Cría delincuentes y te sacarán los ojos- Tulio Hernández

Publicado en: Frontera Viva

Por: Tulio Hernández

 

I. El pasado 19 de marzo, “El Coqui”, jefe pandillero de una de las bandas criminales de la populosa barriada llamada Cota 905, se salió de sus territorios habituales. Bajó con sus bandoleros motorizados, armados hasta los dientes. Tomó los accesos de los túneles de El Paraíso y La Planicie, en Caracas. Detuvo el tráfico vehicular en la zona. Retuvo a tres funcionarios policiales a quienes sus pistoleros atracaron igual que a los conductores de vehículos detenidos dentro de los túneles. Y luego, en medio de una balacera, se marcharon con el propósito frustrado de atacar –para hacerse con armamento y material militar– el comando de la Guardia Nacional ubicado frente a la Plaza Madariaga.

 

Esta escena, desmesurada, scorseseana, de hordas de pistoleros enfrentándose entre cascadas de balas con las policías y fuerzas armadas nacionales se ha vuelto algo común en Venezuela. Un país en estado de descomposición que ha visto crecer bandas criminales que tienen armamento de guerra incluso más sofisticado que el del ejército oficial.

 

El chavismo auspició estas pandillas. Y ahora se les han vuelto incontrolables. Como les ocurrió a ciertos hacendados colombianos con los paramilitares, que nacieron para enfrentar a la guerrilla y luego se convirtieron en algo igual o peor que aquello que querían combatir. O como le ocurrió al Pentágono con Bin Laden y los talibanes que luego se volvieron en su contra.

 

Con el pretexto de que no iba a reprimir a la población, como se hacía antes en la era democrática, Chávez nunca enfrentó la violencia asesina. Todo lo contrario, la instigaba y aún la instigan. La auspiciaban y la auspician. La pagan. Chávez financió la creación de los grupos paramilitares llamados “colectivos”, pistoleros a sueldo que reprimían a los diputados opositores, acuchillaban a periodistas y les quemaban sus equipos (los de Radio Caracas Televisión y CNN eran sus preferidos), y en los barrios pobres torturaban en público a los activistas de la resistencia democrática. “La revolución primero”, decían. “Los derechos humanos después”.

 

Pero la espiral de violencia había comenzado antes.

 

II. Hasta el año 1989, los índices delictivos en Venezuela eran tan bajos, que al país no se le incluía en los programas de estudio de violencia que muchas universidades desarrollaban en la región latinoamericana.

 

Pero a partir del fenómeno de ira colectiva conocido como El Caracazo todo cambió. Lo ocurrido en esos días, entre el 27 de febrero y el 3 de marzo de 1989, la más costosa en vidas y pérdidas materiales entre todas las insurrecciones populares que se produjeron en protesta a las reformas neoliberales hechas según el guion del Fondo Monetario Internacional (FMI), cambió para siempre la imagen que teníamos de nosotros mismos.

 

Venezuela no volvió a ser la misma. Mucho antes de que Chávez llegara al poder –una década hacia atrás– se acabó la nación pacífica con democracia ejemplar que atraía a los inmigrantes que llegaban en búsqueda de paz, bienestar y riqueza. El 27F fue como una regresión satánica colectiva. Un gran vómito verde, que permitió visualizar lo que la nación llevaba en sus entrañas: rabia, ira, resentimientos, compulsión consumista, hambre de bienes mal habidos.

 

Por esos días supimos que la procesión iba por dentro. Porque lo más impresionante de El Caracazo no fue la protesta política sino el componente delincuencial. Los insurrectos no fueron a protestar a las casas de los partidos políticos o las sedes de ministerios y el parlamento. La mayoría quería saquear: lavadoras, secadoras, güisqui escocés, equipos de sonido, alimentos, entre otros bienes. Y en los días subsiguientes, cuando el Presidente Pérez ordenó un toque de queda y las Fuerzas Armadas allanaban edificios completos en las barriadas populares de la ciudad, descubrimos que teníamos una población fuertemente armada.

 

Recuerdo una camioneta del ejército saliendo de un superbloque del 23 de Enero cargada de pistolas, revólveres, fusiles y hasta lanza llamas que habían incautado en las viviendas. Como si la población se hubiese estado preparando para una guerra. Una realidad que estaba oculta.

