Manual para gangsters

Por: Carlos Raúl Hernández

Difícil conseguir un pensador que haya generado extremos de odio como Nicolás Maquiavelo. El Príncipe cumplió este mes cinco siglos de escrito cuando su autor estaba preso en San Casciano por orden de los Médicis, aunque se publicó 18 años después dedicado a uno de ellos, Lorenzo El Magnífico. En el cinquecento y en adelante, Italia fue incapaz de lograr la unificación nacional y el libro añora una mano de hierro, un tirano implacable que pusiera fin al caos y las invasiones extranjeras de Florencia y otras partes de la península. Algunos comprensivos aspiraron «salvarlo» del fuego moral, siempre con pinzas. Para Rousseau es aleccionador, «preventivo». Croce piensa que indica «angustia», para Herder es el «espejo de su época» y su autor un mero fotógrafo. Cassirer salvaguarda la integridad republicana del autor y dice que es «un libro técnico». La monumental inteligencia de Bertrand Russell titila cuando lo llamó «manual para gangsters» y Bacon escribe que contiene «sabiduría corrupta». Gramsci es de los que lo califican positivamente como «genial».

Las reacciones se deben, entre otras, a que fue piedra a un charco ideológico con baba de siglos. Desnudó la naturaleza de la monarquía, en épocas de máxima mistificación del poder. Durante mil años, en contradictorias alianzas con la Iglesia, los reyes lograban convencer a medias que su sangre era azul porque descendían directamente de Cristo, y debían obedecerlos ciegamente porque los guiaba el Todopoderoso. Quien haya visto las películas basadas en novelas de Dan Brown, conoce la trama. Y aquél burócrata florentino, sin ínfulas de filósofo, lejos de participar en tal divinidad, abrió el boquete para que todos vieran cómo el poder hacía la digestión, tranquilamente, sin estremecimientos, sin rubor moral. Gobernar era administrar la brutalidad y el crimen, en beneficio de la patria. La traición, la mentira, el asesinato, la tortura, la guerra eran sus prácticas válidas y también legítimas

Maquiavelo y Puzo

Incluso los «buenos», como Elizabeth de Inglaterra o Isabel de Castilla, debieron navegar con la codicia, la arbitrariedad y la sangre. Son «maquiavélicos» casi todos los monarcas en las tragedias de Shakespeare, quien resulta ser a Maquiavelo lo que Coppola a Mario Puzo, al hacer plásticos sus fantasmas. Maquiavelo siempre estuvo y su memoria está rodeada de sombras, pero Marx, pese a que sus seguidores engendraron las más terribles plagas del siglo XX y su fracaso es escalofriante, tiene todavía fans, logró construir el lenguaje y la problemática política de Occidente desde 1848 hasta la actualidad, e hipnotizar al mundo intelectual y cultural. En el siglo XX Popper y Hayek, -marcando apasionada distancia con las tiranías- mostraron que «la igualdad», «el poder del pueblo», «la lucha por los humildes» y la denuncia de la explotación, no eran más que cariátides para encubrir los intereses de criminales comunistas y nacionalsocialistas que hacían lo mismo que los Borgia o los Médicis.

Por eso contra ambos autores también cundió el odio. Hasta la caída del Muro de Berlín, sin la anuencia del barbudo desde el cementerio de Highgate, era duro ejercer como intelectual, artista, conseguir columnas en periódicos o sellos editoriales, como lo cuentan entre otros Cocteau y Camus, y superar los odios teológicos, viscerales. Maquiavelo analiza sin emociones el poder como el mal inevitable para obtener el bien superior, la unidad y la estabilidad. Pero a partir de la independencia de EEUU y posteriormente la Revolución Francesa, surge un fenómeno nuevo. La política constitucional, que transforma la lucha por el poder, la desbrutaliza y la incorpora a la civilización, hace que el gobierno sea por mandato apenas parte de un poder fragmentado, y debe su legitimidad a la aprobación de los ciudadanos.

Desmaquiavelización del poder

Es el fin del modelo maquiavélico del príncipe absoluto. La sociedad aprendió que el poder corrompe, pero el poder relativo corrompe relativamente y los mandatarios democráticos, en la jaula de la Constitución, tienen que cuidarse muy bien de los mecanismos previstos para destruirlos pacíficamente. Las revoluciones contemporáneas lograron retroceder el reloj de la Historia y hacer regresar el Absolutismo, destruir las constituciones y la democracia, para luego caer ahogadas en miseria y sangre. Y más tarde reapareció la barbarie en el Socialismo del Siglo XXI. Casi todo lo torvo, ruin, despreciable del poder que Maquiavelo describió, torna, esta vez encerrado, crispado, tratando de guardar cada vez menos apariencias, solo que sin ninguno de los bienes que él soñaba para Italia sino exactamente lo contrario. Venezuela es el epicentro de una degeneración latinoamericana, último o penúltimo en todas las variables de desarrollo social o económico, con la inminencia de un eclipse productivo total.

Lo único que hacen los responsables es practicar terrorismo de baja intensidad contra la disidencia. El espec- táculo de un mandamás que distribuye imprecaciones contra la ciudadanía y acusa a diestra y siniestra a la ciudadanía de los agobios causados por la incompetencia de su gobierno, es impensable en cualquier sociedad civilizada y recuerda más bien a Bocazas en Uganda. Derrocharon el equivalente de 150 veces el plan Marshall que reconstruyó Europa después de la Segunda Guerra y 19 veces lo que gastó la democracia en electrificar, sanear, sistemas de riego, vías de comunicación, escuelas, liceos, universidades, puentes, aeropuertos, acueductos, cloacas.

@carlosraulher

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