Ni la sombra de Capriles

(Fábula cinematográfica de una comarca)

Por: Jean Maninat

  En Kagemusha: la sombra del guerrero, el cineasta japonés Akira Kurosawa relata los infortunios de un pequeño buscavidas obligado a ser el  doble de un señor feudal convaleciente. Con el tiempo, la “sombra” del guerrero samurai interioriza  su papel de tal manera que ya no distingue su impostura de la realidad.

  Al final de la historia, el rapaz suplente es despojado de sus oropeles prestados y abandonado por sus mentores a su suerte: la de creer que sigue siendo lo que nunca fue. El mar se traga su locura.

  (Cualquier semejanza con el “método” del Actors Studio, es culpa del maestro Kurosawa. El arte de  los mejores actores consiste en despertar siendo ellos mismos, después de haber realizado una memorable interpretación el día anterior).

  En el teatro de sombras de nuestro país, un señor feudal en decadencia, ya sin reflejos  para cabalgar como otrora, se fija en el joven y ágil contendor que le conquista casa por casa la comarca… y decide imitarlo.

  “Basta que cambie mis atuendos y lo que es mío seguirá siendo mío” piensa, mientras esconde las prendas rojas a las que era tan aficionado.

  Pero el remedo no convence. El rojo está en el discurso, no en la camisa. “Te vestiste de amarillo para que no te conociera” silban en el aire. “Es el mismo musiú con diferente cachimbo” repiten los veteranos de la memoria. “No huón, ese pure no le aguanta ni cien metros al flaco” se dicen riendo los chamos en la esquina.

  No hay manera, los tintes no resisten el sol inclemente del escrutinio público y poco a poco dan paso al rostro ajado de un proyecto perdido entre pamplinas y quimeras empobrecedoras. La transfiguración se hace más evidente para quienes creyeron en él y siguen pobres y desvalidos; o para aquellos que comienzan a rodar cuesta abajo a pesar de los intereses depositados en el caudillo.

  Ahora es una sombra maquillada, una parodia de sí mismo. Un día atropella un estribillo vernáculo, y el otro imita a un rocanrolero con guitarra eléctrica; otro le pide misericordia al Dios de los cristianos, y al siguiente invoca las ánimas paganas de la sabana para que lo ayuden. Le cambia el rostro al pasado para mimetizarse con su héroe, pero su verdadera querencia convalece en las antillas.

  Ya nadie le cree, pocos le ríen sus chacotas con el entusiasmo de antes. Sus amanuenses, que son todos, le dejan la cara pegada con una sonrisa y se van a sacar cuentas y hacer alianzas para sucederlo. Es la sombra de su sombra.

  Al lado, se alza un proyecto con los pies en la tierra -valiente apuesta en el teatro de sombras de nuestro país-. Es un discurso tranquilo, el de un servidor público de la comarca, no impone diezmos ideológicos  a los habitantes, no promete imposibles, no excluye a los diferentes. Ejerce el hablar sencillo de quien tiene mucho que decir… en pocas palabras.

  (En los árboles aledaños se posan las aves de rapiña de vuelo rasante, abstencionistas y sombrías, las de siempre, las que apuestan a que nada cambie para que todo siga igual, y así seguir medrando en el infortunio de los demás).

Pero la comarca está achispada a pesar de la dura tarea que una vez más le incumbe. El otro no es ni la sombra de Capriles, corre la voz por todas partes.

  Cada habitante lleva un voto en el bolsillo: en lo más profundo de su condición de funcionario público, de ama de casa a la búsqueda del alimento perdido, de joven rebelde y respondón sin futuro, de familiar de preso político martirizado  por la inclemencia de una condena injusta, de emprendedores sin empresas y trabajadores sin derechos.

  En fin, de una sociedad que nunca creyó y ya no se la cala más, o que dejó de creer, o que se cansó de justificar, o que simplemente quiere vivir mejor y segura, sin el odio destructivo de quien se cree dueño de un país.

  El otro no es ni la sombra de Capriles.

@jeanmaninat

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