 

 

III. A partir del año 1993 nuestro país fue incluido en el estudio de violencia en la región andina auspiciado por la Universidad de los Países Bajos. Junto a Perú, Bolivia, Ecuador y Colombia, porque ya habíamos sobrepasado lo que los organismos internacionales reconocen como amenaza: más de 12 homicidio por cien mil habitantes.

 

El estudio venezolano lo realizó la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), bajo la dirección de los sociólogos Luis Pedro España y Luis Luengo. De ese estudio quedó un libro, “La violencia en Venezuela” (Monte Ávila Editores, 1993). A mí personalmente me correspondió desarrollar el capítulo sobre violencia y cultura.

 

Entre los datos que incluí en el ensayo que se me asignó hay uno que anunciaba lo que vendría: el índice delictivo por cada 100 mil habitantes. En el año 1984 el índice no llegaba a 700 delitos. En 1989 ya se acercaba a 1.200. En 1990 los delitos superaron la barrera de los 1.600 por cada 100 mil habitantes. Y en 1991 arribó a 2.000. Es decir, en apenas siete años el delito se había multiplicado ¡en un 300 por ciento!

 

De allí en adelante el delito, la inseguridad y los homicidios fueron creciendo exponencialmente año a año. Ni el segundo gobierno de Pérez, ni el de Rafael Caldera, lograron hacer algo para detenerlo.

 

El Laboratorio de Investigaciones Sociales (LIS) dirigido por el sociólogo Roberto Briceño León, fue reportando años a año, las cifras que a mediano plazo convertirían a Venezuela en una de las naciones más insegura del planeta. Hasta 1988 la tasa era de 8 homicidios por cada 100 mil habitantes. En 1989 la tasa subió a 13. Con las dos asonadas militares de 1992 la cifra subió a 16 y continuó subiendo hasta que al final del gobierno de Caldera, 1998, ya el índice estaba en 20 homicidios por cada 100 mil habitantes. Grave. Fue entonces cuando el teniente coronel llegó a Miraflores y comenzó la gran fiesta criminal.

 

IV. Con Chávez el delito se multiplicó. En su primer año del mandato los homicidios se incrementaron en más de 30 por ciento. En 1999 se contabilizaron 5.968 muertes violentas y una tasa de homicidios de 25 por cada 100.000 habitantes. En el 2000, la tasa subió a 38. Y en el 2003, cuando el número de fallecidos arribó a los 11.342 la tasa subió a 44 homicidios por 100 mil habitantes. En apenas tres años el índice se había duplicado.

 

Venezuela se hizo récord mundial. Diecisiete años después, en el año 2020, según el Observatorio de Violencia, hubo 11.891 personas que fallecieron por causas violentas, lo que significa una tasa de 45,6 por cada cien mil habitantes.

 

El chavismo promovió la violencia de las bandas criminales. Entendió que entre más miedo tuviese la población más se irían del país las clases medias (que les resultan tan molestas) y menos saldrían a protestar a las calles a sabiendas de que un disparo los podría sacar de este mundo sin grandes consecuencias para el pistolero.

 

Pero ahora el chavismo está pagando las consecuencias de haberle dado alas a la delincuencia. Que un pandillero sienta el mismo placer orgiástico que Hugo Chávez expropiando fábricas o edificios de personas adineradas a las que desde niño envidió no debe extrañarnos en nada.

 

Varían los métodos. Pero el principio es el mismo. Un delincuente es un delincuente. Ya sea político o capo del narcotráfico. “Me lo expropian” gritaba Chávez, vanidoso, omnipotente, frente a los edificios que le apetecían. “Me trancan las calles y roban a todos”, grita ahora El Coqui, el jefe supremo de la Cota 905.

Ambos han hecho uso de las armas para cometer sus delitos. Chávez en 1992 contra la Constitución; El Coqui, en el presente, contra la propiedad. A ambos les ha seducido el traqueteo de las ametralladoras. Tomaron el poder por asalto.

 

Quizás el primer crimen político contra el chavismo en Venezuela no lo haga el hijo de un preso político torturado o asesinado, sino alguien como El Coqui. Porque, ya sabemos, si crías delincuentes algún día te sacarán los ojos. Como los cuervos.

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