«¡Nadie es inocente!» – Carlos Raúl Hernández

Por: Carlos Raúl Hernández

Un esperpento, una mueca contrahecha, fue el bullyingescrache, acto de repudio (como lo llaman los cubanos) contra la hija de un capitoste, allá en las antípodas. No está acusada de ningún delito y por eso es injusticia, vejamen, atropello. Según el Derecho Penal los delitos son personales y las sanciones intrasmisibles, pero las turbas no creen en eso. Somos objeto y sujeto de envilecimiento, objeto porque las autocracias arrebatan la libertad, imponen el miedo, la acción brutal y degradan a los seres humanos a actuar bajo sumisión. Y sujeto, porque degradados, reproducimos en comportamiento que sufrimos. Stalin levantó en Moscú un monumento a un niño que delató a sus padres y, como los comunistas, acusamos a una muchacha de cómplice por no denunciar a su familia. Y peor que las torpezas de los espontáneos, es que gente con aparentes visos de solvencia tartajee a favor de eso.

“¡Nadie es inocente!» gritó Ravachol al lanzar su bomba en un concurrido café en París, atestado de niños, abuelas y profesionales. Arendt define populacho o chusma a grupos, no importa su extracción social, dispuestos a agavillarse para cometer y apoyar canalladas. En un país sin rumbo pocos asumen la obligación de desafiar las tropelías del populacho semiilustrado. En la política de los últimos 25 años, unos actuaban desgaritados y otros callaban para evitarse arañazos colectivos. La viveza les salió por la culata porque al final nadie se salvó, sucumbió la democracia y apenas quedan pedazos de país. Para que la inquisición no acose a la joven, según él lombrosiana, culpable desde el vientre de su madre, ella debe hacer Auto de Fe contra sus progenitores, según los estrafalarios argumentos y tuits  del populacho. Todo linchador justifica su crimen en los del linchado. Es el  bullying de “los buenos”, justos, democráticos.

Carnaval de heces
Como en el far west la demencia desbordada publica wanted. Una abominable lista de hijos en el exterior, con las ciudades donde viven. Es hora de que la Iglesia oriente, disuelva la confusión y el odio, porque si ella no lo hace, quién lo va a hacer. Es un asunto ético y político, porque los efectos podrían ser tan horrorosos que un mínimo sentido de responsabilidad hace pensar en el ojo por ojo de grupos de exterminio y autodefensa. Algún genio decidió lanzar heces a la Guardia Nacional – a riesgo de desatar epidemias– y vino el copy-cat contra los presos. Así comenzaron los batallones de la muerte en El Salvador, Guatemala y Argentina. El caso de la muchacha acosada y los apologistas del acoso, evidencia una fuerte corriente  de agua turbia que corre libre por acequias de estupidez política muy bien repartida.

Un mandamás da por TV nombres y direcciones de líderes de la oposición y los pone en la mira de cualquier sicópata, como aquella terrible telenovela de los noventa que diseñó un atentado contra el presidente de la CTV, Antonio Ríos y al día siguiente se hizo realidad. Publican nombres y direcciones de empleados de Pdvsa, la inmensa mayoría de ellos inocente –en todo caso culpable de sobrevivir–, inconformes con el gobierno y que posiblemente votaron por la oposición. Crímenes se dan en todas partes porque cometerlos está en nuestra naturaleza, pero la cultura nos hace impugnarlos. Y mientras más atronadora sea la algarabía del populacho a favor de ruindades, mayor el imperativo moral de desafiarlas. Uno de los grandes pasos del hombre hacia la civilización  fue cambiar la venganza por la justicia, el código Hammurabi por los Diez mandamientos.
V de Venganza
En el Decálogo, la barbarie recibe su negación, fundamento para que hoy haya sociedades civilizadas y humanitarias: erradicar el furor y respetar la Ley (dolcemente dicho, amar al prójimo). El estoicismo de Ghandi rechazó la venganza: “ojo por ojo y el mundo quedará ciego”. La fe en el espíritu y en particular su celo extremo contra el ejercicio de la violencia, lo llevó a querer licuarla, tragarla, digerirla, absorberla con su propio cuerpo, y a postular el extremo del martirio, la autoviolencia. Enseñó a sus seguidores a marchar sin responder entre palos que rompían brazos, rostros y cabezas, y la policía quedaba exhausta después de horas de aporreos con miles de heridos. Cuando hubo estallidos de furia callejera entre musulmanes e hindúes, se puso en huelga de hambre hasta bordear la muerte. En ocasiones sus planteamientos pudieron ser ingenuos.

Con evidente desconocimiento de la naturaleza demoníaca de los nazis, a fines de los años 30 Gandhi creyó que los judíos debían suicidarse simbólicamente como forma de denunciar y llamar la atención sobre Hitler. La inmolación como forma de lucha requiere una sociedad con alma como la Gran Bretaña, que rinde culto al Estado de Derecho. En casos de regímenes amorales hay que precaverse. A la salida del colonialismo en Suráfrica, la Comisión de la Verdad decidió que para la reconciliación, los protagonistas ventilarían sus crímenes en suerte de sesiones sicoanalíticas colectivas o de Confesión sacramental, para exorcizarlos y obtener el perdón. Hubo casos espeluznantes como que el asesino del líder negro Steven Biko relató con sonrisa cínica que le había metido una hojilla de afeitar en la garganta y después le aplastó los testículos. Nuestros curas deberían hacer un esfuerzo por detener el odio.

@CarlosRaulHer

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