Cuento cuentos – Carolina Espada

Publicado en: Pasión País

Por: Carolina Espada

Manchitas de hígado, flores de muerto

CarolinaEspada / @carolinaespada

A Mercedes Morreo Bustamante

In memoriam

Ella comprendió que había envejecido el día en que vio en sus brazos unas pintitas marrones y otras blancas, y luego posó su mirada en el typical corner. Sí, había llegado la hora de desmontar el typical corner. No se puede ser una señora de  “¡ay, pero qué bien te conservas para tu edad!” y seguir teniendo un typical corner en casa.

Pero antes debía preparar la pócima.

***

En una olla grande se colocan 250 gramos de ojitos de sapo, preferiblemente bien tiernitos. Sin ojitos de sapo no se puede hacer el bebedizo como es. A eso se le agrega –revolviendo siempre para que no se pegue- un puñado de colitas de alacrán, una pizca de bigotes de acure, alitas de murciélago al gusto, 4 tazas de baba de baba, una culebra albina (o rosada, según la estación) previamente picada en rolitos, dos claras de huevo de iguana batidas a punto de alud, y una cucharada copetona de maicina americana gran-producto-nacional para que se espese el cocimiento, para que coja consistencia.

Se le da un primer hervor y se espolvorea con telarañas deshidratadas, un pellizco de sal y un alarido de pimienta guayabita.

Se lleva a un segundo hervor y se le añade una docena de ciruelas pasas (si es que se prefiere laxante, si no, no). Se baja a fueguito lento y se tapa.

Mientras se cuece, uno puede cantar algo acorde a la ocasión. Algo así como “lunes, martes, miércoles 3, jueves, viernes, sábado 6…”

Pasa el tiempo… una hora… dos… nunca se sabe… y en lo que los ojitos de sapo floten y se lo queden viendo a uno, es que el brebaje está.

Se coloca al sereno (preferiblemente en el patio de atrás, debajo de la mata de guanábana, al lado del tío loco que siempre se desamarra) y, mientras se serena, uno se deshace de cualquier cosa pavosa en su vida… porque la pava arruina y envejece.

***

Así estaba escrito en el cuadernito amarillento de la abuela Dolores. Y así lo hizo.

Todo había empezado en su adolescencia, cuando su prima, la Embajadora, le había regalado una pipa tallada en Yugoslavia, porque había un país que se llamaba así. Era larguísima, pintada con mil colorines, con unos guindalejos, y en la punta, un huequito en donde se encajaba un cigarrillo. Sí, un cigarrillo incrustado, erecto, en aquella artesanía entre turca y coloniatovar.

¿¡Y qué hacer con la pipita!? Pues, nada… ponerla allí, en esa repisa… ahí en la esquina, que no molesta.

La Embajadora insistió de nuevo. Le trajo de Colombia un racimo de chirrompios con otros frutos disecados y unos maíces tiesos y unas hojas tostadas y unos cascabeles. Eso y que era buenísimo contra el maldiojo.  Ah, y del Japón, vino cargando con un potecito de aire enlatado del Fujiyama y una muñequita, que sonaba como una campanita acuática y alejaba los espíritus diabólicos.

Todo fue a parar a la encrucijada del folklore, al altar del arroz con mango, al templo del repelús.

Luego llegó el botuto, regalo de un pretendiente afortunado, con una lucecita de árbol de Navidad adentro y el cablecito verde que le salía por el rabito. Se enchufaba y cumplía la función de night light. Así se podía ir a hacer pipí a la medianoche sin necesidad de mayor iluminación y mejor gusto. Más nunca volvió a hacer pipí de noche. Finalmente, y por recomendación de un urólogo, el botuto glow in the dark fue al rincón en donde ahora había más anaqueles y más objetos causantes de escalofrío vertebral.

Estaban los escarpines peludos ideales para un peluche sudado; la concha de mar con la sirena bizca dibujada por un señor ciego y mocho, y que era una bellísima persona; la Divina Pastora de mazapán rodeada por ovejitas dulces y abrillantadas (todas con su capita protectora de Baygón, no fuera a ser…); el nacimiento quiboreño con su San José y la Virgen, el caracol y el buey; las maraquitas de piache famélico y las mini alpargaticas que decían:

erdo Recu. ed. rita. Marga.

Ella lo botó todo. Es que no le tembló el pulso. Lo botó todo y, de inmediato, sintió un alivio, un fresquito en el alma, un noséqué como juvenil, libre de fardos y de ataduras; esa alegría y serenidad de saberse redimida de pesares, horripituras, zamuros y rebullones.

            ¿Y la pócima?

            Había cumplido su cometido. Darle suficiente valor para terminar con el pasado de un solo escobazo.

En “Fabricantes de Sonrisas”, Antología de Autores Venezolanos, Tomo II,

Compilación y fotografía Otrova Gomas, Ediciones GE, s.f.

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DOMINGO 7

CarolinaEspada / @carolinaespada

Había una vez unas brujas que se reunían en el bosque y hacían un aquelarre y la pasaban de lo más bien.

Un niñito, escondido entre el follaje, las espiaba. Y ellas cantaban alborotadas alrededor de la hoguera:

            “Lunes, martes, miércoles tres; jueves, viernes, sábado seis. Lunes, martes, miércoles tres; jueves, viernes, sábado seis”.

Y pasaron muchas noches… y el niñito siempre ahí… observándolas.

Y llegó una de esas de luna redonda y alumbradita con lechuza uh-uh…

Y el niñito volvió a su escondite…

Y llegaron las brujas… con sus patas de araña, alas de murciélago, colas de ratón,  lenguas de sapo, ojos de iguana y cascabeles de serpiente… y prepararon sus pócimas y sus brebajes… y se emborracharon…

Y volvieron a tomarse de las manos para girar y bailar y cantar.

“Lunes, martes, miércoles tres; jueves, viernes, sábado seis”.

“¡Domingo siete!”, gritó el niñito incapaz de seguir conteniéndose por más tiempo…

Y las brujas lo agarraron y se lo comieron.

FIN

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Este cuento me lo leí cuando tenía siete años. Fue en mi clase favorita: “Biblioteca”, un miércoles luminoso en el Instituto Politécnico Educacional. No sé que fue del libro, pero la historia la sigo recordando con la misma melodía armoniosa que yo le puse al canto de las brujas (la de “Twinkle Twinkle Little Star”) y el mismo desafinado “¡Domingo siete!” del niño comido.

A los siete años, al concluir la lectura, no me pareció que había sido muy apropiada para mi edad. “Pero bueno, hay que leer de todo”, me dije. Millones de años más tarde, hojeando un libro muy serio sobre brujería, hechizos y demás, en una librería de ensueño y caché en Madrid, me tropecé con el capítulo dedicado a los aquelarres. Allí decía que cuando las brujas se reunían, cantaban exaltadas una canción que decía:

“Lunes, martes, miércoles tres; jueves, viernes, sábado seis”.

