en las tenidas en casas y botiquines. Estuvo en todas las rocolas y hoy la tienen todos los dj’s. Sólo tiene sentido en voz de un hombre: «Estoy en el rincón de una cantina, oyendo una canción que yo pedí, me están sirviendo mi tequila, ya va mi pensamiento rumbo a ti. Yo sé que tu recuerdo es mi desgracia y vengo aquí nomás pa’ recordar qué amargas son las cosas que nos pasan, cuando hay una mujer que paga mal..».

No sabemos por qué pide perdón Gilberto Santa Rosa. Qué hizo que la hirió tanto. Pero lo pide con la cabeza gacha, de corazón, con aceptación de la culpa. Se baja del pedestal. Pide una tregua. Al final no sabemos si consiguió que ella lo perdonara. Eso no importa. Importa más que ese canto de «perdóname» es un guión en préstamo que nos da herramientas a miles para pedir perdón y perdonar.

Nosotros, los que lloramos y amamos en español, francés, portugués e italiano, debatimos con nosotros mismos. Nos la pasamos en un constante cuestionar sentimientos y presentimientos; tenemos el alma tironeada por el miedo, la culpa y el amor en riesgo de extinción. Lo nuestro es una trama sin definido desenlace. Sin sinopsis, sin guión literario ni anotaciones técnicas. Una historia que vamos escribiendo y cantando sobre la marcha. Somos esclavos de nosotros mismos.

Y la poesía se hace canción 

En el cancionero español, heredero digno del repertorio de los grandísimo poetas ibéricos y del romancero gitano hay canciones para cada situación. Para el cortejo, para la perfidia, para la revelación, para el martirio, para la daga clavada por los celos; en fin, para «to’ tipo de dolores». Como siempre fue y siempre será, España es una cantera de pasiones. No sólo en lo que es el flamenco, en ese infinito asunto del fandango y el cantejondo, sino también en categorías más pop. No se queda nada en el tintero. Y sigue manando música para el amor, el perdón, la ira, la tragedia del amor que se nos fue y sin el cual sentimos que no podemos ni respirar. Curiosamente, ese enorme poeta que es Serrat tiene canciones de amor, profundas y hermosísimas, pero Joan Manuel al parecer nunca sufrió un despecho arrebatado ni se dejó hundir en el pantanal de los celos. Amó y fue amado, sin duda. Inspiró y acompañó el amor de un infinito número de parejas. En su afamado y tan nutrido registro hay homenajes a la dulzura triste y melancólica que se nos cuela por los poros. Lo suyo son versos para amantes que todavía se quieren y que quieren seguir queriéndose.

En cambio, a Sabina, a Alejandro Sanz, a Camarón, a Perales, a Dyango, a Alborán, por sólo nombrar unos pocos de tantos que hay, se les nota que la vida los revolcó varias veces sin pedir permiso y sin posibilidad de mínima defensa. Y qué decir de Lola, Lolita y Rosario, de La India Martínez, de Niña Pastori y varias otras mujeres que cuando cantan nos erizan la piel. Esas mujeres que no se reservan, que nos desentierran el pasado y aran la tierra para sembrar futuro, incierto tal vez, pero abierto a lo que pueda pasarnos. Con sus cánticos ellas nos recuerdan que somos almas que pueden dejar de andar en pena, que para ser feliz hay que estar dispuesto a pagar el peaje del dolor.

Dyango desde ese profundidad casi selvática de nuestros sentimientos nos enseñó a decir «recordando me puse a soñar con lo que hemos vivido. Sin quererlo me puse a llorar al saber que te has ido…». Va a la iglesia y reza: «De rodillas le pido al Señor, que me quite el castigo y que te deje saber que yo soy el que más te ha querido…». Va más allá y se compromete: «Si el destino nos vuelve a juntar te prometo bien mío que mi vida te voy a entregar como tanto lo ansío…». Y repite: «Y te voy a adorar esta vez, como nunca has sentido, porque soy y por siempre seré el que mas te ha querido».

