Historia de Votantes

Por: Jean Maninat

  Teresa está cansada. Hace tiempo que le da vueltas a la idea de irse del país, tomarse un largo respiro de la situación que la agobia, a ella y buena parte de los amigos con los que ha compartido su no tan larga existencia. No es fácil, se dice, aterrizar en Doral, allá en Miami, en casa de sus primos, colgar su diploma de odontóloga en el refrigerador y comenzar a buscarse una chamba de lo que sea. Se sabe agraciada y entradora, siempre se lo han dicho; con algo de suerte se tropieza con un trabajo de vendedora en cualquier mall, mejora el inglés que algo machuca y echándole pichón se hace un espacio más grato en la vida. Es domingo 8 de diciembre, y se levanta temprano, se prepara un café, prende la radio mientras se viste, y una canción de Charly García le revuelca el corazón. Se ve en el espejo, no estás mal chama, piensa, agarra la cartera, abre el portamonedas, saca su cédula y se la guarda por precaución en un bolsillo de su ajustado blujín. La cola es larga y agitada para votar, se palpa el bolsillo donde guarda su cédula, piensa cómo será la vida fuera de Venezuela, sonríe y se dice: este voto es mío y cuidado y me quedo.

Hace dos semanas Joaquín regresaba despreocupado de la Universidad. Las luces del estadio le recordaron que había juego, «Magallanes será campeón, Magallanes será campeón» le revoloteó en la cabeza mientras con las manos percutía el volante de su Yaris de segunda mano, algo escachalandrado, pero rendidor. Me paro en la panadería, me meto sendo cachito con un jugo, y me voy para la casa a ver el juego, planificó en voz alta. Se estaciona, abre la puerta de la camioneta, y siente el cachazo en la cabeza que lo deja aturdido y con el rostro ensangrentado. No te pongas cómico o te quiebro, escucha una voz como en off  y siente el manotón que lo despoja de las llaves de su única propiedad en el cosmos. Es domingo 8 de diciembre, y Joaquín se palpa el chichón en la cabeza, palo de coñ…, menos mal que no fue en la cara, se consuela.  Ya vestido se calza las zapatillas que parecen de buzo, grita: ya vengo viejos, al cerrar la puerta del departamento; desciende las escaleras dando brinquitos como Obama, y ya en el estacionamiento del edificio pasa frente al puesto 141 -que hoy luce desmesuradamente vacío- donde hace apenas dos semanas resguardaba su más preciada posesión en el cosmos. De que voto… voto, se dice con rabia, cuando ve la inmensa cola que lo espera en el centro de votación hacia el cual ha encaminado sus pasos.

Doña Rosa la tiene difícil, cada día más difícil… la verdad sea dicha. No es que no tenga trabajo, son varias las casas que esmera, desde hace años las mismas y casi no se da abasto. Primero las de las madres, ahora las de las niñas, que ya son mujeres y salieron respondonas e independientes. Se las van dejando de herencia. Es una rutina dura la suya, dos horas en la mañana para llegar y tres en la tardecita para regresar, rezándole a la Virgen que no oscurezca, que haya luz aunque sea tenue para que le alumbre la llegada al barrio. Y la cadera le lastima, una punzada que no duerme, que no deja de latir. Ya se lo dijeron en el hospital: hay que operarla y aquí no hay para eso. En realidad ni para lo otro, murmura cuando lo recuerda, y siente el aguijón para el cual no hay remedio, al menos para ella, adondequiera que vaya a pedir asistencia pública. Es domingo 8 de diciembre y doña Rosa baja la cuesta de su calle entre el estruendo motorizado que sube y baja, caracolea, se encabrita y la hace apegarse a las paredes, no por temor, si no por apartar el ruido que pretende escarmentarla. Hace su cola, abre su sombrilla, parlotea con una vecina, avanza lentamente hacia las mesas de votación, siente de nuevo el pinchazo en la cadera y antes de depositar su voto murmura entre dientes: aquí no hay para eso.

Gonzalo tiene su carácter, siempre fue de los mejores de su clase, le gusta estar informado, sostener sus opiniones, heredó de su padre el culto a los Rolling Stones y de su madre la nostalgia por los Beatles. Es cinéfilo, adora a los hermanos Cohen aun cuando a escondidas se despacha sus capítulos de Friends y se enternece con vergüenza. No es desmañado en el vestir -sin ser atildado, no luce como un rapero del sur de Los Ángeles-. Es un buen chico, pero digamos que está indignado con V de venganza -tiene su máscara y todo- y quiere que las cosas cambien, lograr lo que sus progenitores no lograron cuando se vendieron al sistema campaneando un vaso de scotch; no quiere esperar, detrás de la pausa se esconde la entrega. Así que le da pereza votar, ha escuchado con dudas a los apóstoles de la abstención, (son también viejos y caducos) y se pregunta por qué nunca los ve en las concentraciones de los autoconvocados, o poniendo el pecho como Mandela. Es domingo 8 de diciembre, sus padres se han ido a votar y Gonzalo está a solas en su casa; cavila mientras escucha  Street Fighting Man y juguetea con la máscara de V de venganza entre las manos; la deja a un lado sobre la cama, sale al Sol de la ciudad, se enrumba hacia el centro de votaciones y mientras se eslabona en la larga cola que serpentea la calle musita para si: hay que ser bien chimbo para no votar.

El 8D raspa tu voto.

@jeanmaninat

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