Avanzada la noche y una vez que eran poseídas por el espíritu diabólico, este canto se aceleraba, se atropellaba y se detallaba frenéticamente. Y entonces gritaban posesas: “lunes uno, martes dos, miércoles tres, jueves cuatro, viernes cinco, sábado seis”. Y eso lo repetían y repetían y repetían hasta caer exhaustas alrededor de la hoguera.

Remata ese libro tan académico, que el domingo 7 jamás y nunca era invocado/evocado, pues ese es el día del Señor. Y nada más anticlimático e interruptus en medio de una barahúnda endemoniada.

Con razón se lo comieron…

Domingo 7 de junio de 2020, día de aquelarre infeccioso y coronavirus satánico. Si por casualidad alguien sabe el título de ese tratado tan grave, erudito, riguroso y minuciosamente documentado, escrito por un catedrático español de cuyo nombre no logro acordarme, favor avisar. Me encantaría leérmelo completico y la única referencia “bibliográfica” que puedo dar es que es un ejemplar amarillo, gordo y sin ilustración en la portada. No lo adquirí por razones de exceso de equipaje, pero sí le traje a mi mamá (una señora de ojos verdes, cara de hechicera y de apellido Cabruja), una figurita de porcelana marca Lladró. Era un bibelot bastante kitsch. Una brujita sentada, con su gorro picudo, su escoba, una arañita y un ratón. Y había una vez que llegó una sobrina a su casa… y se la quebró.

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Última voluntad

CarolinaEspada / @carolinaespada

            “Róbense cualquier cosa, pero cójanse algo al menos una vez. Sólo así sabrán de qué están hechos y de qué serán capaces en la vida. Y me hacen el favor y le dicen a su papá y a su mamá, que no me vayan a mandar a pintarrajear toda y que me entierren con este sacapuntas”.

            Eso dijo la abuela Constanza segundos antes de morírsele -sin melodramas, ni espasmos, ni estertores- a sus cuatro nietos atapusados de chocolate, que ya estaban acostumbrados a las ocurrencias de la viejita.

            Afuera, en el pasillo, su nuera María Teresa se quejaba como siempre:

            -Argimiro, tú sabes que a mí nunca me ha gustado que los niños se queden a solas con tu madre. Ella los atraca de dulce y les suelta cada disparate y cada barbaridad.

            -Marité…

            -“Marité” nada, Argimiro, que después los muchachos comienzan con el dolor de barriga y la preguntadera.

            -Déjala, Marité, que la vieja se me está muriendo.

            Y ahí salió Argimiro José del cuarto:

            -No, papi, ya la abuela se murió.

            Argimiro se deshizo en lágrimas. María Teresa quiso matar a su suegra (pero ya era demasiado tarde), cuando Teresita, la menor, le contó lo de la robadera. Y nadie entendió lo del sacapuntas verde -viejísimo- en forma de aeroplano.

***

            Lucas Martínez llegó a la escuela con el pelo engominado, un bulto nuevo y un sacapuntas increíblemente novedoso. Corría el año de 19…algo y la abuela Constanza era una niña de cinco años con trenzas, lazos y una pantaleta en el morralito por si se orinaba. Previsiones innecesarias de Doña Organdí, la mamá de la abuela Constanza, que nunca -nunca- se orinó.

            Y allí estaba Lucas Martínez, a su lado, en la mesita redonda, sacándole punta a todos sus lápices que ya estaban afiladísimos ¡y es que ese aeroplano verde era todo un espectáculo!

            La maestra Dolores llamó a Lucas al pizarrón para que escribiera cinco palabras que empezaran por Be.

            Burro. Bueno. Bote. Bolver…

            -¿¡Bolver, Martínez!? ¿¡Con Be de Borrico!?

            Y mientras Lucas borraba olver, Constanza, en un impulso y una irracionalidad desconocida, hizo algo que jamás había hecho antes: se cogió el aeroplano verde que sacaba punta por el culito.

            Bandera. Berengena.

            -¿¡Berengena con Ge, Martínez!? ¡Berenjena con Jota de Jumento!

            Y ya el sacapuntas estaba enrollado en la pantaleta.

Lucas volvió a su puesto y para la abuela Constanza los minutos se convirtieron en siglos. No podía creer lo que había hecho. Le aterrorizaba imaginar que Lucas se percatara de la desaparición del aeroplano y que la maestra Dolores ordenara una revisión de bultos y morrales. Pero Lucas estaba entretenido pateando a Nicolás y a Bernabé por debajo de la mesa. (Varones…).

            Terminaron las clases y, de regreso a casa, de la mano de su madre, la abuela Constanza no levantaba la vista del piso.

            -Mi amor, ¿qué te pasa?

            -Nada, mamá, que voy viendo el camino de las hormiguitas.

            Y sintió como su carrera delictiva se iba acelerando: primero, el robo; ahora, la mentira.

            Al entrar a su cuarto no supo dónde ocultar el sacapuntas del suplicio. Desde el preciso momento en que logró llevárselo del colegio comprendió que nunca tendría el valor de sacarle punta a nada.

            ¿Y si se lo devolvía a Lucas al día siguiente? Eso hubiera sido lo más honorable, digno y decente, pero ya tendría fama de ladrona por los siglos de los siglos amén y si su papá, el Profesor Semprún, se hubiera enterado, no se lo hubiera perdonado nunca.

            -¿¡Una hija mía!? ¡Una hija mía, por Dios!

            Y es que el Profesor era un hombre honrado y de palabra. Un ser fundamentalmente bueno.

            Así vivió la abuela Constanza, con aquella mortificación y aquel arrepentimiento. Cada vez que se mudaban, y después, cuando se casó, se llevaba consigo el objeto de su pecado y lo escondía muy bien. Su consuelo: saber que sería incapaz de robarse otra cosa hasta el fin de sus días. Nunca más cometería una acción tan innoble y deshonrosa. Entendió que, lo sucesivo, sería una mujer de bien, merecedora de toda confianza y todo respeto (aunque tuviera esa mancha y ese secreto en su pasado).             Entonces la enterraron como ella quería y la abuela Constanza, que no había podido vivir con esa vergüenza en la vida, ahora, a lo mejor, podría morir con esa misma vergüenza en la muerte y encontrar a Lucas, devolverle el aeroplano y pedirle perdón.

