Gonzalo (1930-2015)

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 La anécdota la he referido muchas veces. Yo entré en el mundo de la televisión por pura casualidad, por pura carambola. La primera vez que fui a Venevisión, a comienzos de septiembre de 1981, fui acompañando a Ibsén Martínez, quien iba a presentar una historia. Quiso el destino que quien terminase presentando la historia fuera yo, y, al final de un largo, sorpresivo e insólito día, ya estaba firmando un contrato como escritor de telenovelas, cosa que yo no veía para nada. La noche en que lo firmé, recuerdo que lo celebramos con un whisky en la oficina de Enrique Cusco Nogués. Junto a Enrique, emblemático presidente del canal, estaba Tabaré Pérez, Gerente de Dramáticos y artífice de mi contratación, quien con los años terminaría siendo mi compadre. Ya Ibsén se había retirado y estaba de cuarto, en esa gran oficina, el que espontáneamente nos servía los tragos y comentaba, con mucho entusiasmo y voz estentórea, que la historia en cuestión, de la que yo había terminado siendo coautor, podía caminar muy bien. Ese personaje era Gonzalo López Silvero.

 55-Equipo-Campeón- Gonzalo, desde esa noche privilegiada se convirtió en un gran cómplice, en un gran amigo, en un gran maestro. Claro que ya le conocía por sus comentarios y sus narraciones en el béisbol y en el boxeo, donde era un personaje realmente singular. Conocía el juego como pocos, estaba lleno de anécdotas sobre el béisbol, y era cosa exquisita, para el que le gusta de este deporte, oírle hablar de esa pasión compartida. Pero además de eso, Gonzalo, quien se había graduado de abogado en la Universidad de La Habana, era un experto en cuestiones de mercadeo, en los temas de publicidad y, sobre todo, de televisión. ¡Cómo sabía de televisión! Cómo intuía por qué una historia podía funcionar y otra no. Por qué había que presentar unas cosas así y otras de otra manera.

  Mucho de lo que yo pude hacer en mi carrera en la televisión se lo debo a Gonzalo. Gonzalo me enseñó muchísimo. Y enseñaba como enseñan los maestros, sin pretender dictar cátedra, sin pretender que la suya era la última palabra, sin pretender que estaba enseñando.

  De Gonzalo yo podría estar hablando mucho tiempo. De Gonzalo yo podría soltar un anecdotario inmenso, que, además, involucra a gente muy querida, amigos, como suele decirse, de toda la vida.

  En una oportunidad, Gonzalo y yo estábamos en mi casa compartiendo unos whiskys con Jean Maninat. César Ignacio estaba pequeño y jugaba con carritos alrededor. Jean le preguntó a Gonzalo qué era lo que más le había impresionado la primera vez que, de niño, pisó un estadio de beisbol. Gonzalo no tardó nada en dar la respuesta: “El olor de la grama”. Y agregó: “Y todavía sigue siendo lo que más me gusta y más me impresiona”. A lo cual Jean le dijo: “Caray, ese es un buen titulo para tus memorias: El olor de la grama, memorias de una fanático.” Celebramos la ocurrencia y ya casi empezábamos a escribir la historia en ese momento, cuando Gonzalo gritó: “¡Pera pera pera!” Él, con su característico acento habanero, repetía la palabra “espera” como si fuera una ametralladora, le quitaba la primera sílaba y quedaba solo en un “pera” escandaloso que siempre producía hilaridad. “No me gusta el titulo”, dijo. ¿Por qué?, preguntamos sorprendidos. “Porque en inglés es ‘the smell of grass’ y van a decir esas son las memorias de una mariguano y yo no soy mariguano”.

  Así era Gonzalo, un tipo que se las sacaba del bolsillo con una facilidad única. Además, pícaro y exitoso con el sexo contrario y con un sentido del humor extraordinario. Pero lo que más resaltaba en él era su noción de la solidaridad, la manera como la ejercía, sus manos y sus brazos siempre generosamente abiertos.

  Hoy se nos ha ido Gonzalo. Ya tenía rato viviendo en Miami, luego de haber vivido más de 30 años en nuestro país. Se asumía como un venezolano más y con orgullo proclamaba que ésta era su segunda patria. Pero se fue a Miami, como tantos. Allá le empezó a afectar el Alzheimer y ya en los últimos tiempos estaba muy decaído. Me cuenta su hija Madelein que se quedó dormido en la noche y allí le sobrevino el paro cardíaco que le dejó en el sitio. Quedó con su rostro plácido, como solía ser en la vida. Era de esas personas que andaban siempre por esas calles y esos pasillos con una sonrisa, porque él partía de la base de que las sonrisas eran las que abrían las puertas.

  Una de las novelas que yo más disfruté escribiendo, “El Sol sale para todos”, le debe el titulo a él. Recuerdo que fue otra de esas noches largas. Abundante whisky por delante porque Gonzalo decía: “hay una invasión de escoceses y hay que derrotarlos a todos”. Y cada vez que caía una botella decía: “un soldado menos”. En fin… Una larga noche, repito, y varios, en una suerte de comité desordenado y desorientado, no sabíamos qué título ponerle a la novela. Sólo después que medianamente comenté algunos detalles personales de la trama, y que dije que se la iba a dedicar a mi hija Bárbara, en ese entonces recién nacida, Gonzalo gritó por encima de todos y soltó sin dudarlo: “¡El sol sale para todos!”.

  Ese era Gonzalo López Silvero. Le voy a extrañar mucho.

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