Cuando eran tiempos de vergüenza y dignidad

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  La noticia del día, según la prensa impresa en la mayor parte del país, no existe. Y no existe porque no aparece en ella la noticia que ayer, desde horas de la tarde, revolucionó las redes sociales. Según informaron las agencias internacionales desde el exterior, de nuevo nuestro país estaba involucrado en un escándalo de narcotráfico.

  Dos jóvenes venezolanos hacen contacto en Honduras con un narcotraficante, que, en realidad, es un infiltrado de la DEA. En Caracas ofrecen unos 800 kilos de cocaína, y, siendo una operación encubierta de la DEA, les capturan cuando en un avión privado aterrizan en Puerto Príncipe, en escala hacia una isla hondureña como destino final. En Haití les decomisan los 800 kilos de cocaína. Luego, según las informaciones, son trasladados de inmediato a la ciudad de Nueva York, donde quedan bajo la jurisdicción de un juez del sur del estado.

  Los dos jóvenes venezolanos responden a los nombres de Efraín Antonio Campos Flores y Francisco Flores de Freitas.

  Esta noticia es muy grave porque evidencia que cada vez más nuestro país está impregnado, embadurnado, bañado, rebasado por el problema del narcotráfico. Hasta aquí se trata de una noticia alarmante y peligrosa.

  Queda, sin embargo, un colateral mucho más grave aún. Los jóvenes alegan que son familia de la señora Cilia Flores. Uno hasta se presenta como hijastro del presidente. Y se informa que el avión donde volaron es de una empresa pública; que viajaban con pasaportes diplomáticos, etc.

  Nada de eso, hasta que no se presenten todas las pruebas del caso, se puede asumir como cierto. Se le debe dar el beneficio de la duda a la señora Flores. Si ella mañana dice “no son mis familiares”, así se asumirá. Flores, en definitiva, no es un apellido muy común pero tampoco muy exclusivo. Y los Flores que conozco, por ejemplo, no son familia entre sí.

 Pero si los narcotraficantes detenidos son, en efecto, familia de la pareja presidencial, esta, entonces, debe responsablemente darle explicación al país.

  Y, hablando de responsabilidades, uno de los momentos públicos más emotivos y dolorosos que recuerdo ocurrió en los tempranos años 70. José Vargas, un distinguido dirigente político, fundador del movimiento sindical y uno de sus líderes fundamentales, era presidente de la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV). Un buen día el país despertó con la noticia de que las hijas de José Vargas habían sido secuestradas. El secuestro era raro porque las pistas indicaban que Copei las había secuestrado. En aquel entonces la rivalidad política era entre AD y Copei. Pero entre ellos era impensable un crimen de esta envergadura. Y los pesquisas de la PTJ no tardaron en descubrir que, en efecto, se trataba de un autosecuestro, un acto delictivo criminal por parte de las hijas de José Vargas.

  Recuerdo entonces que, ante las cámaras de televisión, el viejo José Vargas, con toda su dignidad resquebrajada y una vergüenza que de inmediato nos invadió a todos, apareció en mangas de camisa, abatido y destruido, y, casi mirando al piso y con voz mínima, dijo: “Yo solo tengo que pedirle perdón a Venezuela porque he fracasado como padre”.

  Evidentemente, eran tiempos de vergüenza y dignidad.

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