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Carolina con una estrella en la frente Aquiles

CarolinaEspada / @carolinaespada

Esa fue la dedicatoria que me escribió Aquiles Nazoa en mi cuaderno de primer grado. Había ido a mi colegio para hablar de cosas muy interesantes como a dónde se va la luz cuando se apaga el bombillo, por qué el pez volador puede volar, qué le pasa a un camarón cuando se duerme y por qué cuando un burro rebuzna parece que estuviera suspirando.

“¿Quién tiene la estrella en la frente, mamá, Aquiles o yo?”.

Un mes más tarde mi mamá se lo contó el día en que lo fuimos a conocer a su casa en Vista Alegre.

“¿Qué le parece, señor Nazoa, la pregunta de Carolina?”.

Y Aquiles me vio como si fuera un filósofo griego mirando a un colega suyo en el ágora de Atenas. Allí mismo nació nuestra amistad.

Aquiles le puso unos sombreros con flores de tela a mi mamá, a mi madrina y a María, su esposa amada, y las señoras se quedaron en la sala haciendo la visita. A mí me llevó para su “cueva”, el lugar en dónde escribía. A mis seis años recién cumplidos, eso fue como entrar en el huevo de un avestruz, no había paredes, todo era ovalado. Como si estuvieran suspendidos en el espacio, allí había muñecos de trapo, papagayos, avioncitos y barquitos de papel, dibujos de colores, varios caleidoscopios, una bolsita de metras y otra de yaquis, monedas de chocolate, una foto del Ratón Pérez, libros y más libros, papeles amarillos y unos patines. “¡Debe ser multimillonario!” pensé, pues nunca había visto tantos tesoros juntos.

Le conté que siempre lo veía en “Las cosas más sencillas”, en el canal 5, pero que al final siempre me quedaba dormida porque era muy tarde.

“Entonces me llamas y yo te cuento cómo terminé el programa”.

Y así comencé a hacerlo y Aquiles me contaba con detalle qué había pasado con la manzana de la discordia, el juicio de Paris y el triunfo de Afrodita, y que si Hera y Palas Atenea se habían quedado muy enfurruñadas, porque esas diosas tenían muy mal carácter. Y que otro día me contaba todo sobre Helena de Troya (bellísima esa muchacha, por cierto), y una guerra ahí y un soldado que se llamaba como él y un tal señor Odiseo -hombre muy astuto-, ¡y que no se le olvidara Homero, que era un poeta!

Una tarde cualquiera, que se convirtió en única y luminosa, él fue quien me llamó y me leyó un poema que me había escrito. “Carolina en el jardín”, el más precioso regalo para una niña feliz que aún no había cumplido los siete años. ¿Sabían que Aquiles sonaba a papelón, anís, jengibre y queso blanco ralladito? Una golosina criolla que muchos llaman alfondoque; otros, “dulce de pobre”; y yo, “la voz más sencilla”, porque para mí, “sencillo” era maravilloso.

Y allí estaba él del otro lado del teléfono, que ya no era un teléfono. Eso se había convertido en dos vasitos de papel con un pabilo, pero en vez de pabilo era un hilo de plata. Así es como se comunican los poetas con los niños.

“La señorita Carolina

salió hoy domingo a pasear

por un jardín de flores francesas

donde vive el señor Renoir

La señorita Carolina

levemente vitral y Miss amor

anda vestida de jazmines

y remembranzas de jabón de olor

Y va del brazo de este domingo

aquí un color y una música allá

despertando súbitas mariposas

unas de sombra y otras de luz al pasar

La señorita Carolina

muy pamela y ajuar floricultor

va dentro de una jaula de violetas

señorita de cuadro bajo su quitasol

La señorita Carolina Espada

ilustra como a un libro de estampas el jardín

junto a los abedules es dorada

y bajo la cenefa de las rosas, carmín

Y cuando el varillaje de los árboles

anega sus cabellos de luz dominical

de las pestañas de Carolina

sale volando un pajarito de cristal”.

            Dicen que murió un 25 de abril. Yo no lo creo, porque ese día no aparece en mi calendario.

Mi Ávila no llora, Aquiles, aunque a veces llueve en la ciudad.

17 de mayo de 1920 – 17 de mayo de 2020Centenario del natalicio de Aquiles Nazoa

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De mujer a mujer

CarolinaEspada / @carolinaespada

            Los hombres sólo sirven para dos cosas y una, es destapar frascos.

            Eso es lo que siempre dice mi amiga Malola tras cada revés sentimental. Añade que ya no hay muchos varones disponibles y que, los pocos en existencia, lamentablemente son demasiado precarios.

            ¡Es que ya no los hacen como antes!

            Yo trato de hacerle  entender a  Malola que  sujetos con  bolitas abundan -tal y como han proliferado siempre-, pero que lo que pasa es que ahora se quedaron sin circunstancias.

            ¿¡Cómo es la cosa?!

            Mira, Malola, Ortega y Gasset lo escribió clarito: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo a mí”…

            Ay, no, que no estoy de humor para intensidades filosóficas, pónmela facilita, ¿quieres?

            Malola, cuando tu abuelita se casó con Don Pocho sabía bien que tu abuelo era un señor bastante putañero, un tanto borracho y sin el menor sentido del humor. Una verdadera piña, Malola. Pero él le resolvió a tu abuela el quince y último por más de cuatro décadas; hacía gala de ciertas nociones de carpintería y albañilería; se entretenía por las noches matando las ratas del patio con su escopeta, y nunca le pegó ni eructó en la mesa.

            Y tu mamá también se casó con tu papá y con sus circunstancias. Seamos realistas, al señor Peluche toda la gente lo llama así no porque sea peludo, sino por bueno, por gordo, por blando y por ser absolutamente innocuo y aburrido. Será tu papá, Malola, pero él duerme hipopótamos en remojo del puro fastidio y es incapaz de despertar una loca pasión. Y en cuanto al sentido del humor, digamos que no tiene mucho porque es bastante caído. ¡Pero allí están sus circunstancias para hacerlo portentoso, único e imprescindible para tu mamá! Él nunca la ha dejado cargar ningún peso en la vida (desde un bombillito de linterna hasta una compra nerviosísima en el mercado); la lleva y la trae para todas partes, y la espera en el carro tranquilito leyéndose el Quijote; y no hay lo que no le explique y con aquella paciencia: “No, Agreste, los pingüinos no son focas; en Venecia no hay gandolas, mija, son góndolas; ‘la diabetes es una enfermedad grave, nunca esdrújula’, como dijo el Profesor Rosenblat”.

