Por: Asdrúbal Aguiar
La desarticulación de un Estado
criminal – lo es Venezuela – y cualquier esfuerzo para una transición que lo devuelva
a los espacios de civilidad, dentro de las complejidades de aquél y mientras
permanece, implica un duro y complejo proceso.
No se pueden despachar en tres meses 20
años de articulación de fuerzas por el mal absoluto, como las que secuestran a
los venezolanos y tienen su origen en los pactos de 1998 entre Hugo Chávez y el
fundamentalismo islámico, y de 1999, con la narco-guerrilla colombiana. Fidel
Castro y su organización mafiosa, a la sazón, sin los mediadores en la ominosa
circunstancia.
Cuento ya con una edad generosa y una generosa
experiencia de Estado que me libran de arrebatos u obsecuencias fútiles. No es
que carezca de pasiones, y la mía es Venezuela. No es que sea inmune a las
rabietas y mortificaciones cuando las cosas no salen como deben ser, o con la
velocidad que demandan las urgencias impostergables: el hambre y la inanición
de todo un pueblo del que somos dolientes y parte.
Soy sensible y sufro la agonía de los
venezolanos. Por ello mismo estoy obligado a la prudencia, a sostener los
nervios en medio de la tempestad y para dejar mi modesto aporte, desde mi
aprendizaje, a fin de que todos y no unos pocos náufragos podamos alcanzar un puerto
seguro.
Aprecio que Juan Guaidó, a quien le
doblo la edad y es parte de la generación de relevo político que cada 30 años fractura
a la historia patria, cuenta con esa acendrada virtud. Es propio del galeno ser
prudente, sobrio, constante, estar exento de tristezas, saber llevar sosiego y
esperanza a sus pacientes, para recuperarlos.
Guaidó, espero no equivocarme, es un fiel
discípulo de Séneca, para quien “el que es prudente es feliz, bastando la
prudencia para dar felicidad al hombre”.
¿A que me refiero?
Todas las preguntas que en buena lid
nos hacemos hoy los venezolanos, encuentran alguna respuesta en el Estatuto que
rige la Transición a la Democracia, adoptado el 5 de febrero. Y todos
reaccionamos frente a lo que a diario le acontece a Guaidó y nos acontece, sin
leer el Estatuto.
El mismo obliga y también le fija
límites y condiciones a Guaidó, como encargado de la Presidencia. No se olvide que
no hay nada más peligroso que un gobernante – he allí nuestra actual tragedia –
quien, a sí mismo, se considera gendarme del pueblo y con licencia para hacer y
decidir a su arbitrio, por encima de la ley.
¿Por qué Guaidó no nombra ministros o
se retarda para invocar lo que ya avanza antes de haber formalizado su pedido a
la comunidad internacional, a saber, la responsabilidad de protegernos? El
Estatuto tiene las respuestas y además marca sus tiempos.
Lo que sí es cierto y definitivo es que
las cosas no son más como lo eran ayer.
2015 es el punto de inflexión. La
oposición, en un momento de desplome de los ingresos petroleros y de quiebra en
los servicios públicos, distraída la dictadura en sus negocios criminales, logra
colarse hasta el “centro” de su poder. Controla la mayoría calificada de la
Asamblea Nacional. Hasta el día anterior ocupa espacios locales y sin recursos,
sin incidencia en la estabilidad de aquella.
No por azar, si hasta entonces simula
los sacramentos de la democracia, después le da un golpe a la mesa. Acaba con
lo básico en toda democracia, con las elecciones y con el parlamento.
2016, 2017 y 2018 son los años de
preparación de la transición. 2019 es el de su despegue, el de mayor aliento
para independizar otra vez a Venezuela y devolverle el sosiego y bienestar.
Son irrelevantes, esta vez, las
resistencias o diferencias habidas dentro de la propia oposición al momento de
diseñarse y definirse el liderazgo reclamados por dicho proceso. Hasta ayer éramos
un poder opositor virtual. Hoy es diferente. Somos el gobierno legítimo. Desafiamos
con talante a la usurpación criminal.
Ayer depende la oposición de los
mendrugos que le da el régimen, previo sometimiento y bajo humillación. Hoy, como
gobierno, la oposición de ayer es reconocida por el mundo occidental y éste, a
su vez, le ha cortado el oxígeno al oprobio de la narco-dictadura.
La oposición como gobierno, hoy día juega
sobre el tablero del poder mundial y la partida de ajedrez avanza. Tiene oportunidades. Vive y vivirá riesgos, y su
desenlace que es propio, es igualmente ajeno, pues median intereses distintos y
visuales particulares, inevitablemente, entre los mismos gobiernos extranjeros
involucrados.
Son nuestros los tiempos del dolor y el
sufrimiento, más urgidos, interpelan a diario. Son breves, pero no tanto, los
tiempos de los países a quienes desestabilizamos con nuestra tragedia
humanitaria. Pero no son muy veloces los de quienes observan nuestra agonía a
miles de kilómetros y nos piden prudencia, para que la solución sea de vida y
no negocio para las funerarias o el comercio de las armas.
Se trata, por lo dicho, de un proceso
muy difícil, pero que no se paraliza. Juegan todas las opciones y tendrá su final
esperado. No sabemos los costos.
Mal pueden olvidar los responsables de
la transición, sin embargo, lo ya dicho. Son el rostro del gobierno y, como tal,
están sujetos al duro y acre escrutinio público democrático. Y para ser
distintos, están obligados a explicar sin cansarse, a razonar sin irritarse, a
sumar, a convencer, a escuchar, recordando siempre que la voz del pueblo es la
voz de Dios y que ningún profano puede pretender encarnarla más.
