Islas

Por: Alberto Barrera Tyszka

  Yo fui de quienes muchas veces gritó «Cuba sí, yanquis no». Y también desafiné lo suficiente, coreando en el Aula Magna de la UCV la «Canción para la unidad latinoamericana». La estrofa principal de la pieza era un himno religioso: «Bolívar lanzó una estrella/ que junto a Martí brilló/ Fidel la dignificó/ para andar por estas tierras». Y, unos años después, firmé un remitido dándole una bienvenida revolucionaria a Fidel Castro, cuando Carlos Andrés Pérez se juramentó, por segunda vez, como presidente del país.

  Y también pasé mis días en la isla, colaborando con el Instituto Cubano del Libro y bautizando un poemario en una librería de La Habana. En esos años, el proyecto cubano era un espejismo simbólico para cualquier joven que quisiera un continente con más justicia y con menos intervención norteamericana. A nosotros nos costó mucho aprender que podíamos estar en contra del bloqueo y, también, en contra de Fidel.

  En Informe contra mí mismo, un libro de crónicas imprescindibles, Eliseo Alberto contaba cómo, cuando apenas era un muchacho, formando parte de la juventud del Partido Comunista, recibió la instrucción oficial de vigilar y pasar un reporte sobre su propia familia. Con el paso del tiempo, la anécdota se me ha ido convirtiendo en una imagen, cada vez más contundente, de aquello que ­por simple dignidad con el lenguaje­ ya no debería llamarse «revolución». Es sólo un proyecto dedicado a someter y a uniformar a la sociedad, alrededor de un comandante; un proyecto entregado a invadir y a ocupar hasta la intimidad de los ciudadanos, con el único afán y el único objetivo de crear un sistema de control, un modelo social que permita la permanencia infinita de los Castro en el poder.

  En el diccionario de las dictaduras del continente, el apellido Castro figura junto a los apellidos de Somoza, Videla o Pinochet. Sin embargo, los hermanos cubanos gozan de mejor fama. Tanto que ahora presiden la Celac. Contrariamente a todas las promociones y a todas las leyendas, el gran logro de la llamada Revolución Cubana no es la salud ni la educación, mucho menos la creación de una sociedad más equitativa, más libre, con mayor igualdad de oportunidades. Su mayor éxito no es social sino personal. 54 años ya tienen los hermanos Castro en el poder. Son todo un récord en el mercado del autoritarismo mundial. Muy temprano, Fidel entendió la importancia de la comunicación, de la propaganda, de la industria mediática. Se dedicó a trabajar en ello. Se promovió como una marca de rebeldía. Y sobre esa marca fundó su emporio.

  Las memorias de Fidel podrían ser un extraordinario libro de gerencia y de trucos de ventas. ¿Cómo pasar medio siglo en el poder y no ser considerado un dictador? Ese es el punto. Ahí reside la genialidad del comandante. Dirigió fusilamientos, persiguió y encarceló a homosexuales, invadió otros países, promovió guerras, encarceló a periodistas, suprimió cualquier tipo de disidencia… y hoy escribe dulces líneas sobre la ecología y el futuro del planeta, es tan condescendiente que hasta le otorga a Yoani Sánchez un pasaporte. Fidel es un manual de autoayuda para dictadores. Ha conquistado ese extraño imposible: siendo un clásico tirano del continente es, sin embargo, considerado y tratado como un demócrata. La clave no está en la ideología. La clave está en la publicidad.

  La relación entre Fidel Castro y Hugo Chávez tiene mucho que ver con todo esto.

  Aparte, obviamente, del factor petrolero, son dos personajes que comparten algo más sólido que el socialismo: la vocación histriónica. Han sabido leer muy bien la ansiedad de las multitudes, aprovechar los contextos adversos, producir mitos modernos a partir de nuestras miserias. Chávez necesitaba una épica y Fidel necesitaba sobrevivir. Ambos entendieron el sentido de la oportunidad, establecieron una relación simbiótica que resucitaba a Fidel en la imaginación colectiva, como «padre de América Latina», y consagraba a Chávez como el heredero directo en el cielo donde flotan los libertadores latinoamericanos. Pero, como suele ocurrir, en la vida y en sus metáforas, de pronto acontece lo inesperado. La enfermedad nunca está en los planes de nadie.

  Todo el proceso clínico del Presidente ha empezado a mostrar, de forma más directa, las distorsiones de la relación entre los dos países. Todo es confuso. A medida que pasan los días, todo resulta menos lógico, más inexplicable. Desde el 11 de diciembre pasado, Chávez permanece mudo en La Habana. Y Raúl Castro, esta semana, desde la cumbre de la Celac, descalifica y sataniza públicamente a la oposición venezolana. Mientras, en la calle, allá y aquí, nadie sabe en verdad qué ocurre. Cada vez más somos una isla.

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