            Y entonces llegamos a ti, Malolita: tú y tu fase de apareamiento en este siglo XXI tan acontecido. A diferencia de tu mamá y de tu abuelita, tú estudiaste, te graduaste, hiciste una maestría, trabajas y ganas más real que la mayoría de los hombres que te rodean. Solita instalaste tu computadora, el modem, el wifi y todos los cables de colores bien trenzados como si fueran crochet; también cambiaste la conexión del teléfono sin ayuda y con apenas un pequeño corrientazo (al que tú definiste como un “golpe de testosterona” y te gustó, ¿o lo olvidaste?). Tú le pagas al mecánico, al pintor, al plomero, al electricista. No estás obligada a casarte con ellos, ni a cocinarles calamares rellenos a la Bombay a medianoche, ni a lavarle los interiores, ni a padecer sus cirrosis y enfisemas. Tampoco te calas sus ronquidos y ventosidades. Les pagas y ya.  Tú sabes karate, judo y tortura china. Tienes una pistolita a buen resguardo, reja en tu apartamento, abogado sanguinario y un dóberman patriaomuerte a tus pies. ¡Tú eres dueña de un arsenal de insecticidas y afines para defenderte de tu única fobia! ¡A ti te conocen como la Reina de los Taxis Privados siempre a tu disposición! ¡Tú gozas de una laptop Mac y un iPhone que te conectan con el sistema planetario! ¡Y tienes a tu Google bien amado para lo que sea y a la hora que quieras! ¡Tú no dependes de nadie, Malolísima! ¡Te bastas y te sobras en la vida! ¡A ti ningún hombre te va a venir a marear, a seducir y a embaucar con sus circunstancias!

            ¡Pero es que yo no quiero circunstancias, yo lo que quiero es a uno ahí que me amapuche bien sabroso, me admire y me respete!

            ¿Nada más?

            Bueno, que tenga un gran sentido del humor y duerma pegadito. Y que sea leal, fiel, solidario, honesto, trabajador, responsable, puntual, divertido, tierno, detallista, generoso, apoyo-incondicional, tremendamente culto, muy inteligente, bondadoso, caritativo, súper aseado, que no tenga ningún vicio, que sea muy buen bailarín y que no se canse nunca. Y que hable mínimamente inglés y de repente, italiano y francés. ¡Y tiene que cocinar todos los días tipo gourmet, y la boca siempre le debe saber a canela, y que cuando sude huela a jabón! Ah, y que le gusten los perros, los niños y el chocolate; asuma la vida con valor; se acueste temprano; use medias y colonia, y que me quiera. Sobre todo eso, que me quiera.

            Tá difícil, Malolita…

            Ahora estoy saliendo con uno ahí que se me autodefinió como Hombre Sensitivo del Nuevo Siglo.

            ¿¡Hombre sensit…?! ¡¡¡JajaJajaja!!! ¿¡Y como qué vendría siendo eso?!

            Muérete que no sé…

            Yo lo único que te digo, Malola, es que para tu cumpleaños te voy a regalar un aparatico fabuloso que me compré ayer. Es un sustituto masculino que a ninguna mujer le debe faltar. Lo usas y te da así como… como seguridad, dominio, fuerza, control y un placer que ni te cuento.  Yo ya no podría vivir sin él. Uno se lo pone a la tapa de un frasco y -chúquiti- te la abre facilito.

            Porque en el siglo pasado decían que y que “los hombres son de Marte”… No sé. Pero las mujeres y la tecnología somos una maravilla.

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La conseja

CarolinaEspada / @carolinaespada

A Fernando Valera Rivas

¿¡Cómo es que un nieto mío tiene 19 años y todavía no ha conseguido novia?! ¿¡En serio, mijo!?

            Sí, abuelo.

            ¡Adiós caraj! ¡Agarre papel y coja ahí ese tocón de lápiz paque apunte, mire yo ya estoy en peligro de extinción! ¿¡No digo yo!? Mire mijo, la vida es como la mar y las mujeres, como los pescaos y una que otra guabina. Usté lo primero que tiene que hacer es lanzar una nasa.

            ¿Una qué?

            ¡Ah, baile! ¡Usté sí que está desinformado! ¡Pele por el diccionario, carrizo!

            “Nasa: arte de pesca que consiste en un cilindro de juncos entretejidos, con una especie de embudo dirigido hacia adentro en una de sus bases y cerrado con una tapadera en la otra para poder vaciarlo; manga de red ahuecada por aros de madera que…” No entiendo, abuelo.

            No, que va a entender, mijo querido, si ya le estoy viendo la cara. Mire, usté no va a salir de zafrisco a  pescar una sardina con un arpón. No. Usté va y tira una nasa, una malla, una cesta o un poco de anzuelos con bastante carnada. Tarde o temprano algo cae.

            ¿Entonces las mujeres…?

            Son igualitas a los pescaos. Usté mueve el anzuelito y eso va y pica seguro, así que no se me desespere. Y entonces, una vez que pique una, usté se tiene que poner galante y embustero. Usté, a la señorita esa, le hace creer que ella es la única, la más grande, la más maravillosa, y le dice que usté hace lo que ella diga, lo que ella quiera, mande que yo obedezco. Y también le dice la palabra “siempre”.

            ¿”Siempre”?

            “Siempre”. Eso de “para siempre”, “para toda la vida”, “eternamente”… eso les encanta. Y pone musiquita de fondo y media luz y ojos de carnero y le jura que la ama, la admira y la respeta… anote ahí y apréndase eso que es bien importante.

“Amor, admiración y respeto”.

Así es. Usté le dice eso a una dama y ahí mismito se le derrite. Y también dígale que usté es su esclavo y que daría la vida por ella.

            Pero eso no es verdad, abuelo.

            ¡Claro que no es verdad, mijo! ¿¡Qué va a estar siendo verdad!? Pero eso es lo que las mujeres quieren oír. ¿A usté qué le cuesta decírselo?

            Nada…

            ¡Ahí está! Pero cuidao exagera, porque ellas serán mujeres, pero no son tontas. Mucho cuidao, pues. Porque si creen que es mamaderita de gallo ahí mismito lo dejan entendiendo.

            Oquei.

¡Y tampoco las acoquine y las tupa, porque entonces se asustan, pobrecitas!

            ¿Y qué más, abuelo?

            Ah, que usté va y se pone espléndido y regalón. Pero no vaya a salir a darle unas rosas y una caja de chocolates.

            ¿No?

            ¡No! Eso es cosa de las novelas esas que ve su mamá en la televisión. En la vida real, a lo mejor la muchacha es alérgica o está a dieta. Así que usté tiene que aprender a oír y a ver.

            No entiendo, abuelo.

            Ya van dos, mijo… Mire, que usté oye a la muchacha y ella va y le dice por ejemplo: “Yo colecciono medias de colores con dibujitos” ¡y es que no ha amanecido cuando ya usté está en la tienda comprándole un parcito! Pero tiene que saber oír y tiene que ver. Mírele bien la patica a la joven. Cómprele sus medias del tamaño y numerito que son. ¿Me va entendiendo, mijo?

