El cuento censurado – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Soledad Morillo Belloso

Yo tenía 9 años. Y estaba, apasionada y perdidamente enamorada de Beto López Larralde.

Pusieron una tarea en el colegio. Escribir un cuento. Y lo hice. 

La protagonista era una muñeca que moría de amor por un joven que iba de visita a la casa donde ella vivía. En el cuento ella decía cómo el corazón le palpitaba cada vez que lo veía y entre suspiros se preguntaba: «¿A qué sabrán los besos de Beto?…». Y ahí una descripción del posible sabor de esos ansiados besos. 

Me fue censurado por las monjas en el colegio. Se armó la de Dios es Cristo. Hasta convocaron a mamá al colegio, horrorizadas las monjas ante algo «tan inapropiado». 

Mamá, mujer práctica que por supuesto no se iba a complicar la vida teniendo que lidiar con varios colegios, me dijo: «No escribas esas cosas para el colegio. Escribe lo que quieras, pero no para el colegio».

Las monjas le dieron de vuelta la tarea a mi mamá, no sin antes, enfrente de ella, tachar con tinta negra las «partes impúdicas». 

Intento volverlo a escribir. Ojalá consiga repetir ese lenguaje de cuando tenía nueve años. Voy a intentar que me salga. Y dirán algunos (zoquetes) que después de vieja me puse cursi. Acaso les costará entender que lo mío por Beto en mi corazón de niña no era amor, era derretimiento… Ahí va. 

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Los besos de Beto 

Soledad Morillo Belloso

Por fin la sacaron de la caja. La pusieron en un estante alto al lado de un oso que olía raro.  Oía gente que hablaba como pericos. Y  gritos. Bueno, éste no es el mismo cuarto. No es la misma casa.

– Es que nos mudamos – le dijo la Niña de porcelana con el paraguas.

Le dio miedo. Pero primero tenía que ocuparse del vestido. Estaba todo arrugado. Le faltaba un zapato. Se tocó la cabeza. Estaba despeinada y no tenía su cinta en el pelo. 

– Hola. Estás muy bonita – le dijo el Soldadito de plomo.

Miró para todos lados. Sí, ahí estaba la señora Vaca de peluche y el señor Oso de felpa. Y había también unos extraños, metidos en bolsas. Estaban dormidos.

– ¿Y ellos? 

– Ah, esos llegaron ayer, envueltos en papel de regalo, pero no los han abierto. No hemos hablado con ellos – le apuntó la señora Tetera.

– ¿Y por qué estamos aquí? 

– Ya te dije. Porque nos mudamos. Ya no vivimos en Maracaibo. Ahora estamos en Caracas. Te aviso que no nos gusta. Aquí es como raro. Ayer vinieron unos hombres que hablaban muy duro y estuvieron horas aquí con martillos arreglando las puertas.

– Nos pusieron en estos estantes – dijo el señor Tigre, con voz de rabia. 

– ¿Y las niñitas?

– Mila y Marisa están. Mercedes y Solita, no. Creo que no van a vivir aquí – dijo la señora Jirafa.

– No le hagas caso – dijo el señor Elefante, – están de viaje pero en unos días van a llegar.

Pasaron unos días. Las noches eran largas, horribles. Muchos ruidos feos cuando apagaban la luz y se quedaban a oscuras. 

Un día al fin llegaron las niñitas y volvió a estar en los brazos de Solita. Ella le arregló el vestido, le buscó el zapato que le faltaba y la peinó. Y le puso una cinta nueva en el pelo. Solo la dejaba en el estante las horas que iba al colegio. 

Un sábado hubo una fiesta. Mila cumplía años. Y Solita la llevó. Entonces lo vio.

Los humanos no suelen ser muy bonitos, no son perfectos como los juguetes. Pero él era bello. Alto, con una sonrisa divina. Y estaba perfumado con jabón de olor. Sus ojos tenían como brillo. Se había inclinado y le había hecho una caricia en la cara a Solita.

Lo vio toda la fiesta. Lo vio bailar con unas muchachas con la boca pintada y zapatos de tacón. 

Solita se quedó dormida en un sofá y las llevaron al cuarto. En la cama, mientras Solita dormía, ella pensaba en ese príncipe que se llamaba Beto. Lo había visto besar a una muchacha. 

Acurrucada a Solita, pasó toda la noche pensando en una sola cosa. ¿A qué saben los besos de Beto? ¿A helado de mantecado con fresas? ¿A arroz con leche? ¿A pan tostado con mantequilla? 

Cuando todas las luces se apagaron y solo quedaron los ruiditos de los grillos, se fue quedando dormida. Se quedó bajo la cobija pegada a Solita y se durmió pensando: Beto, Beto, Beto…

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Las niñas siempre tienen un príncipe. Si me apuran, digo que lo necesitan. Beto era el mío. Bien tontas las monjas al haber censurado un cuento en el que yo como adulta veo muchas cosas buenas y, por supuesto, nada sórdido. La muñeca era mi Alter ego. Una niña sacada de su espacio perfecto en Maracaibo y mudada a Caracas, y, claro está, en el proceso de adaptación a una vida nueva en la que se sentía perdida. «De librito», me dijo mi adorada Lali, la mamá de Beto, psicólogo, cuando ya adulta le narré todo esto. La niña encuentra su príncipe y lo convierte en su arquetipo. Un cuento de hadas, pues. 

Gracias a Beto por ser mi príncipe, por ser siempre «Beto, Beto, Beto…»

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