Si Alejandro Sanz no existiera, habría que inventarlo. Él es un regalo exagerado de Dios… o de los dioses. El se nos confiesa sin ambages, se nos abre sin cortapisas ni vergüenzas. No canta; recita y suda sus pasiones. No le importa desnudarse y mostrarnos sus dolores. «Siempre es ella, que me miente y me lo niega, que me olvida y me recuerda… Pero si mi boca se equivoca y al llamarla nombra a otra… Mi delito es la torpeza de ignorar que hay quien no tiene corazón…. Ella me peina el alma y me la enreda… Esa es ella pero me cuesta cuando otro adiós se ve tan cerca. Y la perderé de nuevo y otra vez preguntaré mientras se va y no habrá respuesta y si esa que se aleja la que estoy perdiendo y ¿si esa era? y, ¿si fuera ella?». Escuchamos a Alejandro Sanz y nos quedamos estupefactos ante unas canciones que más que música son plegarias. Supera con comodidad las fronteras imaginadas e imaginarias. Se nos desliza en la cotidianidad, se nos sienta en el sofá y come con nosotros en la mesa. Y en su impresionante humildad que se refleja en su timidez nos recuerda por qué hay un ser muy grande para sentarse con los pequeños.

Alborán, que nació como músico ya en tiempos de la tecnología de las redes, según opinión de algunos sabios de la lengua asoma con perfil de Lorca. Todo un desafío. Calzar los zapatos de alguien tan grande quizás suene exagerado pero Alborán es joven y algo sí se puede afirmar: va muy bien. Nacido en Málaga apenas antier (en 1989), no es tan solo un cantante de moda que acapara las listas de iTunes; es un sublime y exquisito poeta. Escuchar a Alborán es navegar por un río que cambia de curso, una corriente que a ratos es serena y que de golpe y sin cautela nos mete en torbellinos y nos revuelca. Tiene una voz suave y melodiosa. Pero no es su voz la que transmite. Es su honestidad en la confesión de sus sensaciones y defectos.

Si algo tiene Alborán, como lo tuvo Lorca, es el coraje abierto que no recurre a frases hechas, salvándonos así del expediente de ver trastocadas las palabras de amor y desamor en un amasijo insoportable de cursilerías. Alborán no teme, no se adorna con el color rosa «kitch» que convierte a cientos de canciones en homicidas del idioma. Por eso nos descubrimos en él. No somos meros escuchas.

«Me llevo tu media sonrisa, la que dejaste escapar cuando te invité a salir. Me llevo los meses de invierno, confesando secretos, derritiendo el amor que te di. Y di ¿qué viste en mí para aceptar aquella tarde y ahora dejarlo todo así? Ahogándome el recuerdo, ahogándome tu adiós, sonaron las sirenas de nuestra triste habitación. El silencio te destrona y el vacío en mi interior se hace eterno y me devora, hay un abismo entre los dos.»

Sergio Dalma tiene todo que ver con la aparición en escena de Pablo Alborán. No sólo fue una suerte de padrino o mentor del joven malagueño. Uno puede encontrar la misma profundidad del catalán Dalma en la poesía de Alborán. La misma intencionalidad de romper patrones y esquemas, entre ellos eso de que la música comercial es de suyo barata, producto de baja calidad. Dalma se apasiona y apasiona. Es compendio de letras propias y otras de otros que hace suyas sin vergüenza ni engaños.  Lo de Dalma no son canciones, son cartas de amor. Las escuchamos y se nos cuelan. Él dice las cosas que nosotros queremos sentir e inspirar, un amor de esos que no hay cómo disimularlo. Las mujeres queremos que nos quieran así y los hombres quieren querer así: «Y yo que hasta ayer solo fui un holgazán  y hoy soy el guardián de sus sueños de amor, la quiero a morir… Ella para las horas de cada reloj y me ayuda a pintar transparente el dolor con su sonrisa. Y levanta una torre desde el cielo hasta aquí y me cose unas alas y me ayuda a subir a toda prisa, a toda prisa, la quiero a morir. Conoce bien cada guerra, cada herida, cada ser, conoce bien cada guerra de la vida y del amor también. Me dibuja un paisaje y me lo hace vivir, en un bosque de lápiz se apodera de mí, la quiero a morir. Y me atrapa en un lazo que no aprieta jamás, como un hilo de seda que no puedo soltar, que no quiero soltar, la quiero a morir. Cuando trepo a sus ojos y me enfrento al mar, dos espejos de agua encerrada en cristal, la quiero a morir. Sólo puedo sentarme, sólo puedo charlar, sólo puedo enredarme, sólo puedo aceptar ser solo suyo, la quiero a morir…». Siendo justos, esa canción adquiere un modo de especial en la voz de Shakira que la grabó en el original francés.