            Sí, abuelo.

            Bueno, y cuando a la niña esta le brillen los ojitos y caiga como un mango loca de amor por usté  -y si es que usté la quiere conservar, porque vio que la cosa es en serio- entonces deje que ella lo cambie.

            ¿Qué me cambie?

            Completico, mijo. ¿Usté cree que yo me compré esta guayabera color petunia? Estas son vainas de su abuela.

            Pero… ¿qué me cambie cómo?

            Todo. La ropa, el corte de pelo, los horarios, los gustos… todo. Y es que resulta que, cuando nosotros los hombres nos enamoramos, nosotros queremos que las mujeres se queden así, igualitas. En cambio ellas vienen y se enamoran de uno, y después nos componen, nos arreglan, nos mejoran, nos visten, nos desvisten y nos ponen más bonitos. Porque ellas nos quieren en la medida en que uno pueda ser otro… ese otro que ellas quieren.

            Ay, abuelo, yo no entiendo.

            Entonces enamórese, muchacho, y déjese querer.

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¿Y el lobo?

CarolinaEspada / @carolinaespada

A Lila Vega Scott

Un buen día, Caperucita Roja cumplió dieciocho años. Todo seguía más o menos igual. Continuaba con su mamá, allá en la casita de la pradera tupida de margaritas y uno que otro cardo. Su abuela, más incorregible que nunca, insistía en vivir en lo profundo del bosque, en un lugar en donde, por tanto pino y secuoya, apenas si llegaba el sol. ¡Ay, la Mamina, allá solita con sus nostalgias, sus fotos sepia y sus manías -tan bella- esperando sus buñuelos de nata y crema cada semana!

            Pero hete aquí que una buena tarde llegó un novio al cuento; uno gentil, con una casaca verde esmeralda y que llevaba a Caperucita a pasear por el reino cercano. Y todos vivían muy felices (tal y como se esperaba de ellos).

            Una mañana, un gorrión mensajero trajo carta de la abuelita. Tenía antojo de dulcito y ya no le quedaban buñuelos. “Hija querida: pregúntale a Caperucita si, en vez de venir mañana con su pretendiente, ¿no me los podrá traer hoy?”.

            Hoy mismo se los llevaría, pero… ¿a qué hora? ¡Tenía tanto que hacer antes de la fiesta del palacio! ¡La Bella Durmiente (quien desde hacía tiempo sufría de insomnio y tomaba pasiflora) y su esposo, el Príncipe Azul, anunciaban el compromiso de su primogénito con una ranita encantada! ¡A la medianoche: un beso, un estallido de nube con escarcha rosa y ella se convertiría en doncella encantadora! ¡Eso había que verlo! ¡Y habría fuegos artificiales y pastel!

            Entonces: ir a la peluquería de Rapunzel; recoger el vestido en el atelier de El Sastrecillo Valiente y, antes de que su novio llegara en la calesa de cristal, volar a la casa de la abuelita en pleno atardecer. Veloz. Bendición, Mamina. Buñuelitos y chao. Podía hacerse. Podía hacerse si tomaba el atajo. Y el atajo tomó. Pero lo tomó con la voz de su madre retumbándole en cada tronco, en cada rama, en cada hoja: “Caperucita, nunca vayas por el atajo, por lo que tú más quieras, siempre vete por el camino largo. El Cazador, en la taberna de Don Pulgarcito, estaba comentando que por ahí ronda un lobo violador. Caperucita, cuidado…”.

Una lechuza ululó.

            Caperucita nunca llegó a casa de su abuelita. Mamina, preocupada, tomó su bastón florido y una linterna, y salió a buscarla. El novio y la mamá también la estaban buscando. El Cazador los acompañaba silenciando su angustia. Habían pasado horas, el festín del castillo ya había comenzado y ellos tenían un presentimiento atroz. En la oscuridad escucharon los sollozos y encontraron a Caperucita, todo un despojo ella, embojotadita en su caperuza vuelta jirones, allá sobre el puente del lago de los Dragones Dormidos.

            Y dijo Caperucita: “No me vean, no me toquen, fue por mi culpa, no he debido de tomar el atajo y el lobo violador…” y ahí estalló en el más desconsolado de los llantos.

            Y dijo la Abuelita: “No, mi vida, la culpa es mía, yo me he tenido que esperar hasta mañana, cuando tú ibas a venir con el joven aquí”.

            Y dijo el-joven-ahí a la mamá de Caperucita: “La culpa es suya, señora Roja. A Caperucita se le ha ido toda la vida llevándole confites a la abuela. Justamente hoy, que su hija tenía la ilusión del festejo real, usted muy bien ha podido hacer una excepción, agarrar la cestica con los dulces y llevárselos a su madre, a quien usted no va a visitar nunca”.

            Y gritó la mamá: “¡Ah! ¿¡Pero ahora la que tiene la culpa soy yo!? ¡Tú muy bien has podido llegar más temprano y acompañarla y protegérmela! ¡Pero claro, seguramente se te hubiera arrugado tu levita de terciopelo verde!”.

            Y concluyó el Cazador: “No, la culpa es mía. Desde hace mucho tiempo he tenido que matar a ese lobo violador”.

            Todos estaban deshechos por el dolor y por la culpa. Tan afligidos que enmudecieron. Pensaban que no podrían volver a sostenerse la mirada nunca-jamás. Entonces, hubo un burbujeo y una luz en lo más hondo del lago. De allí emergió un hada transparente y brillante, que cabalgaba en el lomo de un dragón somnoliento.

            Y el hada dijo: “La culpa la tiene el lobo”.

            Y, sin más, hada y dragón se sumergieron nuevamente en las aguas.

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Divorcio en la octavita

Carolina Espada / @carolinaespada

Doña Ceci no siempre fue una mujer tipo doñita. No. Hace sesenta años era una jovencita recién casada de lo más circunspecta y con grandes deseos de hacer las cosas bien. Antes de contraer nupcias con Ildefonso, había sido siempre la Virgen María en los actos de Navidad de su colegio de monjas; madrina del equipo de fútbol –ultra exclusivo de la high– de su hermano Rodolfo; y Reina de Carnaval en el Club fundado por su abuelo Papapín y por su tío Juanchón. Pero a los diecisiete años había conocido a Ildefonso y aquello fue amor a primera vista sobre la urna. Sí, sobre la urna. Había muerto la tía Muñeca e hijos, nietos, bisnietos y todo el cuerpo diplomático se habían apersonado en el velatorio. El marido de la tía MuñecaDon Tom, era embajador e Ildefonso, que era nuevo en la Cancillería, había venido a presentar sus respetos. Presentación de respetos y petición de mano pocos meses después.

