El diablo anda suelto-Tulio Hernández

Por: Tulio Hernández

Para crear ilusión de normalidad, intentaron acallarlo con el fulgor decadente de un Carnaval hecho de garotas famélicas y batucadas melancólicas transmitido en las cadenas radioeléctricas oficialistas. Pero la sangre derramada y el traqueteo incontenible de las armas de fuego y bombas lacrimógenas, las consignas coreadas por multitudes a todo lo largo y ancho del país, el humo de las barricadas y la estela de humillaciones y ruinas infames dejado a su paso por los “colectivos”, hacían un ruido imbatible. Ensordecedor.

 El país entero, incluyendo la élite cada vez más militar que nos gobierna, entendió que no se trataba de otra escaramuza. Que estábamos, por el contrario, ante una de las más grandes, potentes y sui generis insurrecciones populares antigobierno que hayamos conocido en mucho tiempo.

 No ha sido, como el legendario Caracazo de 1989, una insurgencia inesperada y devastadora, eminentemente caraqueña. Tampoco, como el fracasado golpe de Estado de 1992, una asonada dirigida por un puñado de militares conjurados. Menos aún, una movilización de masas como la de abril de 2002, que con apoyo militar derivó en golpe y en fracaso rotundo devolviendo la gente a sus casas presa de una inmensa frustración.

 Lo que hemos visto por estos ya casi treinta días de revuelta es el comienzo de algo nuevo. Un levantamiento de carácter nacional. No es, como le gustaría al gobierno rojo, sólo una minoría haciendo guarimbas y creando disturbios. Se trata de una energía descomunal, una convicción profunda de millones de personas que a través de formas muy diversas de expresión, la gran mayoría pacíficas, están en las calles expresando su descontento ante la desoladora y extrema debacle nacional conducida por un gobierno terco, anacrónico e inconstitucional.

 Más allá de los análisis y evaluaciones que ya hemos escuchado, la revuelta y la respuesta oficial nos han mostrado dos fenómenos que, a nuestro juicio, marcarán el futuro. El primero, decisivo, la aceptación pública del terrorismo de Estado como práctica “normal”.El reconocimiento, sin maquillaje ni eufemismos, por parte del presidente y su equipo de gobierno, de que el monopolio de la fuerza ya no está en sólo manos de las Fuerzas Armadas, que los colectivos de civiles armados, los paramilitares criollos, son parte fundamental de la escalada represiva contra la disidencia y que, de ahora en adelante, se arrecia una estrategia de confrontación entre civiles cuyas consecuencias desde ya producen escalofrío.

 Y la segunda, no menos importante, ni menos preocupante, la transformación radical en las creencias profundas de un sector del bando opositor que ha pasado del actuar bajo liderazgo a la iniciativa espontánea y de la razón política a la ira personal. Una parte de la población, la que ha sufrido muertes, heridas, torturas, violaciones, humillaciones, destrucciones de bienes, atentados contra sus hogares, en carne propia, en sus entornos cercanos, o las ha presenciado por las redes sociales, ha entrado a una nueva dimensión del conflicto que no se vive ahora desde la abstracción liberal de la “lucha por la libertad” sino desde los demonios internos de la “legítima defensa”.

 ¿Quién puede frenar a los demonios? El gobierno cruzó la raya amarilla y se prepara para lo peor. Queda claro que no piensa ceder en lo esencial: aceptar que el proyecto político que intenta implantar es inconstitucional. Fue rechazado en referendo por la mayoría. La dirigencia opositora tampoco la tiene fácil. El discurso de la construcción a largo plazo de una nueva mayoría, por las buenas y en no violencia, ya no es suficiente. “La salida”, como dice Fernando Mires, acertó al sacar a la oposición de su letargo, pero erró al calcular las fuerzas para apostar un todo o nada sin plan B. El futuro sin sangre dependerá de eludir ambos extremos. Mantenerse en la calle, en rebelión permanente, hasta que regresemos al orden constitucional, sin caer en la tentación violenta y confrontacional que le facilite al chavismo, su deseo mayor, suprimir las escasas libertades democráticas que aún nos quedan.

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