Entre dos océanos

Y está la música del istmo, la que nos regala Blades sin cuotas de pagaré ni carga de intereses. Yo me pregunto si Rubén, hoy con tantos premios en su haber, con tantos aplausos, con una fama que no hay cómo pesarla y medirla, entiende lo que él nos hizo. Si comprende que entró en nuestras vidas, para quedarse, para sacudirnos, para forzarnos a mirarnos en el espejo y dejar de decirnos mentiras y empezar a cantarnos verdades. Rubén se nos metió entre pecho y espalda, nos cambió los lentes por unos con los que finalmente pudiéramos ver lo que somos. Mucho en lo musical, mucho en lo social, mucho en lo político, pero muchísimo más en lo emocional.

Yo era joven. No por joven se es más fuerte para aguantar males de amor. En realidad no hay edad para tener el corazón herido. Sólo que cuando se es joven la piel arde con cualquier solecito. Yo era joven, era linda y estaba triste. Y sentía que la mujer que me devolvía el espejo no tenía cómo rearmar el rompecabezas de las piezas rotas. Y entonces escuché. «No sé si volverá Maradona, ni si Tyson aguanta su pena; no creo en el alma que no perdona, ni creo en el corazón que condena; pero en ti sí, cariño, yo creo en ti. No sé a que distancia está la luna, ni cuán lejos están las estrellas; sólo sé que en ti veo mi fortuna, y una carita que es de lo más bella. Voy todo a ti, cariño, yo creo en ti. Por tu amor el pasado ya no me atormenta. Se acabaron las dudas en mi corazón. Diariamente eres fiesta de fin de semana, y tu risa es mi orquesta y tus besos mi ron. No me interesa saber si hay vida en Marte, ni qué político quiere «salvarme»; ya no creo en lo que dicen los diarios, ni tampoco en lo que habla la radio, pero en ti sí, cariño, yo creo en ti… No me pregunten más, yo no sé nada, no me interesa hablar de zoquetadas. De qué nos vale el tener inteligencia, si no aprendemos a usar la conciencia, pero tu sí, cariño, yo creo en ti.»

Yo no conozco a Rubén Blades. He ido a sus conciertos y tengo todos sus discos. No sé si quiero conocerlo en persona. Creo que no ha sucumbido a la fama y los años le han hecho mucho bien, pero no quisiera enfrentarme a una desilusión y toparme con un insufrible pedante. Quiero sí que sepa que él y su «creo en ti» fueron los cabos de los que me aferré en un duro momento en el que sentí que me ahogaba y en el que no creía en mí. Gracias, Rubén. Te debo mucho más de lo que alguna vez podré pagarte.

Ay Colombia

No quiero que se me queden en el tintero cientos de referencias, sobre todo de la nueva música. Si ya Colombia había ofrecido canciones para anestesiar el guayabo, la nueva hornada de compositores e intérpretes nos donan sus pasiones con la libertad de quien se declara emancipado del inútil recato. A Carlos Vives se le nota a leguas que hoy es feliz, pero hubo un tiempo en que no lo fue, acaso cuando trataba de mediar entre la tristeza de un drama personal y el no abandonar la que ya era una carrera que lo perfilaba como uno de los grandes en su país y en toda Iberoamérica. De lo que supongo fue un despecho feroz son unos versos que con su magnífica voz imperfecta nos regaló para que se nos tatuaran en la magullada piel: «Los juguetes regados, las tostadas con miel, el domingo en la cama como tiene que ser, la muñeca de trapo, el avión de papel, se marcharon para nunca volver. Qué te pudo haber cambiado tu alma, qué pudo haber robado tu calma, las razones para ser este infierno, las mentirás que dolieron muy por dentro..».