[email protected]
Lea también: “Hay quienes se van, sin irse“, de Asdrúbal Aguiar
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Por: Asdrúbal Aguiar
La desarticulación de un Estado
criminal – lo es Venezuela - y cualquier esfuerzo para una transición que lo devuelva
a los espacios de civilidad, dentro de las complejidades de aquél y mientras
permanece, implica un duro y complejo proceso.
No se pueden despachar en tres meses 20
años de articulación de fuerzas por el mal absoluto, como las que secuestran a
los venezolanos y tienen su origen en los pactos de 1998 entre Hugo Chávez y el
fundamentalismo islámico, y de 1999, con la narco-guerrilla colombiana. Fidel
Castro y su organización mafiosa, a la sazón, sin los mediadores en la ominosa
circunstancia.
Cuento ya con una edad generosa y una generosa
experiencia de Estado que me libran de arrebatos u obsecuencias fútiles. No es
que carezca de pasiones, y la mía es Venezuela. No es que sea inmune a las
rabietas y mortificaciones cuando las cosas no salen como deben ser, o con la
velocidad que demandan las urgencias impostergables: el hambre y la inanición
de todo un pueblo del que somos dolientes y parte.
Soy sensible y sufro la agonía de los
venezolanos. Por ello mismo estoy obligado a la prudencia, a sostener los
nervios en medio de la tempestad y para dejar mi modesto aporte, desde mi
aprendizaje, a fin de que todos y no unos pocos náufragos podamos alcanzar un puerto
seguro.
Aprecio que Juan Guaidó, a quien le
doblo la edad y es parte de la generación de relevo político que cada 30 años fractura
a la historia patria, cuenta con esa acendrada virtud. Es propio del galeno ser
prudente, sobrio, constante, estar exento de tristezas, saber llevar sosiego y
esperanza a sus pacientes, para recuperarlos.
Guaidó, espero no equivocarme, es un fiel
discípulo de Séneca, para quien “el que es prudente es feliz, bastando la
prudencia para dar felicidad al hombre”.
¿A que me refiero?
Todas las preguntas que en buena lid
nos hacemos hoy los venezolanos, encuentran alguna respuesta en el Estatuto que
rige la Transición a la Democracia, adoptado el 5 de febrero. Y todos
reaccionamos frente a lo que a diario le acontece a Guaidó y nos acontece, sin
leer el Estatuto.
El mismo obliga y también le fija
límites y condiciones a Guaidó, como encargado de la Presidencia. No se olvide que
no hay nada más peligroso que un gobernante – he allí nuestra actual tragedia –
quien, a sí mismo, se considera gendarme del pueblo y con licencia para hacer y
decidir a su arbitrio, por encima de la ley.
¿Por qué Guaidó no nombra ministros o
se retarda para invocar lo que ya avanza antes de haber formalizado su pedido a
la comunidad internacional, a saber, la responsabilidad de protegernos? El
Estatuto tiene las respuestas y además marca sus tiempos.
Lo que sí es cierto y definitivo es que
las cosas no son más como lo eran ayer.
2015 es el punto de inflexión. La
oposición, en un momento de desplome de los ingresos petroleros y de quiebra en
los servicios públicos, distraída la dictadura en sus negocios criminales, logra
colarse hasta el “centro” de su poder. Controla la mayoría calificada de la
Asamblea Nacional. Hasta el día anterior ocupa espacios locales y sin recursos,
sin incidencia en la estabilidad de aquella.
No por azar, si hasta entonces simula
los sacramentos de la democracia, después le da un golpe a la mesa. Acaba con
lo básico en toda democracia, con las elecciones y con el parlamento.
2016, 2017 y 2018 son los años de
preparación de la transición. 2019 es el de su despegue, el de mayor aliento
para independizar otra vez a Venezuela y devolverle el sosiego y bienestar.
Son irrelevantes, esta vez, las
resistencias o diferencias habidas dentro de la propia oposición al momento de
diseñarse y definirse el liderazgo reclamados por dicho proceso. Hasta ayer éramos
un poder opositor virtual. Hoy es diferente. Somos el gobierno legítimo. Desafiamos
con talante a la usurpación criminal.
Ayer depende la oposición de los
mendrugos que le da el régimen, previo sometimiento y bajo humillación. Hoy, como
gobierno, la oposición de ayer es reconocida por el mundo occidental y éste, a
su vez, le ha cortado el oxígeno al oprobio de la narco-dictadura.
La oposición como gobierno, hoy día juega
sobre el tablero del poder mundial y la partida de ajedrez avanza. Tiene oportunidades. Vive y vivirá riesgos, y su
desenlace que es propio, es igualmente ajeno, pues median intereses distintos y
visuales particulares, inevitablemente, entre los mismos gobiernos extranjeros
involucrados.
Son nuestros los tiempos del dolor y el
sufrimiento, más urgidos, interpelan a diario. Son breves, pero no tanto, los
tiempos de los países a quienes desestabilizamos con nuestra tragedia
humanitaria. Pero no son muy veloces los de quienes observan nuestra agonía a
miles de kilómetros y nos piden prudencia, para que la solución sea de vida y
no negocio para las funerarias o el comercio de las armas.
Se trata, por lo dicho, de un proceso
muy difícil, pero que no se paraliza. Juegan todas las opciones y tendrá su final
esperado. No sabemos los costos.
Mal pueden olvidar los responsables de
la transición, sin embargo, lo ya dicho. Son el rostro del gobierno y, como tal,
están sujetos al duro y acre escrutinio público democrático. Y para ser
distintos, están obligados a explicar sin cansarse, a razonar sin irritarse, a
sumar, a convencer, a escuchar, recordando siempre que la voz del pueblo es la
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[email protected]
Lea también: "Hay quienes se van, sin irse", de Asdrúbal Aguiar
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