Las letras que escribo son los susurros de mis pasiones. Son las calles por las que transito... y caigo... y me hiero... y vuelvo a levantarme. Y sonrío... y se me mojan las ojeras. Y vivo... y sobrevivo, aunque nade contracorriente. Mis letras son los adoquines de mi soledad en voz baja. Son los gritos que irrumpen en mis silencios. Ellas dicen lo que mi boca no se atreve. Yo escribo con la única tinta que conozco y tolero, la de la pasión. Todos somos víctimas y beneficiarios. Todos somos número y estadística. Todos somos drama y comedia. Todos somos catástrofe y renacer. Nos bamboleamos en un sin lógica que comienza a tener sentido. Descubrimos el valor de la vida cuando estamos frente a la escalera posible de la muerte. El denso miedo nos hace más lentos, más débiles, más proclives a la torpeza. Miramos a los ojos de los niños. Están lejos de entendernos. Pero nos tienen paciencia. Alguna vez nos creyeron sus héroes. Hoy nos notan temblorosos. Y quieren calmar esa ansiedad que mostramos a la luz pública. Lo hacen con frases ingeniosas, que nos arrancan sonrisas. Somos adultos indefensos, que no les queda sino recurrir a su propia historia. Aferrarnos a nuestros recuerdos apilados con desorden. Ese lugar donde alguna fuimos, los amigos de vieja data con quienes compartimos risas bobas. Las veces que nos lanzamos sin mapas por carreteras desconocidas. Ese descubrir que estábamos a punto de enamorarnos o que habíamos llegando a ese punto sin retorno en el que se deja de querer. Escribo. Es lo único que sé hacer o al menos lo único que medio me sale bien. Siento mi cuerpo prisionero. No de una paredes, no de un cielo lejano, no de órdenes y leyes. Estoy tras las rejas de mi propia pequeñez. Mis letras son chiquitas y yo no sé cómo hacerlas grandes. 8 de abril de 2020

En un pequeño apartamento en Santo Domingo – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Soledad Morillo BellosoLas letras que escribo son los susurros de mis pasiones. Son las calles por las que transito… y caigo… y me hiero… y vuelvo a levantarme. Y sonrío… y se me mojan las ojeras. Y vivo… y sobrevivo, aunque nade contracorriente. Mis letras son los adoquines de mi soledad en voz baja. Son los gritos que irrumpen en mis silencios. Ellas dicen lo que mi boca no se atreve. Yo escribo con la única tinta que conozco y tolero, la de la pasión.

Todos somos víctimas y  beneficiarios. Todos somos número y estadística. Todos somos drama y comedia. Todos somos catástrofe y renacer.

Nos bamboleamos en un sin lógica que comienza a tener sentido. Descubrimos el valor de la vida cuando estamos frente a la escalera posible de la muerte. El denso miedo nos hace más lentos, más débiles, más proclives a la torpeza.

Miramos a los ojos de los niños. Están lejos de entendernos. Pero nos tienen paciencia. Alguna vez nos creyeron sus héroes. Hoy nos notan temblorosos. Y quieren calmar esa ansiedad que mostramos a la luz pública. Lo hacen con frases ingeniosas, que nos arrancan sonrisas.

Somos adultos indefensos, que no les queda sino recurrir a su propia historia. Aferrarnos a nuestros recuerdos apilados con desorden. Ese lugar donde alguna fuimos, los amigos de vieja data con quienes compartimos risas bobas. Las veces que nos lanzamos sin mapas por carreteras desconocidas. Ese descubrir que estábamos a punto de enamorarnos o que habíamos llegando a ese punto sin retorno en el que se deja de querer.

Escribo. Es lo único que sé hacer o al menos lo único que medio me sale bien. Siento mi cuerpo prisionero. No de una paredes, no de un cielo lejano, no de órdenes y leyes. Estoy tras las rejas de mi propia pequeñez. Mis letras son chiquitas y yo no sé cómo hacerlas grandes.

8 de abril de 2020

 

 

 

 

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