Carlitos no se quedó y suministró a los despechados la canción para el después. Un himno que no hay hombre latino que no baile con cara de héroe que se titula «Volví a nacer».

Hay una forma colombiana de atravesar el mal de amores. Lo hace elegantemente Juanes, parroquianamente Jorge Celedón, urbanamente Cabas, sinfónicamente Fonseca. Consiguieron atravesar las fronteras y enseñar nuevas maneras de sudar y llorar.

Gritos de dolores

Y ahí está el México del norte y del sur, el de las marimbas y los acordeones, de los mariachis y los danzones, de los infinitos boleros y de las muchas baladas que hoy nos llegan de esas tierras. Seguramente sólo los petulantes ven por encima del hombro la autenticidad que suda Chavela cuando rasga su garganta para contarnos lo que oyó y se le incrustó en la piel, aquel «dicen que por las noches nomás se le iba en puro llorar, dicen que…». Por tantos años la guantera de mi carro hospedó, por si cualquier emergencia, discos de José José, en los que aceptaba estar preso. «Mira si estoy loco por tu amor que en lugar de huir de ti, te pido ayuda. Mira si me has hecho enloquecer que en lugar de aborrecerte, te deseo. Vamos a decirnos la verdad, tú te aprovechas de mí y yo te amo. Vamos a decirlo de una vez, cómo puedes tú ser libre mientras yo soy preso de la cárcel de tus besos , de tu forma de hacer eso a  lo que llamas amor… Mira si estoy tonto de verdad que pienso que si obras mal, es culpa mía. Mira si me has hecho no ser yo que en lugar de hacerte daño, te protejo. Vamos a decirnos la verdad, si te pudiera borrar, te borraría. Vamos a decirlo de una vez, tú me tratas como quieres porque yo estoy abrazando tus caderas, condenado a lo que quieras y hasta que quieras amor». ¿Se puede ser más descarnado en la aceptación?

«Se me olvidó otra vez que sólo yo te quise…». Una frase corta, que dice tanto. Es de una canción que han grabado decenas buscando darle voz y derechos a millones de despechados que necesitan sacarse de adentro lo que les está quemando y que quieren evitar los pretextos. Es una canción necesaria, para todos los que tenemos la fortuna de enamorarnos en español. Por eso la han grabado desde su autor, Juan Gabriel, pasando por los más consolidados hasta los emergentes, desde Plácido Domingo hasta Maná.

Desde el sur

Cabría en biblioteca del tamaño de varios estadios de fútbol el denso repertorio de canciones del sur de América, tierra de tangos y milongas. Qué decir de lo que sentimos cuando escuchamos al monumental Discepolo y su infinita «canción desesperada», que se sale del acartonamiento de tantos tangos fangosos que fueron escritos para vender un cuento argentino. Discepolo es otra cosa, es ese que se destroza escribiendo y nos permite preguntarnos «¿por qué me enseñaron a amar, si al amarte mataba mi amor? Burla atroz de dar todo por nada y al fin de un adiós, despertar ¡llorando!… ¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste? ¿Dónde estaba el sol que no te vio? ¿Cómo una mujer no entiende nunca que un hombre da todo, dando su amor? ¿Quién les hace creer otros destinos? ¿Quién deshace así tanta ilusión? ¡Soy una canción desesperada que grita su dolor y su traición…!».

Argentina es mucho más que tangos y milongas. Hay un despecho implícito en el llanto de los gauchos, en Soledad Pastorutti cuando canta «Voy a tratar de hacerte feliz de nuevo, a cualquier precio. Voy a tratar de recuperar tus besos, a cualquier precio. Voy a tratar de hacerte buscar mis brazos, a cualquier precio. Voy a encontrar que vuelvan esos sentimientos, a cualquier precio. Voy a tratar de hacerte buscar mis besos, a cualquier precio…». Sí, duele tanto que es cualquier precio. Y está la voz desgarrada de Sandro recitando «así, como se escurre el agua entre los dedos», el intimísimo de Favio y su «ella ya me olvidó» y ese sentimiento único que imprime Vicentico cuando toma el micrófono y revela que «es una obsesión esto de quererte, es una cuestión ya de vida o muerte, es mas que pasión lo que el pecho siente, es casi dolor, dulcemente duele». El despecho sabe distinto en el sur. Y suena distinto. Como si el «vos» marcara todo, nos hiciera mirar distinto a ese por el que lloramos.