La boda fue un espectáculo. ¡No había diccionario de sinónimos capaz de describir la atmósfera de elegancia, refinamiento, distinción, gracia y encanto que reinó en los esponsales! Luna de miel en París, bien sûre. Ceci e Ildefonso eran la pareja más-bella-más-bella que se podía imaginar.

La vida de casada le reservaba sorpresas a la novel y perfectísima “Señora De”. Una que no le gustó es que ahora no veía tanto a su media-toronja. Pero es que el trabajo en la Cancillería era muy exigente e Ildefonso, tan ambicioso él, quería hacerse in-dis-pen-sa-ble. Pasaron dos años de felicidad doméstica y de muchas noches, íngrima, leyendo “Selecciones”. Entonces llegó un Carnaval. Su esposo le había prometido que en este sí se iban a disfrazar –él de Pierrot y ella de Colombine– e irían al Club… pero un compromiso i-ne-lu-di-ble con la Embajada de Suecia hizo que Ildefonso, una vez más, cancelara todos los planes.

A Ceci le dio algo así como una ebullición. Para estupor de Salgado, el chofer de la casa, ella le quitó las llaves del carro y se fue manejando. ¡Ella sola! Horas más tarde regresó con un paquete, no le devolvió el llavero al conductor y lo despachó con un: “¡Ay, Salgado, qué rigor, es fiesta, acábese de ir y vaya a celebrar con su familia!”.

Esa noche, a golpe de nueve, Ceci salió disfrazada, pero no de Colombine, ni de Sevillana, ni de Reina de Saba, sino de Negrita. Negra Cucurumbé. Cara embadurná, bemba colorá, peluca de chicharrones con lacitos, argollas verde perico en las orejas; collares, pulseras, guantes y sortijas de vidrio; zapatos plateados de tacón y un vestido forrado, apretadísimo y –francamente- bien vulgar.

Ceci por supuesto que no se fue para su Club (¡dígame si sus primos, Totón y Nené, la reconocían!), sino que enfiló el Lincoln hacia otro, uno en donde no asistía la gente decente; uno más bien… popular.

Y es que no bien había entrado cuando sintió una mano que le agarró una nalga –y no se la soltaba- y oyó una orden: “¡Vamos a bailar!”. Ceci enmudeció: esa mano que la asía con fuerza estaba conectada a un brazo que pertenecía a un señor que era su marido. “¡Ildefonso!” por poquito exclamó, pero no pudo.

¡Qué manera de danzar, Dios mío! ¡Ceci ciertamente no le conocía esa cadencia a su partenaire! ¡Y aquella apretadera! ¡Ildefonso cosquillas, pulpo, tentáculos, succionador! (¡¿Pero en dónde había estado este hombre durante todo ese tiempo?!). El momento cumbre llegó luego, en la oscuridad del jardín, recostada a una mata de jabillo que le puyaba la espalda. Concluido el acto, Ildefonso la dejó entendiendo. Ella se fue no sin antes ver hacia atrás. En la barra estaba su esposo celebrando la hazaña y cayéndose a palos con unos amigotes.

En la madrugada Ildefonso finalmente regresó al hogar con cara de Embajada de Suecia. En el sofá de la sala, pierna cruzada y fumando, encontró a una negrita que le dijo: “¿A que no me conoces?”.

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Culture

(un petit peu)

Carolina Espada@carolinaespada

A Joannie Slattery-Burke

            Cuando el Príncipe Manuk de la Costa de Marfil hizo entrada en su cocina, ella supo que estaba a punto de perder la virginidad.

            Gracielita había llegado a París casta, pura, pulcra y herméticamente sellada al vacío. Tenía 18 años, estudiaba Civilización Francesa en la Sorbona y danza moderna en la Cité Universitaire. Un día sí y uno no, iba al mercado de Alesia a comprar pollo, zanahorias y vainitas: poulet, carottes et haricots verts. Siempre la même chose… pero esa tarde había visto un enorme repollo morado en uno de los anaqueles de arribita y le provocó.

            Pero… ¿cómo se dirá repollo en francés?… Bueno, si pollo es poulet, repollo tiene que ser repoulet.

            Bonjour, madame, un repoulet, s’il vous plaît…

            Tras minutos de desconcierto y xenofobia, la verdulera chillona terminó restregándole el repollo en la cara: Chou!!! Chou!!!

            Ah, la cosa se llama chou.

            Y allí estaba Gracielita, en la cocina colectiva de la residencia internacional para niñas decentes, con su delantal lleno de torres Eiffels,  picando el repollito, cuando entró Veronique, la nigeriana, y anunció: ¡Chicas, paque conozcan a Manuk!

            Y él entró. ¡¡¡ÉL!!! Nada más bello, distinguido, elástico, atlético y brillante. Una estatua olímpica africana, pero vivito y palpitando. Era perfecto, como de mentira y fotografía, con aquella mirada fulminante, una sonrisa Listerine y un collar criselefantino full colmillitos de pantera.  Roarrrrrrr, casi rugió Gracielita con un parpadeo en la castidad.

            Eso tiene que ser un príncipe. No puede ser otra cosa. Esto tiene que ser una alteza real de una tribu en donde todo ser viviente anda postrado por él.

            Y Veró hizo las presentaciones: El Príncipe Manuk.

            ¡¡¡Ajaaá!!!, estuvo a punto de gritar Gracielita, pero se controló, ¡qué iba a decir su majestad!

            Todas las jóvenes se pusieron en fila para hacerle los honores al futuro monarca. Y ella se quedó de última, con un temblor en las piernas, unas cosquillitas en las trompas de Falopio y el repollo bien abrazado sobre su corazón.

            Manuk, galante y aristocrático, las fue piropeando con bellezuras exóticas propias de su reino.

            A Germaine, la libanesa, le dijo: Tabou zahebré mankano boundiafali touba.

            Veró tradujo: tu cabello es como la sangre del chacal brillando en la oscuridad.

            A Gül, la turca: Ferékéfougou tafire soba korhogo bako.

            Tus pestañas de elefante son la brisa fresca en la espesura.

            A Joannie, la gringa: Dabakala bouake mbahiakro bereby.

            Posees el humor y alborozo de un chimpancé retozón.

            Y el Príncipe las hechizó a todas: Christine, cocodrilo sereno; Anne, hiena picarona; Sabrina, serpiente misteriosa… y finalmente se plantó enfrente de Gracielita. ¡Ay! ¿¡Qué animalito le iría a tocar!?

            Buyó Ouangolodougou-kong touba sequela bouna Bassam Niagbo Gnabo, ¡oh!, sassandra lahou zuénoula mamungo abidjan ledi tiassele divo Ouangolodougou-kong.

