Bombardeo – Leonardo Padrón

Publicado en: Caraota Digital

Por: Leonardo Padrón

La noticia salió publicada en un pequeño recuadro del periódico El País. Se anunciaba que ese jueves, a las 8 pm, con la luz de los días largos, la Plaza Mayor de Madrid sería bombardeada por cien mil poemas. Me quedé en silencio un largo minuto. Un silencio con sonrisa incluida. Me resultaba una extravagancia estupenda. Me dije que no podía perderme tamaña desmesura.

Al llegar a la Plaza Mayor pensé que me había equivocado de sitio. Una verdadera multitud ocupaba todos los espacios. Grupos de jóvenes sentados en círculo en el suelo hacían sospechar que se avecinaba un concierto de rock. Gente sola o en camada, ancianos, adolescentes, tipos de barba y cámara profesional, peatones tantos y tan variados que concluí que algo más estaba pasando allí. Me acerqué a una mujer en sus treinta que estaba tomada de la mano por su hijo de seis años y le pregunté si estaba allí por el asunto de los poemas. Afirmativo. Insistí con una pareja. Lo mismo. Repliqué la pregunta a un hombre de bastón. Para mi asombro, todos aguardaban el bombardeo. ¿Cómo se enteraron? ¿Bastó ese pequeño recuadro en la prensa? ¿A tantas personas le importaba ver cómo llovían cien mil poemas sobre la Plaza Mayor?. Pues, sí. No había duda.

En punto, bajo un cielo rotundo y azul, apareció un helicóptero sobrevolando la Plaza Mayor. De pronto, del vientre del pájaro de hélices comenzaron a caer unos papeles. ¡Ah, los poemas! Quizás serían mil, dos mil. Jamás cien mil. Todo el mundo alzó la vista al cielo, esperando ser mojados por esa particular lluvia. Pero el viento hizo una travesura y secuestró, en cámara lenta y a la vista de todos, el aluvión de poemas. Vimos, con decepción, cómo los poemas atravesaban el cielo de la Plaza Mayor, yéndose a llover a alguna otra parte de la ciudad. El niño de seis años comenzó a llorar, tristísimo, mientras su madre le juraba que lo llevaría a buscar alguno de los poemas que estaban a la deriva, cuadras más allá. El piloto del helicóptero entendió que debía intentarlo de nuevo y se alejó un poco más, apostando a que esta vez lograría burlar al viento. Nuevo intento. Nueva expectación. Rostros al cielo. Y, como si fuera ya un desaire consciente, el nuevo enjambre de poemas (¿dos, tres mil?) siguió de largo. La decepción trocó en frustración. El público, en un gesto unánime de solidaridad, le dispensó un aplauso de consuelo a los promotores de la actividad. Al menos, la intención merecía ser celebrada. Un murmullo de “qué hacer ahora” circulaba en cada resquicio de la plaza. Tomarse una caña en algún bar de la Plaza no era un consuelo despreciable.

Pero, de repente, hubo un grito coral de asombro. Seguí la dirección de las miradas y allí estaban, como el aleteo de miles y miles de pájaros, los poemas, esta vez lloviendo inequívocamente sobre nuestras cabezas. Eran muchísimos. Lo que ocurrió entonces fue memorable. La gente corría de un lado al otro, siguiendo el baile del viento, lanzando manotazos al aire para pescar los poemas que caían del cielo. No era fácil. La poesía, tal su naturaleza, se hacía esquiva. Hubo refriegas joviales, risas, carreras en zigzag, veinte manos sobre un poema, batallándolo. Muy pocos llegaban a tocar el suelo. Yo peleé mis propias contiendas. Llegué a capturar cuatro poemas, valga decirlo, y uno de ellos fue tan pugnado que me llevó a un traspiés, que luego se convirtió en una molestia intercostal. “Tengo un poema atravesado en las costillas”, estuve rezongando el resto de la noche.

Una mujer, de abrigo rojo y sombrilla violeta, desplegó la mejor estrategia de la tarde. Volteó su sombrilla al revés y pescaba, con obvia ventaja, los poemas que plácidamente aterrizaban en su improvisada cesta. Los poemas llovieron durante más de media hora. Fue una fiesta. Un experimento poético de carácter lúdico triunfaba ese jueves sobre el centro de Madrid. Lectores, iniciados, forasteros de la literatura, curiosos y advenedizos fueron tocados en esa velada por la energía del lenguaje poético. Confieso que los combates que contemplé y aquellos en los que participé me recordaron, por contraste, la miseria que llueve sobre mi país, donde la gente se ha acostumbrado a saquear camiones de comida, o a pelearse con furia las bolsas de arroz o atún que algún personero del régimen les lanza desde un camión, para luego canjear la dádiva por votos electorales.

Aquí –en cambio- la multitud se peleaba por poemas, no por comida. Y, en rigor, la iniciativa, propiciada por un grupo chileno llamado Casagrande, posee la intención de “recordar las ciudades que han sufrido bombardeos en su historia”. El experimento lo han realizado ya en Berlín, Londres, Varsovia, Dubrovnik y Milán. Son bombas de poemas escritos en marcapáginas contra las bombas que han escrito en la historia páginas enteras de muerte y duelo. La idea nació en Santiago de Chile, inspirada en lo ocurrido en el Palacio de la Moneda, el edificio presidencial que fue bombardeado en 1973 durante el golpe de Estado de Augusto Pinochet. Una idea portentosa que busca contraponer a la violencia humana la posibilidad de belleza que también anida en el hombre. Un experimento memorable que se da en paralelo con la Feria del Libro de Madrid y con el apoyo de Matadero, esa singular “ciudad” cultural que acecha -generosa- dentro de la gran ciudad.

Esa tarde, miles de personas abandonaron la Plaza Mayor de Madrid con algún poema en sus manos. Esa tarde, triunfó el hombre sobre el hombre. Y todos fuimos un poco más humanos.

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