Islas infinitas

Nuestros oídos están llenos de rumores del mar de las Antillas. De ese Caribe atrayente de la Quisqueya aprendimos que la bachata de pañuelito en el hombro comenzó siendo ritmo y prosa de los hombres que iban a sudar sus despechos de amor no correspondido dejándose caer «en las caderas de otra». Si Juan Luis Guerra es el héroe de ya varias generaciones, no menos lo son los cantores de la Quisqueya que, vetada por las censuras de antes, lograron despejar los montes y mostrarse como siempre han sido: juglares de los dolores de otros.

¿Y qué decir de los pequeños callejones de Borinquen?  Algo indefinible, algo no encapsulable pasa en esa isla que desde ya más de un siglo produce el compendio del imaginario de las emociones y sentimientos que nos aprisionan y también, paradójicamente, nos liberan de absurdas cadenas. Es infinita la lista de canciones que pueden acompañarnos cuando la vida se nos plantea de destrozos. Desde esa de siempre hasta las que cada día surten de combustible al vehículo de pasiones que somos los latinos. En Borinquen, además, el despecho se viste  de salsa.

Hay concesiones que no se puede hacer, por muy serios y pesados que sean los argumentos ideológicos que se pongan sobre la mesa. Nuestros respetables despechos requieren de todo lo que de Cumayagua, Jagüey y Guaracabuya nos ha llegado. Hay que negarse firmemente a descartar canciones que nos llaman como personajes en busca de autor. El mal de amor requiere de Benny Moré, de Concha Valdés pero también de la nueva trova cubana, de Buena Vista Social Club, de Pancho Céspedes o de Jon Secada. Dicen los cubanos que ellos inventaron el bolero porque allá nació el alma hecha pedazos. Los cubanos de siempre y los de hoy no renuncian. No renuncian a cantarle a sus dramas, a darles derechos.

Me deixas loca

En mi cancionero de corazón estrujado y superviviente a varios y variados despechos hay estrofas para perfumar pañuelos que han sido emparamados en varios idiomas. Nunca tomé ni un minuto de clases de portugués pero lo aprendí caminoteando por Brasil, enamorándome,  cantando  y exprimiendo males de amores. Pocas canciones de factura brasilera traducen bien al castellano. Algo se pierde en los modos, en los giros, en los tonos. Las palabras parecen no significar lo mismo. Siempre termina siendo una pérdida. Que no es lo mismo un «tú me gustas» que un «eu gosto de voçe». No es igual la «saudade» que la nostalgia. Tienen razón los brasileros cuando presumen de su música. De todas sus ciudades en las que he estado me he enamorado y en todas me he enamorado. Es inevitable. Maravillosamente inevitable. Musicalmente inevitable. En Brasil la música lo es todo. Y todo es música. Y cada vez que voy encuentro nuevos «cantores» y «musicas» que despiertan mis pasiones. Si yo no fuera tan venezolana, seguramente la única otra nacionalidad en la que me sentiría cómoda es como brasilera.  Ellos hablan cantando, sueñan cantando, sufren cantando; viven porque cantan y cantan porque viven.

A César Miguel Rondón le va a gustar que yo incluya en esta «bagunça» la narración de una sesión de terapia contra el mal de amores. Que el lector le ponga el nombre que quiera. Dice así:

A los veintisiete, las mujeres lindas se ponen más lindas. Se paran frente al espejo y se miran distinto. Las hormonas cambian el tono del mensaje. El ardor se torna en fervor, el ánimo en rutina. La piel deja de ser reja y prisión, los ojos camelan y el cuello les pide pasión. Las manos ya saben de caricias y el cuerpo se vuelve atrevido. A los veintisiete, a las mujeres lindas les cambia la vida. Es la edad de los secretos, de los recuerdos, de las nostalgias.