            Cuando el Guerrero-cazador retorna de la búsqueda infructuosa del Gran Rinoceronte Blanco, ¡oh!, no hay nada mejor que las anchas caderas de una pequeña mujer para el reposo del Guerrero-cazador.

            Ahhh-JÁ, exclamó Gracielita y el repollo se le cayó.

            Manuk, prendado, la invitó a tomar un kir en el bar más cercano y ella, seducida, supo que esa noche le diría adiós a su doncellez para sumergirse en el mundo alucinante del safari del rinoceronte albino.

            Él, esa balumba de músculo negro oloroso a azahar que la hipnotizaba con cada palabra, le estaba hablando de música en la patica de la oreja y ella sólo atinaba a pensar en la carta que escribiría: “Querida Mamá: No vuelvo, me voy de princesa para la Côte d’Ivoire con mi guerrerote Mamungo”.

            Ma musique favorite est le jazz.

            ¿¡Te gusta el jazz!? ¡A mí también, mi rey! ¡Tengo discos de Scott Joplim, Duke Ellington, Louis Armstrong, Charlie Parker, Dizzie Gillespie y Bessie Smith! ¿Qué oyes tú?

Lesancdjcsón…

            ¿¡Quién!?

            Lesancdjcsón…

            Je ne comprends pas…

            Les 5 de Jackson…

            ¿¡Los 5 de Jackson!? ¡¡¡¿The Jackson Five?!!!

            Oui!

            ¿¡¡¡Jazzzzzz!!!?

            Mais oui!!!

            Y a Gracielita se le encurrujaron las caderas y todo le dejó de latir.  Nooooooo… es que uno no puede hacer el amor sin culturita. Sin culturita la pasión es sencillamente impenetrable. Pas possible, mon petit chou.

            A la semana, Veronique llevó a un primo suyo que sí sabía de melodías y de culturalidades. Mucho Harvard y mucho Cambridge, pero con el nombre no se podía: Festivity Mwebete.

            Monsieur et Madame Mwebete… No, no, no, no. Y, meses después, vuelta a la patria con un diploma, un baúl lleno de libros y toda su virginidad a cuestas.

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Las cadenas de Nerón

Carolina Espada@carolinaespada

Con un padre masón y una madre atea, revolucionaria y romántica, era muy poco lo que Carlos Eduardo sabía de la Biblia, del cristianismo, de las cuentas del rosario y de la palabra de Dios. Estudiar en un colegio laico, tampoco ayudaba para nada. Así que Carlos Eduardo decidió informarse a punta de películas. Sí, cada Semana Santa, pasaba horas viendo filmes de embatolados en la televisión.

Claro, que por culpa de los programadores de los canales, los conocimientos religiosos de Carlos Eduardo terminaron siendo un verdadero pasticho con frutilupis. Entre Jesus Christ Superstar, el Manto Sagrado y Charlton Heston abriendo el Mar Rojo, siempre ponían “Jasón y los argonautas a la búsqueda del Vellocino de Oro”; “Ben Hur”, que era impepinable; y una cinta de otro gladiador forzudo que, como era doblada en España, había que aplicarle el slogancito de “Rootes”: se escribe “Maciste”, pero se pronuncia “Mazzziste”. Rarísimo eso que un combatiente aceitado y lustroso se plantara frente a dos engrasados musculosos y les espetara: “¡Ala, gilipuertas, que os he estado esperando para pegaros un sopapo y unas cuantas ostias!”.

No era raro que a Carlos Eduardo se le confundieran los milagros de Cristo con las metamorfosis de Zeus. ¿Y qué decir de las tentaciones en el desierto, la manzana de la discordia, Herodes y los niñitos con pésima suerte, Afrodita, Hera y Palas Atenea? Una vez hasta pusieron un especial sobre “Las Meninas” de Velázquez y, desde entonces, Carlos Eduardo pensaba que junto al salón en donde posaba la Infanta Margarita, debía estar el comedor con los convidados a la Ultima Cena. “Es que tienen la misma luz…”.

Pasaron los años, el papá de Carlos Eduardo siguió en su masonería; la mamá continuó como Buñuel: “atea, a Dios gracias”, y Carlos Eduardo nunca se cansó de ver a los 12 apóstoles, los 10 mandamientos, las 7 plagas de Egipto y los 7 pecados capitales, los 4 jinetes del Apocalipsis, las 3 virtudes teologales y demás numeritos.

Pero una buena Pascua Florida llegó un Jueves Santo y en la tele no pusieron a Jesucristo con sus buclecitos, ni al otro lavándose las manos, ni a María Magdalena pura lágrima, melena y escote. Es que en ningún canal pasaron algo a propósito de la ocasión. Ni siquiera repitieron la hagiografía de Santa Rosa de Lima (que era una fija todos los años y a quien Carlos Eduardo, por cariño y por el exceso de confianza que dan las reposiciones televisadas, ya le decía: “la boba de las rositas”). Nada… en vez de religión lo que transmitieron fue un programa sobre la vida de Nerón Claudio Druso Germánico (Nerón para la vox populi).

Resulta que este emperador reunía a todos los aristócratas y beautiful people de Roma en un anfiteatro y, durante hoooooraaaaas, cantaba, actuaba, declamaba, danzaba, recitaba y tocaba diversos instrumentos musicales. Un día se disfrazaba de Baco, dios de la fertilidad y del vino, inspirador de la locura ritual y del éxtasis, con un copón de oro en la mano, una corona de hojas de parra y un racimo de uvas en la oreja izquierda; otro día, de Neptuno, señor de las aguas y de los mares con un enorme tridente de plata, y entraba a escena parado sobre dos caballos blancos mansitos: un pie sobre el lomo de uno y un pie sobre el otro. Para veladas sumamente especiales personificaba nada más y nada menos que al máximo de los dioses, a Júpiter, y se trasformaba mil veces en escena, que si era un cisne o un toro o un águila o una lluvia dorada. Lo de la lluvia -creación suprema de unas hilanderas ciegas de Dalmacia- era el propio rapto, mas no, el de las sabinas. Cuentan que tanto los nobles como el ejército se escandalizaban con las representaciones de dramas religiosos hechas por Nerón, pero que nadie decía nada. Ni pío. Pium non dictus est.

¿¡Y qué iban a decir!? Todo el mundo estaba en la obligación de ir al hemiciclo, sentarse calladito, sonreír admirado ante tanto talento de tan larga duración y, al final, aplaudir con forzado frenesí. No se aceptaban las excusas: “que hoy no puedo porque me llega una tía de las Galias”, o “tan pronto sacrifique el cochinito a los dioses lares, cojo para allá”, o “no, es que Tito Livio estaba en las termas y lo picó un áspid, y yo voy a pasar por su casa a darle el pésame a la viuda”. Nada de eso. De contrariar e irrespetar al César, el invitado terminaría comiéndose -por insistencia de la Guardia Pretoriana en pleno- una cestica de higos envenenados.

