Mafi masari – Sergio Dahbar

Por: Sergio Dahbar

Para ser un apellido que no abunda, Dahbar esconde secretos que aprendí a apreciar con el paso del tiempo. Sin la h y con v corta, quiere decir palabra en hebreo. Lo que confirma mi elección de vida en el mundo de la escritura. En mi caso, fue la palabra heredada de mi madre.

Cuando llegué a Venezuela, comencé a estudiar medicina. Ingresé al básico que se encontraba en ese entonces en un edificio neoclásico de Sebucán, donde después funcionó la Escuela de Enfermería. Me registraron como Sergio Cambau y no logré en el año que pasé en esas clases -un filtro para reducir la sobrepoblación estudiantil- que corrigieran mi apellido.

Fue el único período de mi vida en el que no me llamé Sergio Dahbar. Duró un año. Saqué pésimas notas. Las matemáticas era una suerte de arma mortal. Me aburría como una ostra. E intenté distraer a mis compañeros con un boletín malo que se llamaba Letras en la ciencia, y que imprimía en un mimeógrafo que me regalaron. Imagino que Cambau hubiera preferido otro destino, quizás ser alpinista o buzo, pero apenas pudo respirar en la piel de un mal estudiante de medicina que quería ser periodista.

Al año restauré mi nombre y conseguí ingresar en la escuela de comunicación social de la Universidad Central de Venezuela. Me olvidé de Cambau, del básico de Medicina, de la frustración que significaba estudiar una carrera que no te gustaba y me sumergí en el periodismo.

Siempre me inquietó encontrarme con otro Dahbar en algún lugar alejado del mundo. Cierta vez me registré en el Hotel Hilton de Guadalajara. Había ido a entrevistar al periodista alemán Gunter Wallraff.

En alguno de los días en los que estuve alojado en ese hotel extravié la llave para entrar a mi habitación. Cuando me acerqué a la recepción para que me dieran una nueva, me preguntaron que cuál de los dos Dahbar era.

Me quedé mudo. Pregunté que de dónde era el otro Dahbar que estaba alojado en el hotel? Me dijo la joven que era argentino. Me asusté más. De dónde?, quise saber. De Córdoba, contestó, también ella a la expectativa.

Entonces hice una pausa, respiré profundo y pregunté con terror que qué hacía ese señor Dahbar? Que cuál era su profesión? “Piloto’’, respondió ella con menos miedo pero inquieta ante mis interrogantes. “Forma parte de una tripulación aérea’’. Solté la respiración y me fui a dormir.

No he hallado aún a mi doble. El otro señor Dahbar. Pero me ha pasado algo que no deja de ser inusual. Hace diez años fundé una editorial. Desde entonces visito ferias de libros. En una tropecé con una editorial llamada Dahbar, religiosa.

Intenté conversar con quienes atendían el stand. Hice señas. Abrí los ojos. Busqué todas las maneras de comunicarme. Pero no hablaban español, y mucho menos inglés. No pudieron enterarse que yo me llamaba Dahbar, ni que tenía un catálogo de ediciones generales, ni que mi rutina en un país llamado Venezuela era una carrera de obstáculos para poder hacer lo que me gustaba: libros. Quise saber qué libros publicaban ellos, pero tropecé con el idioma árabe.

A pesar de la incomunicación, los encargados de la otra Editorial Dahbar intentaron entusiasmarme con sus libros. Me mostraban las páginas con fotos y las encuadernaciones. Se esmeraban para que les comprara alguno. Recordé entonces las únicas palabras que me regaló mi abuelo Simón Dahbar. Mafi masari. Y las repetí dos veces.

Ocurrió un milagro. Fue como si hubiera encendido una fogata para iluminar a la tribu. Sus ojos brillaron. Comenzaron a gritar y a llamar a otros compañeros. Todos gritaban Mafi masari y se reían. Había logrado semejante milagro con dos palabras que significan “No hay dinero’’, las únicas que establecían un puente entre mi origen y mi realidad más inmediata.

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