Ella era linda. Y lo sabía. Era inteligente. Y lo sabía. Estaba triste. Y lo sabía. Tenía veintisiete. Y lo sabía. Salvador de Bahía la recibió de la única manera posible: con descontrol. Nunca había estado allí. Conocía otras ciudades, Río, São Paulo, Manaos. Pero Salvador era distinta. Han revelación. Como un país dentro de un país, con otros tiempos, otros humores, otras cadencias. Con olor a calor, con sabor a perfume, con miradas de encaje. Si había que enfrentar el mal de amores, bueno, mejor que aquella ciudad, imposible. Si la vida prometía tristeza y mojar de ojeras, en Salvador todo tenía tono de amor derrotado en batallas de besos extraviados, en trifulcas de alientos que alivian el alma.

A los veintisiete las mujeres lindas ya han aprendido que el despecho no se ahoga en alcohol sino en cansancio. Trabajar es terapia y medicina. Horas, muchas horas, hasta que el pensamiento agote, que el cuerpo caiga rendido en la cama y el sueño llegue en salvamento. Remedio y colirio para ojos que llega un día en que no pueden llorar más.

Si alguien sufre de un pertinaz mal de amores, la cura está en el «jeitinho baiano». Es el vaivén del  mar dictando cátedra. Que todo en la vida va… y viene. En Itapoa la luna llena se ve más llena, más espléndida. Y habla. Y ríe. Y canta. La magia es un discurso perpetuo. Y ese mar marca todo y a todos. El lento caminar de las gentes es atributo de quienes saben de las riquezas de la vida, aun en medio de la pobreza. Es la vida que seduce, que abrillanta, que aleja la condena.

En las calles llenas de secretos del Pelourinho, ella encontró el modo de reír de nuevo. Sin decretos. Sin edictos. Sin tontas convicciones. En el café de cada final de tarde en cualquier esquina veía el transitar lento de las mujeres adornadas de pasión. Iba allí y leía novelas de Amado. Si alguien entendía la esencia femenina, ese era Amado. Lo admiraba de siempre. Soñaba con alguna vez conseguir su don para las letras. En las calles de Salvador lo buscaba por las esquinas. Y Amado estaba por todas partes. En cada ventana abigarrada de adornos oxidados y baldosas coloridas, en las puertas abiertas a lo de siempre y a lo de nunca. Las mugres lucían limpias. Lo pobre parecía rico y lo rico, pobre. La historia del ayer se confundía con los sueños del mañana que va a llegar, contra viento y marea. Porque no importa cuánto creamos que nada cambiará, cambiará porque sí, porque nada hay más inevitable que el pasar de las hojas.

Seguramente Nosso Senhor do Bon Fim estaba de buen humor aquel día. La invitación a  almorzar llegó acompañada de una promesa. João le dijo que sería al día siguiente y que, además, habría una sorpresa. Con o sin ella, comer en aquel «boteco» ya suponía asomarse a la gloria.  Allí estaban las historias de Teresa y Gabriela. Y los dos maridos de Donha Flor. Allí reposaban los borradores escritos sobre bolsas de papel. Allí se había sentado muchas tardes Amado a narrar los amores de aquellas mujeres únicas

Las mujeres no viajan, se mudan. Cuando le dijeron que iría un mes a trabajar a Salvador, buscó en su guardarropa todo lo de lino, hilo y algodón. Blanco, sobre todo. Y sandalias. De su abuela había heredado los pies breves, de alto empeine, de dedos perfilados en simétrica  escalerilla. De la madre, la adicción a la perfección en el cuido y la manía de tener decenas de zapatos. Pero a Salvador sólo llevó sandalias. De varios colores, estilos, tacones. Una mujer que no sabe caminar entaconada no sabe empinarse sobre las adversidades. Ni sabe hacer un fin de película.