Escribe Suetonio que como los asistentes no osaban interrumpir el megaespectáculo unipersonal, galáctico y sideral, asumían la cosa y obedecían mansamente. Fueron muchas las mujeres que parieron en la gradería mientras Nerón ejecutaba una pirueta tralalí. Recién nacido, cordón umbilical, placenta, reguerete amniótico, peplo ensangrentado, señora medio desmayada y el otro por allá en escenario: desatado, ni pendiente, entregado a su arte con loca pasión. Agrega el historiógrafo que unos cuantos hombres, agobiados hasta el paroxismo tras tanta performance imperial, se lanzaron de cabeza desde lo alto del teatro, poniendo fin a sus días de servilismo, adulancia y esclavitud. “Es mejor un autosuicidio que un higo envenenado”, juran que comentó un abatido justo antes de tirarse al vacío.

Carlos Eduardo está organizando un comité pro defensa de los derechos televisivos. ¡Abajo cadenas! ¡Democracia, control remoto, libertad de elección!

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Las prendas de Rolito

            “Ese gordito tiene que ser marico…” masculló un señor ahí junto a la ponchera de tisana y Rolito fue corriendo y le preguntó a su mamá. Ella no le contestó, sino que se puso muy pálida, dejó el tequeño empezado sobre una servilleta bordada, agarró a Rolito por un brazo, a su hija Mercedes por otro y, con un nudo en la garganta, decretó: “Niñitos: nos vamos de aquí”.

            Pero es que la Sra. Amelia no era una mamá común. Era una madre viajera. Cada vez que su marido se iba a un Congreso Internacional Importantísimo Al Cual Esta Vez Sí Es Verdad Que No Puedo Faltar De Oftalmología, ella sacaba sus maletas de tela y estampado Mary Poppins y partía hacia rumbos desconocidos.

           Mandaba postales y traía regalos: atuendos autóctonos de diversas épocas y de cada país visitado.

            Mercedes los odiaba, empezando por el kimono del Crisantemo Azul que le daba tanta vergüenza y, en la barriga, tanto calor.

            A Rolito le gustaban mucho. En vez de Zorro, Batman o Llanero Solitario, a él lo vestían de monje medieval dibujante del libro de Kells del Scriptorium de Iona; de próspero fabricante de samovares de la corte del Zar Nicolás II; de bullicioso vendedor de camellos del mercado de Hofuf en el oasis de al-Hasa y de  valiente cruzado  –con yelmo, visera y loriga de mallas de Damasco-  destacado en la isla de Rodas. Pero su favorito siempre fue el de impecable maestro horticultor de los jardines colgantes de Semíramis en Babilonia.

            Mercedes se burlaba de él: “Pareces una niña, niñiiita…”.

Y a Rolito, plin. Él estaba feliz embojotado en ese mantón con flecos dorados y con las pulseras y los collares así como de oro. “Mesopotamia… un pueblo con accesorios… ¡toda una civilización!”.

Pero entonces le dijeron “marico” y ese disfraz no se lo volvieron a poner.

“¡Más nunca le pregunto más nada a mi mamá!”.

***

En Navidad, el Niño Jesús le trajo a Mercedes una Barbie y a Rolito lo arreglaron con un muñeco aburridísimo de nombre espantoso: “G.I.Joe”. La Barbie tenía ropita: jugadora de tenis, aeromoza de la PANAM, diva de Hollywood y conjunto playero. En cambio, el abúlico ése, sólo venía con un uniformito militar.

Y Mercedes nada que le quería prestar la Barbie a Rolito.

“¡Mamá, Rolito le quitó el traje de baño a mi muñeca!”.

“¡No le digas Rolito a tu hermano! ¡Miguel Antonio, tú también me haces el favor!”.

Y el papá susurraba complacido: “Es varón, Amelia, y está creciendo el muchacho, es normal que quiera ver a la Barbie desnuda…”.

Pero ahí mismo Mercedes pegaba otro alarido: “¡Mamá! ¡Rolito le está poniendo el traje de baño de mi Barbie a su G.I.Joe!”.

***

Cuando Mercedes cumplió quince años, su madrina Ada (Rolito siempre pensó que era “Hada”) le regaló su primer juego de ropa íntima “de mujer”.  Era de color salmón clarito, como brillante, como frío y osado. La Sra. Amelia comentó que no le parecía, pero su comadre se rio y le dijo: “No seas pendeja, Amelia.” Así mismo le dijo…

Mercedes estaba “¡Twist, a Go-Gó, Yeyé, Pata-Pata!”… hasta el día en que se le perdieron las pantaletas. La prenda se buscó por todas partes y no se encontró.

Las tenía Rolito y -como la liga le cortaba la circulación- se las encasquetó clandestinamente a la papelera ovalada de su cuarto.

“Pantaletas estiradas más tarde”, en la clase de gimnasia, Rolito se clavó la punta del plinto en la hombría y se privó.  Ahí mismo lo desvistieron delante de todos los compañeritos y…

“¿Aló, Sra. Amelia?… Esteee… ¿podría venir para acá?”.

Cambio de colegio y comienzo de la psicoterapia.

Tras meses de exámenes, de análisis freudianos y jungnianos, y de ver papeles con manchas en forma de mariposas y oír a Rolito declarando: “Estoy viendo mariposas”, el doctor concluyó:

  1. Al niño le molestan los calzoncillos Jockey “con suspensor canguro” tan de moda.
  2. Buscó refugio en las pantaletas de su hermana por simple comodidad.

***

            Y pasaron treinta años y Rolito es un hombre perfectamente normal.

            Hoy se casa con una señorita muy fina a quien conoció en una fiesta de Halloween. Entre brujas y Morticias y tantas otras déjà vues, ahí estaba ella disfrazada de “Baronesita Tisza Ardeal de Transilvania, el gran amor incompatibilísimo del Conde Drácula”.  ¡La dulce y desventurada Tisza…! ¡Tch-tch-tch! Purita sangre azul, pero hemofílica.

            A mediodía es la boda y Rolito, engominado, no ve la hora de ponerse su paltó levita, su plastrón con su perla y, bajo los pantalones grises de rayitas, adheridos a sus muslos, esos ligueros negros de cintas y encajes que  –“¡Ahhh!”-  lo hacen sentir tan bien.

Carolina Espada@carolinaespada

Premio Mejor Artículo de Humor, El Nacional, 1999

 

 

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