El limpiador de pocetas

Por: Gianni Mastrangioli. Historiador. UCV

 

Esta foto la tomé la primera vez que me designaron “limpiador oficial de pocetas” del restaurante que más tarde, irónicamente, dirigí como jefe. Se la envié a mi mamá por un mensaje de WhatsApp, diciéndole “mira qué giros da la vida; hace cuatro meses era coordinador de cátedra en una universidad pública en Venezuela y ahora estoy dialogando solo, dentro de un baño que huele a mierda”.

Al paso de cinco minutos, me llegó su respuesta: Figuras de caritas en lágrimas. Nada más. Esperé. Nada. Las circunstancias nos habían dejado mudos a ambos, por lo que apagué el teléfono y comencé a restregar. Jabón. Cloro. Pastillas desinfectantes. Agua caliente. Restregar. Así fue durante meses. Restriega, Gianni, hasta que quede bien prolijo, reluciente. Lo hacía con fuerza, recuerdo, como si la presión y rapidez de movimientos desahogara una especie de rencor interior; rabia por un país que, aparte de haberme echado al extranjero, sustituyó mis bolígrafos de estudios por materiales de conserjería.

Nadie podía verme con los guantes puestos. No quería que descubriesen que era yo quien resolvía los desastres intestinales. Aunque hubo un viernes donde cambié de perspectiva. Sí, esa ocasión donde, por cuestiones de impulso, me coloqué los audífonos y sintonicé una de las tantas emisoras nacionales venezolanas. La Éxitos FM 99.9 reproducía “el rato de la música tradicional”. Entonces le metí mecha al volumen y pata al canto. Gualberto Ibarreto. María Teresa Chacín. Alfredo Sadel. El Pollo Brito. Simón Díaz. Era Mercedes bañándose en el río al compás de mis trapos en remojo. Y el caimán casi por comérsela tras el detergente regado en el drenaje de los lavamanos.

Era Soledad Bravo con sus ojos negros a través de los espejos, como el cantío de inmensas aves, mientras yo pulía y pulía con hojas de periódicos pasados. Pero me vibró el bolsillo y, al sacar el celular, miré la hora de repente. Medianoche. Mierda. Cuántas horas de placer transcurridas en la inconsciencia del trabajo odiado.

Jamás olvidaré ese viernes del que les hablo, donde logré romper con el desfase entre el “aquí” y el “ahora”. Incluso, no fue sino en el rutinario diálogo con las aguas negras donde realmente me reencontré con mis orígenes culturales, con la solidez de la identidad del inmigrante y mis aspiraciones personales. La historia se repetía cada tarde: Bajadas las persianas del negocio y subidas las sillas del comedor, me acompañaba, al cuarto de cerámicas blancas, la retumbante voz del Felipe Pirela y su Ese Bolero es Mío o la de la Adilia Castillo con sus clásicos de antaño. Escucha vida mía. Métele cepillo al desagüe. Tú sabes que mi alma todita es para ti, pensando que tus besos mi vida nunca tendría…

Lavando pocetas al son de las celebridades nacionales, de una época que ya fue y no será, aprendí que la patria dejada adquiere colores brillantes y se presenta idealizada, similar al deseo incumplido por regresar.

Fue en aquel baño donde me re-conocí como venezolano.

Al cabo de un tiempo, la directiva de la cadena me designó como encargado general del restaurante, gracias a la pulcra constancia de mi dedicación y honestidad. La mañana en la que me entregaron las llaves, el tipo de Flux me dijo con una sonrisa y un apretón de manos

– Ya me habían dicho que la gente de tu país mira siempre bien en alto.

No, señor presidente, el oficio no denigra; por lo contrario, nos fortifica en valores y creencias. Al momento pulimos pocetas, pero mañana lustraremos conciencias.

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