En “El Ávila” fue la cosa… – Carolina Espada

Por: Carolina Espada

Carolina Espada

“Señora Melba, usted no me conoce, pero yo me llamo Gisela y desde hace año y medio soy la amante de su marido. Si hoy me he tomado el atrevimiento y la libertad de venir hasta su casa es para informarle que estoy embarazada de Edmundo”.

Eso ocurrió un 22 de diciembre. Por supuesto que la señora Melba se quedó estalactita. Frente a ella estaba una niña de… veinte… ¿veintidós?… ¡Una Minipop! ¡Menor que sus propias hijas! Y de lo más decidida y con actitud de “apártate que soy una flecha con curare”. Melba –sin necesidad de espejo- se vio clarita y absurda: mujer de mediana edad, delantal salpicado de guiso, manos llenas de onoto y toda ella tan hedionda a hallaca.

A Edmundo le encantaban sus hallacas. Las de ella. Él siempre le decía: “¡Es que son mejores que las de mi mamá!”. Pero, en este momento, a Melba se le cruzó por la cabeza una idea de veneno mata ratas envuelto en hoja de plátano y bien amarrado con pabilo. “No puede ser”, murmuró una voz que provenía de su garganta.

Gisela le extendió un sobre: “Aquí tiene fotos. Son copias. Edmundo y yo en Denver, esquiando, cuando él fue para el Congreso de Lingüística en la Universidad de Colorado; en la playa en Cancún después de la Feria del Libro; en Buenos Aires, bailando tango, luego de la firma con la editorial. Ah, y le saqué fotocopia a mi prueba de embarazo: positivo, siete semanas. Ya usted está enterada y yo ahora voy a hablar con él. Me pareció que lo correcto era que usted lo supiera primero y que se lo dijera yo, para que nadie le viniera con el cuento”.

Melba no se movía. Gisela dejó el sobre en la consolita y se fue como si no le hubiera trastocado la vida a un ama de casa de 53 años. Casi 30 de casada. Bodas de Perla serían. Nunca le habían gustado las perlas. En su Agenda Femenina: Días Especiales para Recordar decía: “Perla, novia hermosa, pero significa lágrimas”.

Cuando Edmundo regresó a casa se encontró a tres hijas estupefactas con la prueba de embarazo; las fotos en la mesa del comedor; el hallaquero sin hacer y Malverdis que repetía: “Por un lado salió la señorita esa que está preñá del Señor y la Señora se bañó, agarró una maleta y cogió pa’ la calle”. Ida a la policía. Que no, que hay que esperar 48 horas. Y 48 horas más tarde estaba Edmundo pidiendo auxilio a las autoridades competentes. Descartadas las hipótesis de secuestro, locura, depresión, ataque de amnesia, deambulatorio sin rumbo (una redundancia dramática), suicidio o fuga con un amante francés, llegaron a Gisela. “¡Ay, maestro, hubiera empezado por ahí!… Váyase para su casa y espere sentao”, le aconsejó el detective trasnochado.

Y pasaron los días. El 24 por la noche y las tres hijas odiándolo. El 28 de los Inocentes y Edmundo con aquella cara de bolsa. El 31 en densa conversación con Gisela:

– No sé si estoy preparado para esto…

– Pues muérete que yo sí.

Melba regresó el 3 de enero. Divina. Fresquita. Se había ido para un discreto y elegante hotel capitalino. Había lanzado sobre el mostrador su tarjeta de crédito dorada –que con tanta puntualidad pagaba el señor aquel- y se había dedicado a repensar su vida. Los primeros días lloró mucho, pero después que si con los desayunitos en la cama, la piscinita, los melocotones en almíbar y los daiquirís de mango, la cosa como que cambió. Conoció a un australiano soñado, Peter Norman, con la camisa y los ojos azules. Con él bailó todas las noches y más nadita. ¡Ay, pero bailar! ¡Toda una vida con un hombre sin ritmo y ahora bailando desatada!

Hubo final feliz. Melba y Edmundo se divorciaron. Sus hijas nunca lo perdonaron pero no lo dejaron de querer. Él se casó con Gisela que le dio el varoncito anhelado: Edmundito Miguel. Malverdis aprendió a hacer hallacas y Melba floreció. Retomó sus estudios que databan del pleistoceno menor; consiguió un trabajo muy chiqui en una galería de arte; comenzó a rumbear y, hasta el Sol y la Luna de hoy, da las gracias por haberse divorciado pues –afortunadamente- no fue demasiado tarde para volver a vivir.

 

 

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