A la mañana siguiente despertó temprano, se dio un largo baño y se maquilló con cuido y sin exageración. Un vestido hermoso blanco, de lino puro, de esos que arrugan con elegancia. Un collar de almendras con zarcillos a juego. Y unas sandalias de taco grueso y alto. Toda la mañana se afanó en la oficina en terminar la montaña de textos pendientes. Liberar la tarde para no dejar nada colgado. A la una y tantos caminó a la entrada del hotel. El chofer de João, un baiano de sonrisa blanca como piano de cola en contraste con el cetrino de su piel, la saludó con sendos besos. Aquel hombre era un espectáculo, con su camisa baiana impoluta y su creencia de ser heredero directo de algún orixá.

El Volkswagen Golf serpenteó con vértigo por las empinadas calles que trepan a esos espacios donde alguna vez habitaron los señorones portugueses. La voz de Iván Lins cantando en la radio regaló el marco perfecto. La tristeza con la que había llegado a Salvador dos semanas antes se había ido amainando. Nadie muere de mal de amores. Se sobrevive porque sí, porque no hay de otra.

El local estaba a reventar, repleto de habitués. Ni un solo turista. Nadie desentonaba. Todos calzaban en un armónico mosaico de azulejos. En el fondo, en una mesa en la terraza con vista al mar, João le hacía señas. En la mesa, de espaldas, alguien más. Caminó ligera, agradeciendo la brisa.

No pudo creer lo que le ocurría. Allí, con João, sonriendo ambos, Jorge Amado. La vida se le inundó de placer. Dios estaba de buen humor y se sonreía con ella. Sintió que hubía ganado el premio mayor de la vida.

A la segunda caipirinnha, Amado le tomó la mano y le preguntó si podía descalzarse. Ella, sorprendida, lo hizo, como si estuviera siguiendo un mandato celestial. Cómo negarse. Si aquel hombre tuvo segundas intenciones, bien que lo disimuló. Toda la tarde se les fue hablando de novelas, de poesía, de músicas. Toda la tarde los pies de Amado acariciaron los pies de ella.

En la noche, de vuelta en su cuarto de hotel, se desvistió y dejó que el agua tibia le calmara la borrachera de emociones y cachaça. Desnuda de ropas y desvestida de tristezas se miró al espejo y pensó que, si uno se deja, la vida regala bonito. Se asomó al balcón y agradeció la brisa suave con aroma a felicidad. Se sintió victoriosa. Y luego se durmió de a poquito, mirando sus descalzos pies.

Esa narración tiene su música, una melodía gloriosa que en portugués suena como debe sonar, con sonidos de triunfo, que está en mi eterno cancionero: «quero sua risada mais gostosa. Esse seu jeito de achar que a vida pode ser maravilhosa… Quero sua alegria escandalosa, vitoriosa por não ter vergonha de aprender como se goza…quero toda sua pouca castidade, Quero toda sua louca liberdade, quero toda essa vontade de passar dos seus limite e ir além, e ir além…».

Se ha hecho famosa mundialmente por sus ritmos. Por el carnaval y el bossa nova, por el forro y otros sonidos que suenan a fiesta. Eso es apenas el comienzo de la la música brasilera. Son mucho más importantes sus letras. Lo que transmite en tantas palabras que simplemente no tienen traducción. Y hay que dejarse embobar. Desvestirse de prejuicios y escuchar con el alma esas canciones que no tienen reparos en soltarnos verdades, esas verdades que tendemos a silenciar por cobardía, por pacatería, por pánico a arriesgarnos. En el último viaje a Brasil, me volví a enamorar de mi marido. Y él se enamoró de otra yo. En esa travesía emocional por las calles y «botecos» de Río y Salvador nos emparamamos de nosotros mismos. Lo que se siente no tiene nada que ver con escuchar lo que tocan unos hombres y mujeres con instrumentos poco convencionales. Tiene todo que ver con aceptar la invitación a escucharse por dentro, para sentir más, abrir las puertas y las ventanas, aún a riesgo de tener que llorar un poco. Mi cancionero de música brasilera es un gabinete repleto de medicinas para el mal de amor,; en él hay remedios para todo tipo de dolencias.

Querer con ñ

El idioma castellano nos une, nos construye puentes. Los que tenemos la fortuna de compartir este idioma quizás no consigamos entendernos en el mundo de los negocio o de la política. Pero esa misma lengua nos ha permitido encontrarnos en la literatura y en la música. Querer con ñ es amar con denominación de origen, sin fronteras, sin bandera. Noel y Leonel lo dejan claro cuando cantan una joya que tiene frases de poesía intimista. «… no mires hacia mí que no podré aguantar si clavas tu mirada que me hiela el cuerpo… Nunca me sentí tan solo como cuando ayer de pronto lo entendí; mientras callaba la vida me dijo a gritos que nunca te tuve y nunca te perdí y me explicaba que el amor es una cosa que se da de pronto en forma natural lleno de fuego; si lo fuerzas se marchita. Ahora tal vez lo puedas entender que si me tocas se quema mi piel, ahora tal vez lo puedas entender y no te vuelvas si no quieres ver que lloro por ti, que lloro sin ti…».

Puerta de salida

Se la llama popular, a veces como tratando de verla por encima del hombro. Nace en las calles, las playas, las montañas y las infinitas praderas de estas tierras que nos hacen el favor de dejarnos vivir en ellas. Dice de nosotros. De un nosotros que vaya si sabe de mundos raros. Somos lo que cantamos, lo que bailamos, lo que escuchamos y musitamos. Somos lo que cada canción nos convida a ser. Algo maravilloso ocurre con los cantantes, compositores y escritores. No mueren. Se nos quedan sembrados adentro, muy adentro.  Amasan y amansan nuestro dolores de amor. Nos permiten curarnos y poder entonces volver cortejar y enamorarnos.

Si uno fuera a intentar hacer un cancionero propio, seguramente tendría que incluir una canción por cada día de vida, por cada desastre de amor, una por cada felicidad compartida, una por cada lágrima derramada. Sería un grueso repertorio. Esa música, que no nos exige educación de conservatorio ni saber leer partituras, está en nuestro código genético, corre por nuestras venas y nos dicen que no estamos solos, que nuestros sentimientos importan, que vivir en un asunto de sentir. La música no ha sido jamás un entretenimiento, un pasar el rato. Algunos no podemos concebir la vida sin canciones. O sin poesía. Sería un castigo imaginable. Pero penalización más grave sería el condenarnos a un mal de amores que tenga que transitarse en una cámara de silencio. Por eso, por una solidaridad que sienten los músicos por nosotros, Iberoamérica es una gigantesca fábrica de canciones para primero echarle sal a las heridas, luego ponerles azúcar y ayudarnos a coserlas. Canciones para hundirnos y levantarnos. Canciones para recordar y olvidar. Canciones para pedir perdón y para perdonar.

Mucha gente me conoce como articulista. Me hacen el favor de leer mis opiniones. Y lo agradezco. La gente no tiene obligación de leerlo a uno. Uno sí tiene el deber de escribir para que sirva para algo más que llenar vacíos o hacer de eco que repita lo que escucha. Pero para mí el haber hecho un nombre en la política fue más bien un percance, un accidente. El país en peligro de extravío, mi país herido de gravedad, me obligó a sumergirme en ese complejo mundo. Yo preferiría que la gente me conociera más por mis cuentos, por mis textos de historia fabulada, por mis poemas y mis narraciones parroquianas con las que he intentado rescatar lo que tiende a perderse con el paso de los años. No es una queja. Uno vive la vida que le toca vivir. Y hace las cosas que tiene que hacer. Pero no me rindo. Tengo una gigantesca esperanza que, recuperado mi país, yo pueda concentrarme en escritos un poco más amables y sentimentales que nada tengan que ver con la política. Yo no soy experta en nada. Yo sólo sé medio hacer bien tres cosas: escribir, cocinar y hablar zoquetadas. Pero la vida no me ha pasado por encima sin dejarme marcas y cicatrices. Le doy gracias a Dios por ser latina. No me he salvado del drama de serlo pero al final ha valido la pena. Mi vida, como en la canción, ha sido «más que amor, frenesí».

Si en el cielo se puede escuchar canciones de amor, espérame Dios; si no, pues que me abran las puertas de ese purgatorio en donde pagan sus penas los que se dejaron arrastrar por la pasión.

Isla de Margarita, abril de 2018

soledadmorillobelloso@gmail.com

@solmorillob

 

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